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sábado, 16 de mayo de 2015

Ágnes Heller y Spinoza: ¿qué significa sentir?








¿Qué son los sentimientos? ¿Cómo funcionan? Estas y otras cuestiones me propongo analizar sucintamente en las siguientes líneas, apoyándome en dos grandes figuras de la filosofía: el clásico holandés Baruch de Spinoza y la filósofa húngara Ágnes Heller.

Sentir es estar implicado en algo.

Esta es la hipótesis de que parte Agnes Heller en su conceptualización de los sentimientos. Según esta hipótesis, los sentimientos humanos derivan de una cierta relación o conexión de las personas con otras cosas (otras personas, animales, objetos, etc). Y esta implicación puede ocurrir en diferentes modos: puede ser positiva o negativa, directa o indirecta, y también activa o reactiva, o en combinaciones de estos modos. Veamos lo que significan estos modos de implicación a través de algunos ejemplos.


Un joven que se prepara para su primera cita amorosa se halla implicado positivamente, ya que la imaginación del encuentro que espera le produce una alegría; pero también se halla directamente implicado, ya que ese encuentro significa un fin último, es decir, no es un medio para otro fin; por otro lado, también podrá estar activamente implicado al hacer todo lo que esté a su alcance para enamorar a su pareja.


Otro ejemplo. Un estudiante de licenciatura que estudia para un examen en una asignatura que detesta estará implicado negativamente y su conducta será más bien reactiva, con el mero fin de pasar el examen para luego olvidarse del tema, por lo que su implicación es indirecta (su interés no se centra en aprender, sino en no reprobar).


Por otro lado, Heller nos señala que la implicación no es algo que sea exterior a los fenómenos de la conducta o del pensamiento, sino que es parte esencial de ellos:



La implicación no es un “fenómeno concomitante”. No es que haya acción, pensamiento, habla, búsqueda de información, reacción, y que todo eso esté “acompañado” por una implicación en ello; más bien se trata de que la propia implicación es el factor constructivo inherente del actuar, pensar, etc., que la implicación está incluida en todo eso, por vía de acción o de reacción.1



Hasta aquí, todas las características enumeradas por Heller de los sentimientos, también pueden ser explicadas desde la terminología spinoziana. A continuación hago este cotejo conceptual, empezando por esta última propiedad de ser el sentimiento un factor esencial en toda actividad humana.


Spinoza define la esencia humana como el esfuerzo con que alma y cuerpo procuran perseverar en su ser. Este esfuerzo llamado por Spinoza conatus, se puede ver afectado tanto de manera afirmativa como opresiva por las circunstancias en que el individuo se encuentra con otros cuerpos, en medio del mundo. Un afecto opresivo tiende a limitar la potencia de obrar del cuerpo o del alma humanos, en cambio, uno afirmativo tenderá a aumentar esa misma potencia. El estar implicado de Heller es, en términos de Spinoza, estar afectado por cuerpos exteriores y, efectivamente, puede ser positiva o negativa.


Pero también puede ser activa o reactiva, según si la causa de la afección reside primordialmente en el propio individuo o en un cuerpo externo. Un afecto es activo en la medida en que es producto del esfuerzo propio, o es una expresión de la propia esencia, donde el individuo lo determina desde su interior. A esto también Spinoza llama libertad y, por lo general, está acompañada de un sentimiento de alegría.


Tal libertad es en el hombre una propiedad relativa o limitada, puesto que nadie puede en sentido absoluto ser causa de todos sus afectos. El individuo humano es finito y está determinado de múltiples maneras por otros entes del mundo social. Esto lo convierte en un ser pasional, ya que Spinoza llama pasión a los afectos pasivos u opresivos.



[…] el hombre está siempre necesariamente sometido a las pasiones y sigue el orden común de la Naturaleza y lo obedece, y, en cuanto lo exige la naturaleza de la cosas, él mismo se adapta a él.2



No obstante este carácter limitado de la libertad humana, su desarrollo completo constituye un problema ético fundamental. Para Spinoza, la virtud y la potencia (psicofísica, igual del alma que del cuerpo) son la misma cosa. Y no está de sobra decir que los afectos que más contribuyen al desarrollo humano son los afirmativos.



Figura y trasfondo de la implicación.

Dependiendo de si el centro de la conciencia permanece en medio de la implicación o se enfoca en el objeto, tendremos según Heller a la implicación o sentimiento como “figura” o como “trasfondo”. La implicación se hace figura en todos aquellos casos en que “la acción, el pensamiento, la relación con alguien o algo encuentran cerrado el paso”3. Por ejemplo, una relación de amistad puede decaer en una profunda tristeza si un día descubrimos que nuestro amigo es un hipócrita que en realidad nos ha estado manipulando. De pronto, el vínculo que antes teníamos con esa persona se rompe irreversiblemente, pues no es la misma persona en realidad. Además del dolor puede sobrevenir un sentimiento de odio, ira, indignación o miedo, avivado por la presencia del falso amigo. 
 

La implicación como trasfondo significa que ésta no se sufre, en apariencia, porque en realidad sigue presente, pero la persona está tan enfocada (activa o reactivamente) en su objeto que el sentimiento subyace desapercibido. Un ejemplo típico de este mecanismo se da cuando se seleccionan medios para un fin:



Piénsese en el avaro, que está profundamente implicado en conseguir dinero. Para conseguir el objeto de su vida, la acumulación de moneda, tiene que reflexionar: ¿qué inversión será más adecuada? ¿La que le produzca rápidamente unos beneficios menores? ¿O la que dé beneficios más tardíos, pero más cuantiosos? ¿No es excesivo el riesgo que acompaña a esa inversión? Etc. Como trasfondo, la codicia está presente en todo momento, pues de otro modo nuestro avaro no andaría meditando medios para este fin. Pero ha de suspenderla (ha de relegarla al trasfondo de su conciencia) precisamente para mejor conseguir su objetivo.4



Pero, sobre todo, se relegan al trasfondo los sentimientos por la fuerza con que otros se imponen en el presente. Así, por ejemplo, mi gusto por la lectura literaria no puede mantenerse en el foco de mi conciencia, como figura, si soy un profesor de matemáticas que en este momento tiene que preparar una lección de cálculo diferencial. Entonces, mi gusto literario permanece en el trasfondo, confinado por la fuerza de un objeto (el cálculo) y un sentimiento (el deber) de distinta naturaleza. 
 

