domingo, 5 de mayo de 2013

El despertar del mal



por Mauricio Enríquez
Mi nombre es Tristán, y escribo esta historia en medio de la locura (recluido en un manicomio desde hace cinco años), como un fiel testimonio de mi desgracia. Y aunque lo que aquí me trajo ocurrió hace cinco años, sé que debo empezar mi relato por los días de mi temprana niñez, o más allá, en la inconsciente infancia, si me fuera posible recordarla. Porque el espíritu que ahora quiero describir ha existido desde el origen mismo de la raza humana.


Como tantos otros niños, fui objeto de múltiples abusos físicos y psicológicos por parte de algunos adultos. Les reprocho a mis padres no haberme cuidado lo suficiente. Asimismo, denuncio a la sociedad entera por engendrar esos monstruos que fueron mis explotadores. Porque, debido a su pernicioso influjo, mi carácter adoptó una actitud huraña ante las personas ajenas a mi círculo familiar. Carecí completamente de amigos, en la escuela y fuera de ella. Mis padres eran mis únicos amigos, mi única fuente de humanidad.


Con mis hermanos menores me comportaba como un tirano, llegando a veces a la violencia física, además de la psicológica, que era constante. En contraste, fuera de mi casa me convertí en defensor de los débiles: de las niñas de mi clase que eran hostigadas por mis compañeros, de los animales (o incluso plantas) que eran maltratados, entre otras acciones. Fui el paladín de los débiles y explotados, adquiriendo el mote de “el boxeador” entre los demás escolares.


La primera herida amorosa la sentí a los once años, en el último grado de la escuela primaria. No sé si fue por emular a mis compañeros que enfocaban sus miradas hacia ella y me decían: “¡Ve qué buena se ha puesto!”, después de lo cual ella volteaba a vernos como si nos hubiera escuchado; o fue que ellos sabían que yo le gustaba, y me invitaban a quererla también. El caso es que me enamoré de ella con un amor pusilánime. Me limitaba a verla a la distancia, ardiendo en el deseo de recorrer la fina curvatura de su cuerpo con mis manos; considerándome afortunado de recibir solamente una mirada de sus grandes ojos nocturnos.


En el último festejo del “Día del niño” que tuvimos, otro mocito tuvo el valor de invitarla a ser su pareja en el baile de graduación. Siempre había sido mi rival con ella. Desde entonces, en medio de ese extraño dolor que a penas conocía, entendí que la rivalidad amorosa es una maldición eterna e implacable. Siempre habrá otro acechando o en posesión efectiva de la mujer deseada.


De esta manera se había desenvuelto mi niñez, sin tener plena consciencia que detrás de todas mis actitudes estaba un miedo profundo, olvidado, cuya génesis se hallaba en aquellas primeras vivencias de humillación.


***


Al paso de los años, cuando inicié mis estudios de bachillerato, tuve que cambiar de ambiente. Mis padres me enviaron a la capital, por lo que me busqué un techo donde pasarla.


Encontré disponible un cuarto en una casa grande, cuya dueña era una viuda enferma. Además de mí, Doña Bárbara tenía otros tres inquilinos. A sus sesenta años era todavía una mujer de carácter duro, aunque amable, a veces irónico.

-Joven Tristán –solía decirme-, deje ya esa patética timidez. Aquí, ¡el que no habla se friega!


Mi habitación se hallaba en la azotea, adonde los demás huéspedes subían a lavar su ropa. E inevitablemente pasaban por mi cuarto. Doña Bárbara me había advertido de este pequeño inconveniente que, sin embargo, acepté.


La casa era algo vieja, con muchos pasillos y habitaciones. Pero los pasillos y lugares públicos como la sala de estar, la biblioteca, la cocina, el patio y el jardín, estaban permanentemente vigilados por cámaras de seguridad. Igual el cuarto de la señora. Sólo las habitaciones de los inquilinos y los baños estaban fuera de esa vigilancia.


Los fines de