Para verificar que también en el pensamiento de Spinoza podemos encontrar las nociones de figura y trasfondo, aunque en otros términos, recordemos que antes hemos dicho que los sentimientos son afecciones, modos específicos de relacionarnos con nuestro entorno. Pues bien, dichas afecciones implican ciertos “vestigios” o huellas en el cuerpo humano:



Cuando una parte fluida del cuerpo humano es determinada por un cuerpo exterior a chocar frecuentemente con otra parte blanda, modifica el plano de ésta y le imprime ciertos como vestigios del cuerpo exterior que impulsa a aquélla.5



Al ocurrir cualquier afección del cuerpo se forma paralelamente en el alma una imagen, y si esta afección se reproduce, es decir, el mismo choque de las partes fluidas sobre las partes blandas, entonces también se reproducirá la imagen correspondiente en la mente humana. Para Spinoza hay un paralelismo psicofísico entre eventos mentales y corporales. Pero de los tantos vestigios que un individuo humano puede acumular en su cuerpo por sus experiencias con el mundo social sólo algunos se muestran en la superficie de la conducta o la conciencia. El cuerpo humano es incapaz de expresarlos a todos a la vez, por lo que la mayoría permanecen ocultos, pero latentes.


En Spinoza, lo que causa la manifestación de un afecto es su intensidad relativa a los demás afectos: entre más intenso, más manifiesto o conciente es. Esto se expresa en la siguiente proposición de la Ética:



Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por un afecto contrario y más fuerte que el afecto a reprimir.6



Y en cuanto a la intensidad de una pasión, depende, por mencionar sólo algunos factores, de la proximidad temporal de la causa de la pasión, o bien, de la naturaleza de dicha causa: si es un hecho necesario, posible o contingente. 
 

En lo que se refiere a la proximidad temporal, un afecto es más intenso si la causa que lo produce se halla presente que, por otro lado, si contemplamos su causa como algo ya pasado o que ocurrirá en el futuro. Y somos afectados por una causa futura o pasada con mayor intensidad en cuanto más próxima sea al presente. De modo que un afecto es muy débil conforme más distante esté del presente su causa: algo de nuestro pasado lejano, o bien, de un lejano futuro. 
 

La naturaleza necesaria de una causa significa que su existencia es forzosa, es decir, que ocurre siguiendo las leyes absolutas de la naturaleza. En cambio, un hecho contingente se entiende como aquel en que atendiendo a su pura esencia no se sigue forzosamente su existencia. Un hecho posible, por otro lado, será aquel en que atendiendo a las causas que lo producen no se encuentre, sin embargo, que tales causas estén necesariamente determinados para producirlo.


Spinoza considera que los afectos producidos por causas necesarias son más intensos que los producidos por causas posibles, debido a que la existencia del origen del afecto está garantizada en los primeros, casi presente, mientras que en los segundos hay cabida para imaginar su ausencia. En cambio, los afectos producidos por causas que se imaginan contingentes son los más débiles, pues no hay en ellas nada que fundamente su propia existencia. Veamos algunos ejemplos de esto.


La grata sorpresa producida por el hecho de haberse ganado la lotería (una causa contingente) puede ser muy intensa en el momento en que se vive y relegar al trasfondo de la conciencia muchos otros sentimientos; incluso después de cierto tiempo, el recuerdo de este hecho puede conservar cierta fuerza; sin embargo, este mismo hecho contemplado en el futuro (volver a ganarse la lotería) tendrá muy poca influencia, no sólo por no estar presente, sino sobre todo por la naturaleza contingente del hecho: nada hay en el hecho de ganarse la lotería de lo cual se siga necesaria o posiblemente el hecho de ganarse la lotería. 
 

Al asistir a una entrevista para aspirar a un empleo puedo abrigar la esperanza de ser aceptado si considero que, además de haber vacantes, tengo las aptitudes y la experiencia suficientes para ello; todo esto vuelve posible el hecho de ser contratado. Pero puedo también sentir una seguridad de conseguirlo si el jefe de personal es un viejo amigo mío. Esta condición vuelve altamente posible mi contratación si no es que casi necesaria y mi sentimiento de satisfacción será mayor que una simple esperanza.


En Spinoza, pues, las nociones de figura y trasfondo corresponden con los modos en que los afectos son reprimidos por otros más intensos, que son los que se manifiestan en la conciencia. Pero el ser reprimidos no equivale a que dejen de existir, sino sólo a que se mantengan transitoriamente inconscientes. Todos ellos en conjunto, al ser modos específicos en que las personas nos relacionamos con el mundo social, constituyen nuestro carácter, nuestro talante o ingenio específico.



Sentimiento, mundo y voluntad.

La concepción del ser humano sustentada por Heller postula dos condiciones generales de la existencia. La primera de ellas, denominada “esencia muda de la especie”, consiste en el equipamiento biológico con que nace todo ser humano, a partir del cual podrá posteriormente desarrollar su humanidad. La otra, llamada “carácter propio de la especie”, es adquirida por las relaciones que establecemos con las cosas y personas dentro del mundo social, se forma a partir de la experiencia social del individuo. La carencia de alguna de estas dos condiciones limita el desarrollo pleno del hombre.


Un caballo se desarrolla completamente como tal, tanto si crece en el monte como si lo hace entre los seres humanos; pero el hombre sólo puede completar su humanidad en el mundo social. Para adquirir la humanidad los individuos en desarrollo deben apropiarse del conjunto de relaciones con el mundo social que caracterizan lo humano. Y en el proceso de esta apropiación los sentimientos desempeñan un papel regulador, de acuerdo con la preservación y afirmación del individuo. 
 

En este proceso de apropiación del mundo entra en juego también la “voluntad” humana, particularmente en el desarrollo de la moralidad. La voluntad involucra también a los sentimientos de una manera muy peculiar.



La voluntad no es sino la concentración en orden a alcanzar un objetivo en el que estamos positivamente implicados, incluyendo la selección de los medios necesarios para conseguirlo.7



Para Heller hay una diferencia importante entre el querer, como un acto de la voluntad, y el mero desear. La voluntad no sólo se refiere a una implicación con un determinado objetivo, sino además con la necesidad de realizarlo, es decir, con un “deber” y con una “responsabilidad”. El deseo, en cambio, sólo nos liga al objeto deseado, sin deber ni responsabilidad.


Mediante la voluntad se vuelven figura ciertos sentimientos, mientras que otros se relegan al trasfondo de la conciencia. Heller pone el siguiente ejemplo: veo un botón que se cae y puedo querer coserlo. Para ello, relego al trasfondo que no me gusta hacer eso y preferiría hacer otra cosa; asimismo, convierto en figura que me avergonzaría si mi hijo fuese a la escuela faltándole un botón. 
 

Spinoza no emplea nunca el término “mundo” ni entra en detalles acerca de la relación mundo-ser humano, aunque sí menciona la conveniencia para el hombre de vivir bajo el cobijo de una sociedad, no sólo por la seguridad que reporta sino también porque en medio de ella cada individuo multiplica sus potencias mentales y físicas.


Respecto a la moralidad, Spinoza tampoco emplea términos como el deber, y funda lo bueno como lo que es útil al desarrollo humano. Para el filósofo holandés podría tomarse la alegría y la libertad como los criterios para el fomento de la moralidad en el individuo. La voluntad debe encaminarse hacia estos fines a través de un conocimiento adecuado de las pasiones humanas.






1 Heller, A. Teoría de los sentimientos. Ediciones Coyoacán. México. 1999. p, 17.

2 Ética, IV, Prop. 4, Corolario.

3 Heller, A. p, 22.

4 op. cit. p, 24.

5 Ética, II, Def. de cuerpos compuestos, postulado 5.

6 Ética, IV, Prop. 7.


7 Heller, A. p, 41.

viernes, 6 de febrero de 2015

La concepción hegeliana del saber filosófico


                                                         Federico Hegel

por Mauricio Enríquez 



Introducción
Uno de los textos hegelianos que aún en nuestros días sigue despertando interés es la Fenomenología del espíritu. De esta obra, el prólogo es considerado como uno de los textos filosóficos mejor realizados en la historia de la filosofía, donde se expone el carácter peculiar del conocimiento filosófico y sus diferencias con el de las ciencias particulares. En las líneas que siguen hago un somero análisis de dicho prólogo, con el fin de resaltar la concepción singular que tenía Hegel acerca del conocimiento propiamente filosófico.
            Divido el ensayo en tres secciones. En la primera explico la finalidad y la estructura de la Fenomenología, es decir, respondo a las cuestiones de qué es lo que se busca en ella y cuáles son las etapas o estadios por las que pasa la conciencia en su desarrollo; aunque esto último sólo de manera esquemática. En la segunda parte expongo una breve conceptualización de lo que Hegel llama Espíritu. Concepto clave en su filosofía, no sólo en sentido metafísico, sino también epistemológico. Por último, en la tercera sección se muestra la relación dada por Hegel entre el conocimiento científico ordinario y el conocimiento filosófico. Se refiere aquí al juicio especulativo como base de un nuevo tipo de lógica, propuesta por Hegel.
           
1. Finalidad y estructura de la Fenomenología del Espíritu.
Hegel escribe la Fenomenología con la finalidad de que sirva de introducción a su sistema filosófico. Pero como él mismo afirma, no puede haber ninguna propedéutica a la filosofía que no sea ya en sí misma una filosofía. Así es como esta obra viene a ser una exposición del proceso de desarrollo de la conciencia, partiendo del conocimiento de sentido común hasta llegar al saber absoluto. Viene a caracterizar a la filosofía como un saber de lo absoluto, del espíritu, y a delinear el método adecuado que nos posibilite tal aprehensión.
            La formación de la conciencia del individuo sigue un proceso análogo al de la historia del pensamiento en el mundo, expresado en la historia de la filosofía; pero, aquel individuo tiene también que atravesar de algún modo esta historia para elevarse a la cima del conocimiento absoluto. Por esto es que la Fenomenología, además de expresar de cierta manera la ontogénesis del individuo singular, es una filogénesis o exposición del desarrollo de la especie humana en sus diversos momentos históricos.

Friedrich Engels ha dado una orientación metodológica muy clara para la comprensión de la Fenomenología del espíritu. Dice de ella que “podría llamársele paralelo de la embriología y de la paleontología del espíritu, un desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como reproducción abreviada de los estadios recorridos históricamente por la conciencia de los hombres”.[1]

           Además de esto, hay que añadir que el desarrollo de un sistema filosófico que compendie el saber humano no es indiferente a la existencia misma: la verdad filosófica es inmanente a la existencia, no hay una distinción absoluta entre el saber filosófico en torno a un objeto y su vida o modo en que se manifiesta. Bajo esta peculiar forma de concebir a la verdad y a la existencia, la citada obra de Hegel da cuenta también del camino que debe seguirse en la investigación propiamente filosófica: el método dialéctico.
            De manera esquemática, el itinerario que sigue el desarrollo de la conciencia es el siguiente: 1) conciencia, 2) autoconciencia, 3) razón, 4) espíritu, 5) religión y 6) saber absoluto. Parte Hegel de la conciencia ingenua del sentido común, que sólo sabe dar cuenta de las cosas como algo dado e independiente respecto de ella, pero en su ulterior despliegue va apareciendo la autoconciencia, se va revelando que los objetos tienen como parte de su esencia a la conciencia misma. Hegel pretende demostrar que detrás del mundo estamos los sujetos, punto de partida epistemológico para una posible realización de la verdadera libertad humana. Si el mundo es hechura nuestra, debe estar bajo nuestra voluntad.

2. El concepto hegeliano de Espíritu.
En el prólogo de la Fenomenología, Hegel expresa que “todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto[2]. Es decir, que lo verdadero no debe ser entendido como algo fijo y pasivo, sino como algo en movimiento y actuante. Y, de esta idea clave del pensamiento hegeliano, emerge también el concepto de espíritu, como sujeto absoluto y determinante de la existencia de lo real.
            Por sustancia, Hegel parece concebir una especie de esencia inmutable, la cual no tiene cabida dentro de su sistema basado en la vida, el movimiento o el devenir. No es su filosofía una filosofía acerca de esencias fijas e inmutables, sino de lo vivo y activo que subyace todo lo existente. Y en esto me parece que tiene con Spinoza un punto en común, aunque paradójicamente este filósofo emplee el término “sustancia” para referirse al ser absoluto productivo. La sustancia spinozista es también sujeto, en tanto que su esencia es la actividad, aunque no sea un sujeto con características personales.
        El carácter activo del espíritu como sujeto absoluto se pone de manifiesto en su automovimiento, en el acto de desplegarse a través de sus determinaciones. Estas determinaciones son los momentos o etapas de su desarrollo. Así es que las determinaciones del espíritu, lo finito de la realidad, son necesarias para su desarrollo. Particularmente, el ser humano, cumple dentro de lo existente un papel decisivo en el desarrollo del espíritu. En nosotros, el espíritu se refleja a sí mismo, o, en palabras del propio Hegel: “La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor consigo mismo”[3]. El yo singular, así como en general todo lo singular, sirve al automovimiento del espíritu absoluto. Y son tres los momentos que Hegel destaca:

En sí aquella vida es, indudablemente, la igualdad no empañada y la unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacia un ser otro y la enajenación ni tampoco hacia la superación de esta. Pero este en sí es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello, del automovimiento de la forma en general.[4]
    
        El en sí es el primer momento del movimiento dialéctico del espíritu, y consiste en la universalidad abstracta, en una forma quieta de vida y de pensamiento, que no se manifiesta bajo ninguna determinación, bajo ninguna forma fenoménica. Pero también es un momento que pasan las cosas singulares, como el botón y el embrión son el en sí de la planta y del ser humano, respectivamente.
            El fuera de sí o ser otro constituye el segundo momento del desarrollo, en el cual el espíritu o sus determinaciones devienen en otro, salen de sí mismos, cambian; pero se trata de una transformación desde dentro, no ajena a la esencia propia de lo que había en un principio, sino producto propiamente de su actividad, de su automovimiento. El viejo Platón del Timeo parece expresar algo como esto, aunque bajo la forma del dualismo, cuando expone la creación del mundo realizada por el Demiurgo. A partir del Paradigma y la materia informe, el Demiurgo hace una copia del primero, lleva a las ideas fuera de su ámbito original a ser en otro. Sin embargo, para Platón se mantiene la separación entre mundo inteligible y mundo sensible. Con Hegel esto no puede ocurrir, ya que el devenir del espíritu es siempre inmanente, desde sí mismo, como un automovimiento; además de que no concibe lo material y lo inteligible como opuestos irreconciliables, sino más bien en unidad.
            Por último, el ser para sí reúne las diferencias en la identidad. Lo verdadero es el todo, pero éste último es aquello que se completa mediante su desarrollo. La esencia del espíritu (su verdad) se confirma a través de la manifestación de su desarrollo en las cosas, en el mundo.
            Estos tres momentos del desarrollo, aplicables tanto a las cosas singulares como al espíritu absoluto, corresponden en cuanto del espíritu se trata con: 1) la idea en sí (logos), estudiada por la lógica; 2) la idea fuera de sí (phisis), estudiada por la filosofía de la naturaleza y 3) la idea para sí (espíritu), estudiada por la filosofía del espíritu[5].

3. El saber filosófico.
Resulta muy elocuente la descripción que en el prólogo de la Fenomenología hace Hegel del conocimiento matemático (e, implícitamente, de toda ciencia particular) frente al conocimiento verdaderamente filosófico. Afirma que la verdad expresada en un verdadero sistema científico no puede ser aprehendida en la proposición común y corriente, lo cual hacen todas las ciencias particulares, incluyendo la matemática. En sus juicios hacen una simple relación entre dos conceptos, sujeto y predicado, donde este último atribuye exteriormente una cualidad a un sujeto fijo, inactivo. Por otro lado, la demostración lógica, tan común en la matemática es siempre también una operación exterior: “el movimiento de la demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una operación exterior a la cosa”[6]. Este modo de proceder en el pensar es característico del sentido común, por lo que el filósofo alemán ubica a las ciencias particulares como actividades que no rebasan el uso vulgar del pensamiento. 

No es difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir fundamentos en pro de él y refutar también por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede aparecer la verdad. La verdad es el movimiento de ella en ella misma, y aquel método, por el contrario, el conocimiento exterior a la materia. Por eso es peculiar a la matemática y se le debe dejar a ella, ya que la matemática, como hemos observado, tiene por principio la relación aconceptual de la magnitud y por materia el espacio muerto, y lo uno igualmente muerto.[7]
         
        El espacio y lo uno, muertos, porque la matemática los concibe como cosas fijas; porque no es a partir de ellos mismos que se revela en la matemática su esencia, su concepto, por lo que también se dice de esta ciencia que en realidad indaga acerca de relaciones “aconceptuales”. Sólo el conocimiento filosófico puede tener, según Hegel, la cualidad de exponer la verdad o esencia de las cosas en su misma vida o desarrollo. La filosofía, en comparación con las ciencias particulares, es una Ciencia de lo espiritual en el mundo, es decir, de lo que está incondicionado y que es principio fundamental de toda forma de realidad.
            Esta consideración reflexiva de los objetos exige una nueva forma de discurso, un nuevo tipo de juicio, que se salga de esa forma característica al pensamiento natural, como mera relación exterior entre un sujeto y un predicado. Tenemos entonces lo que Hegel denomina el “juicio especulativo” en que se apoya una “filosofía especulativa”.

El juicio especulativo no tiene un sujeto pasivo y estable. El sujeto es activo y se desarrolla a sí mismo en sus predicados. Los predicados son distintas formas de la existencia del sujeto. O, para decirlo de otra manera, lo que sucede es que este sujeto se «derrumba» (geht zu Grunde) y se convierte en predicado.[8]
   
         De esta forma, el juicio especulativo intenta expresar la vida inherente al sujeto que se describe en la proposición. Como si el sujeto se convirtiera en el predicado. Esto subvierte el carácter general del juicio en la lógica tradicional, que concibe a sus elementos como conceptos fijos. Pero la verdad, que es el objetivo último de la reflexión filosófica, no puede alcanzarse en una sola proposición, sino en el sistema, donde diversos juicios especulativos se desplazan unos a otros[9]. La misma dinámica de la realidad, que el pensador alemán veía, queda manifiesta también en la lógica de su discurso filosófico.
            Hegel hace una analogía entre esta contradicción del juicio tradicional y el especulativo y la armonía inherente al ritmo de un poema. Éste se construye, como es sabido, gracias a la combinación de dos elementos: la métrica y el acento. De la armonía o equilibrio entre ambos surge el ritmo.

Este conflicto entre la forma de una proposición en general y la unidad del concepto que la destruye es análogo al que media en el ritmo entre el metro y el acento. El ritmo es la resultante del equilibrio y la conjunción de ambos. También en la proposición filosófica vemos que la identidad del sujeto y el predicado no debe destruir la diferencia entre ellos, que la forma de la proposición expresa, sino que su unidad debe brotar como una armonía.[10]

            El juicio especulativo representa, así, el ritmo propio del pensamiento verdadero, el que sigue el desarrollo inmanente de los objetos que describe o conoce.

4. Conclusiones.
El objetivo de la Fenomenología del espíritu es la exposición del desarrollo propio de la conciencia humana, hasta alcanzar la verdad del saber absoluto. Esta tarea, por otra parte, es concebida por Hegel como una apropiación del legado histórico-cultural por parte de los individuos de las sociedades presentes. Y el significado que entraña tal interiorización no se queda en la mera erudición, sino en la posibilidad de la realización de una libertad cada vez más creciente de los individuos. El conocimiento debe traducirse en una praxis transformadora, por medio de la cual se muestre que el mundo es, esencialmente, sujeto, una expresión de la voluntad humana.
            Tras esta intención hegeliana de alcanzar la verdad se encuentra, además, el concepto de espíritu, concebido fundamentalmente como sujeto, como ser activo. La verdad consiste en develar el rostro verdadero que se esconde tras las diversas manifestaciones de las cosas y, por ello, es preciso verlas en ese mismo movimiento vital. Y, esta parece ser ya una condición metodológica para la investigación de la verdad, derivada de la categoría fundamental de espíritu: el pensamiento, para ser correcto, debe reflejar el devenir inmanente del espíritu (como sujeto absoluto) y de sus determinaciones (modos, cosas singulares).
            Para conseguir tal reflejo de la vida en el discurso filosófico, se requiere también un nuevo tipo de juicio, e incluso, con ello, una nueva lógica que vaya más lejos que la lógica tradicional. Ésta última concibe el juicio como una relación fija entre dos nociones, que son el sujeto y el predicado. Pero en la realidad, las cosas rebasan siempre lo que se halla expresado en este tipo de juicios, porque su esencia verdadera se revela en el cambio. Es así que Hegel propone el juicio especulativo como el medio más apropiado para captar la verdad, en su articulación dentro de un sistema.
            He aquí en líneas muy generales algunos aspectos destacados de la Fenomenología, sobre todo, aspectos relativos a su teoría del conocimiento. Se ha visto, sin embargo, la estrecha relación que tal teoría del conocimiento guarda con otros aspectos como la historia, la ética, la política, etc., cuando se habla de la libertad a que conduce el desarrollo de la conciencia. Por esto es, en realidad, como una exposición preliminar de su sistema.








5. Bibliografía.

1. Fernández García, E. "Hegel ante Spinoza: un reto”. Logos. Anales del Seminario de Metafísica [Online], Número 16 (1 enero 1981).
2. Gogol, E. El concepto del otro en la liberación latinoamericana. Casa Juan Pablos. México. 2006.
3. Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. FCE. México. 1966.
4. Lukács, G. El joven Hegel. Grijalbo. México. 1970.
5. Marcuse, H. Razón y revolución. Altaya. Barcelona. 1994.
6. Reale, G.; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico, tomo 3. Herder. Barcelona. 1992.
7. Sánchez Vázquez, A. Filosofía de la praxis. Siglo XXI. México. 2003.



                                                       






[1] Lukács, G. El joven Hegel. Grijalbo. México. 1970. p. 454.
[2] Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. FCE. México. 1966. p. 15.
[3] Op. Cit. p. 16.
[4] Ídem.
[5] Cfr.  Reale, G.; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico, tomo 3. Herder. Barcelona. 1992. p. 108.
[6] Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. p. 29.
[7] Op. Cit. p. 33.
[8] Marcuse, H. Razón y revolución. Altaya. Barcelona. 1994. p. 104.
[9] Cf. Marcuse, H. Razón y revolución. p. 105.
[10] Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. p. 41.

miércoles, 31 de diciembre de 2014

¿Fin de la Modernidad?




por Mauricio Enríquez



Por Postmodernidad suele entenderse el modo de cultura que surge en occidente desde principios del siglo XX y que conjunta diversos cambios en la economía, política, arte, ética, etc. Como su nombre lo indica, se pretende que la postmodernidad, además de seguir cronológicamente a la era moderna, en cierto modo también significa algo mejor o preferible. Se habla del fin de la modernidad como un acontecimiento trascendente. Y lo sería, si fuera cierto que la postmodernidad realmente es la superación de la modernidad. 

A continuación hago un análisis comparativo de la modernidad y lo que hoy día se denomina postmodernidad. De la consideración de las características de ambos intentaré deducir si corresponden a modos de cultura esencialmente distintos o si de alguna forma son lo mismo. 


¿Qué es la Modernidad?

Para indagar acerca de las causas posibles del supuesto derrumbamiento de una época con el advenimiento de otra, es necesario tener en claro primeramente las características esenciales de dicha época. En este caso es pertinente preguntarse qué es la Modernidad, para después contrastarla con las características de lo que viene a llamarse Postmodernidad. Entonces, del cotejo de semejanzas y diferencias, cuestionar si realmente corresponden con mundos o culturas esencialmente diferentes.

De acuerdo con Anthony Giddens, una primera aproximación al concepto de la modernidad:


Se refiere a los modos de vida u organización social que surgieron en Europa desde alrededor del siglo XVII en adelante y cuya influencia, posteriormente, los han convertido en más o menos mundiales.1


Estos modos de vida se distinguen radicalmente de las formas pre-modernas en tres aspectos. Primero, en cuanto al ritmo de cambio, tanto en la producción, como en las relaciones sociales o instituciones. Segundo, en cuanto al ámbito de cambio, que no se limita a lo local, sino que tiende a realizarse a una escala global, merced a las interconexiones creadas en esta época. Por último, se diferencian radicalmente de las instituciones tradicionales, principalmente en las políticas y económicas, como los estados-nación y el trabajo asalariado.2

Por las características mencionadas y el momento histórico en que se presentan, se puede ver la conexión que la Modernidad guarda con lo que denominamos Capitalismo. Sería un error, sin embargo, querer equiparar ambas nociones. Bolívar Echeverría hace la distinción diciendo que mientras la modernidad corresponde a una “forma histórica de totalización de la vida humana”, el capitalismo no es más que “un modo de reproducción de la vida económica”3. Esto significa que el capitalismo es una parte de la modernidad, y que esta última engloba el conjunto total de las actividades humanas. No obstante, el capitalismo como modo de producción económica puede ser un centro de influencia decisivo sobre la modernidad, e imponerle las formas que le sean propias.

Esto último se debe al rol que han desempeñado siempre los modos de producción económica en la historia de las culturas, como una base que posibilita y delimita la generación de la superestructura ideológica. La moral, las ideas religiosas y estéticas, las costumbres, etc.; todos los proyectos de la existencia humana que buscan crear sentido y valores, se hacen sobre la base del trabajo productivo. Pero con el capitalismo, esta influencia económica en la cultura se potencia radicalmente, produciéndose lo que ya se ha mencionado respecto a la rapidez de los cambios y su extensión a escala global. Esto ha hecho de la modernidad, sin temor a equivocarse, un modo de cultura universal.

Siguiendo a Bolívar Echeverría, podemos distinguir cinco rasgos característicos de la vida moderna4: 1) el humanismo, 2) el racionalismo, 3) el progresismo, 4) el individualismo y 5) el economicismo. El primero consiste en el afán humano de supeditar la existencia misma de la Naturaleza a la esencia del Hombre: humanizar la naturaleza. Aunque tal humanización encierra en sí cierta violencia, no sólo por la técnica, que constituye el instrumento intelectual que sirve para transformar en nuestro favor a la naturaleza, sino también por la política, con la cual se establece el dominio sobre lo Otro en el campo social. La naturaleza es lo Otro del ser humano, lo que le es extraño, ajeno a su propia esencia, y busca emanciparse de ella dominándola con la ciencia y la técnica; pero ella también se expresa en la individualidad humana en el cuerpo, en el instinto del hombre, que también debe ser dominado, a través de la educación y la política.

Algo que es clave para esta dominación de lo Otro natural y social es el conocimiento racional. Bacon y Descartes en el siglo XVII expresan este pensamiento de dominación de la naturaleza y el instinto a través del conocimiento proporcionado por la ciencia moderna: la razón instrumental. Es evidente la influencia que estos pensadores (junto a otros que son posteriores, pero de la misma línea) han tenido en la conformación de la cultura moderna, así como la marginación de su contraparte, representada por aquellos pensadores que han vindicado al cuerpo como agente creador de cultura. Entre estos pensadores, defensores de una modernidad alternativa, aun no realizada, podemos contar a Spinoza, Shopenhauer, Nietzsche y Freud, entre otros.

Otro de los rasgos distintivos de la modernidad es su economicismo, entendido como la supeditación de la vida política a la vida civil; más que nada al aspecto económico de esta última. El Estado funge como un mero instrumento de la clase burguesa para facilitar su crecimiento y dominio económico, ya no sólo dentro de los límites nacionales, sino a escala internacional. Pero no sólo la esfera cultural de la política se ve alterada, desvirtuada respecto a su verdadera función, por la influencia económica, sino que también otros ámbitos, como el arte, pierden la peculiaridad de valor que representan y se ven tripulados por un mero interés económico. En fin, todas las actividades dentro de la cultura moderna capitalista tienden a pasar a la esfera del comercio, tienden a convertirse en meras mercancías. 
 
El individualismo que caracteriza a la modernidad capitalista también se fundamenta en el economicismo ya mencionado. Este individualismo consiste en privilegiar la constitución de la identidad individual a partir de la participación que tiene la persona en la actividad económica, es decir, como propietario privado, ya sea en el mero consumo de mercancías (sujeto consumidor) o en su producción (capitalista). Tanto el sujeto consumidor como el capitalista carecen de una consciencia del valor primordial de lo colectivo. 
 
Por último, Echeverría define el progresismo de la siguiente manera:


Dos procesos coincidentes pero de sentido contrapuesto constituyen siempre a la transformación histórica: el proceso de in-novación o de sustitución de lo viejo por lo nuevo y el proceso de re-novación o restauración de lo viejo como nuevo. El progresismo consiste en la afirmación de un modo histórico en el cual, de estos dos procesos, el primero prevalece y domina sobre el segundo.5


La modernidad capitalista tiene una capacidad inusitada de transformación, lo mismo de la naturaleza que de los valores culturales o de las instituciones sociales. Marx y Engels enfatizan esta capacidad del capitalismo en su Manifiesto del Partido Comunista:


Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas, las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse.6


En esta condición, el tiempo es experimentado primordialmente como futuro, pues el presente se encuentra siempre en constante disipación. Y en el futuro se encuentra siempre lo mejor; los cambios efectuados significan siempre un perfeccionamiento de lo anterior. Se supone siempre un ascenso progresivo hacia la excelencia. Pero este proceso no está dirigido por las personas, sino por la propia producción, que más que responder a las necesidades, las crea, acentuando la enajenación humana. 
 
De acuerdo con esta enumeración descriptiva de los rasgos característicos de la modernidad capitalista, se pueden hacer objeciones válidas a la modernidad misma; señalamientos que apuntan directamente a la esencia del capitalismo; síntomas de una enfermedad progresiva que aun no se manifiestan en los orígenes del capitalismo, pero que conforme este se va desarrollando desde la manufactura, pasando por la revolución industrial, hasta nuestros días, van saliendo a la superficie reclamando al hombre un remedio adecuado y, tal vez, definitivo.

Vale la pena hacer explícitas dichas objeciones a la modernidad capitalista y ver su vínculo con lo que hoy se caracteriza como la postmodernidad. Entonces podremos plantearnos las preguntas: ¿es la postmodernidad algo distinto de la modernidad? ¿A qué causas obedece su aparición histórica?


La Postmodernidad.
Las críticas al capitalismo se fundamentan todas, en cierto modo, en la que se refiere a su postura ontológica: la que expresa el dualismo metafísico de mente y cuerpo. De aquí se deriva que el modelo de orden (cosmos) para el ser humano reside en la mente, en la racionalidad. Así mismo, se deriva también su rasgo humanista, al considerar ese cosmos como un “imperio dentro de otro imperio”, como escribe Spinoza:


Parecen concebir al hombre en la naturaleza como un imperio en un imperio, puesto que creen que el hombre, más que seguir el orden de la naturaleza, lo perturba, y que tiene un poder absoluto sobre sus acciones, y sólo por sí mismo y no por otra cosa es determinado.7


Lo cierto es que resulta dudoso que ese cosmos humano sea fruto de un poder libre de la pura mente racional, al margen del cuerpo; además, que la tiranía que esta razón instrumental ha ejercido sobre la naturaleza tiene ya sus consecuencias, de las cuales no podemos escapar nosotros mismos. Ahora estamos en condiciones de objetar el conocimiento racional que ha fallado en el conocimiento de nosotros mismos como parte de la naturaleza.

Como consecuencia de las actuales catástrofes ecológicas y del fracaso de las teorías sociales en la pacificación y verdadero progreso humano, hoy día se desplaza a la racionalidad y se asumen en su lugar otras formas de entendimiento del mundo:


La condición de postmodernidad (según Lyotard) se distingue por una especie de desvanecimiento de “la gran narrativa” -la “línea de relato” englobadora mediante la cual se nos coloca en la historia cual seres que poseen un pasado determinado y un futuro predecible. La visión postmoderna contempla una pluralidad de heterogéneas pretensiones al conocimiento, entre las cuales la ciencia no posee el lugar privilegiado.8


El fracaso de esos grandes relatos revela la debilidad de las ciencias sociales y humanas en sus propuestas teóricas de una mejor sociedad. Tal fracaso se pone de manifiesto primordialmente a través de las guerras “mundiales” y la falta de democracia o mucha explotación al interior de los países. No es casual que se considere al evento de la primera gran guerra, a principios del siglo pasado, como el momento que pone fin a la modernidad y abre paso a la postmodernidad: significó el desencanto respecto de la racionalidad moderna. Además, coincide con la llamada “era postindustrial”, caracterizada por el predominio de la actividad económica de los servicios, así como el papel clave de los mass media (y, posteriormente, el conocimiento, en lo que se ha denominado “sociedades del conocimiento”) en la economía. 
 
No obstante que el conocimiento constituye en las sociedades postindustriales la clave de la riqueza, ésta sigue aun las pautas que la producción material le impone. Con obreros o automatizada, sin producción material no hay riqueza. Igualmente, la explotación económica del trabajo humano, simplemente, ha desplazado su centro de gravedad hacia el sector de los servicios: ya no hay, quizás, una clase obrera, pero sigue habiendo trabajo asalariado.

En el ámbito de lo estético, este espíritu postmoderno no podía dejar de tener su influencia, transmutando la concepción clásica del arte. Ya no se verá más a la obra de arte como un medio para educar a los espectadores o inculcarles ciertos fines; ahora, el arte no tiene más finalidad que el arte mismo. Igualmente, hay una cierta relajación en cuanto a las reglas que han de seguirse en la creación estética: “El artista y el escritor trabajan sin reglas y para establecer las reglas de aquello que habrá sido hecho9.

Los artistas postmodernos buscan la expresión de su personalidad a través de la mixtura de una multiplicidad de formas estéticas, nuevas o ya existentes, del pasado o del presente, por lo que pueden ser catalogados como eclécticos. Y si se trata de un buen arte posmoderno, buscará dar cuenta de una verdad (aletheia, en un sentido heideggeriano) que subyace a la realidad y que constituye, sin embargo, lo real. La obra de arte es el espacio en que se opera la apertura de lo real, quizás, como Heidegger explica en su libro El origen de la obra de arte, a través de la desgarradura de una lucha entre mundo y tierra10; tal vez, en la lucha entre instinto y civilización en el propio artista.

Pero, al igual que otras esferas de la vida cultural, el arte no ha escapado de la venalidad característica de nuestro tiempo. Lyotard lo señala:


La investigación artística y literaria está doblemente amenazada por la “política cultural” y por el mercado del arte y del libro.11


Las grandes inversiones que se hacen en el arte ha provocado que los artistas piensen menos en la creación de valor estético, y ha cambiado la forma en que los espectadores experimentan la obra:


El museo ha adoptado las estrategias de los medios masivos, con énfasis en el espectáculo, el culto de la famosa obra maestra, el arte percibido a través de las lentes de las cámaras. Pero lo que ganó al incrementar el público, lo perdió en términos de libertad de acceso, y disponibilidad de la mente y la mirada.12


Junto a esta popularización acrítica del arte en los museos, en las subastas se pierde de vista el valor artístico de las obras para atender el valor monetario. Entonces, lo que en realidad sólo es una obra de mediano valor estético, puede llegar a ser catalogada como obra maestra sólo por la influencia de los medios masivos o por el precio a que la compran los coleccionistas multimillonarios. 
 
En el ámbito ético, la postmodernidad nos da cuenta de un abandono de la ética kantiana, fundada en el deber establecido autónoma y racionalmente. La ética postmoderna, pues, rechaza a la ética ilustrada, remplazándola por una ética acomodaticia e individualista, hedonista, pero no en el sentido epicúreo, sino más bien protagoriano, donde “el hombre es la medida de todas las cosas”. Este relativismo (por no decir “nihilismo”) ético, donde lo bueno y lo malo depende de cada interpretación, queda expresado dramáticamente en Los hermanos Karamazov, la novela de Dostoievski, cuando Gregorio Karamazov afirma:


Pero, ¿qué será de los hombres entonces - le pregunté - sin un Dios y sin vida inmortal? Se permitirá todo, ¿van a poder hacer lo que quieran?


Pero este Dios al que se refiere Dostoievski no puede ser ya remplazado por la Razón humana, como en la ilustración, sino que se lleva consigo a dicha Razón. Lo único que le queda al hombre como modelo a seguir es, quizás, un tipo de intuición basada en la naturaleza del yo corporal, sin pretensiones de universalidad ni necesidad absoluta. La esfera de la ética, al igual que otros campos de lo humano, queda fragmentada por un relativismo epistemológico. 
 

Conclusiones.

Desde el punto de vista filosófico, la postmodernidad puede bien representar un giro importante en la manera de concebir al ser humano y la naturaleza. No obstante, algunos de quienes representan esta nueva forma de pensar, retoman o replantean ideas de filósofos modernos que han sido marginados (si no de la historia de la filosofía, sí del proyecto concreto de la cultura occidental) o malinterpretados13. Otros, como Husserl o Heidegger, ofrecen una solución al dualismo moderno entre el mundo y la conciencia, presuntamente, sin el apoyo de nadie. 
 
En el campo económico y político, en cambio, lo que actualmente vivimos no es esencialmente distinto de la modernidad capitalista, sino una consecuencia obligada de ella. La era postindustrial sigue siendo capitalista. La producción material sigue estando a la base de la riqueza, aunque el trabajo humano predomine en los servicios, o en el trabajo mental. Éste último, además, sigue siendo un trabajo asalariado, no libre sino explotado. Por otra parte, como en los orígenes del capitalismo, hoy día se quiere limitar las funciones del estado en la regulación económica. ¿En qué trascienden, entonces, la política y la economía actuales (el llamado neoliberalismo) al capitalismo moderno? En realidad, son una fase más de su evolución.

Por lo que respecta a la esfera ética, se puede decir que su abandono actual es producto de que los sistemas éticos tradicionales (el aristotélico o el kantiano, por mencionar dos ejemplos) no logran efectuarse adecuadamente, dejando pendientes sus fines de autonomía y bien común. La ética racionalista moderna resulta inadecuada en el sistema económico actual, que condiciona a las personas a ser consumidores y empleados individualistas, únicamente preocupados por la “vida buena” del confort. 
 
Pero en la base de este cambio en los valores éticos, como también en los estéticos, sigue estando el modo de vida económico en que nos desenvolvemos, valga la reiteración: el capitalismo moderno. El cual vive ahora una nueva fase en su desarrollo, pero sigue siendo moderno. Cambiarle de nombre por Postmodernidad no cambia su esencia, ni significa que debamos confundirlo con otro modo de vida, radicalmente distinto. En realidad, sigue planteándonos los mismos problemas del capitalismo, incluso acentuados.






Bibliografía.
1. Echeverría, B. Las ilusiones de la modernidad. UNAM. México. 1995.
2. Giddens, A. Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial. Madrid. 1997.
3. Heidegger, M. Arte y Poesía. FCE. México. 2006.
4. Lyotard, J.F. La Postmodernidad (explicada a los niños). Gedisa. Barcelona. 1987.
5. Marx, C.; Engels, F. Manifiesto del Partido Comunista. Ed. Progreso. Moscú. 1985.
6. Spinoza, B. Ética. Trotta. Barcelona. 2005.


1 Giddens, A. Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial. Madrid. 1997. p. 15.
2 Cfr. Giddens, A. Consecuencias de la modernidad. p. 19.
3 Cfr. Echeverría, B. Las ilusiones de la modernidad. UNAM. México. 1995. p. 138.
4 Cfr. Echeverría, B. Las ilusiones de la modernidad. pp. 149-156.
5 Op. Cit. p. 151.
6 Marx, C.; Engels, F. Manifiesto del Partido Comunista. Ed. Progreso. Moscú. 1985. p. 39.
7 Spinoza, B. Ética. Trotta. Barcelona. 2005. p. 125.
8 Giddens, A. Consecuencias de la modernidad. p. 16.
9 Lyotard, J. F. La Postmodernidad (explicada a los niños). Gedisa. Barcelona. 1987. p. 25.
10 Cfr. Heidegger, M. Arte y Poesía. FCE. México. 2006. pp. 62-63.
11 Lyotard, J. F. La Postmodernidad (explicada a los niños). p. 18.
12 Robert Hughes, en el documental La maldición de la Mona Lisa. Este enlace conduce al primero de seis videos: http://www.youtube.com/watch?v=9KgOZaQK4Hg
13 Como Spinoza y Marx, respectivamente.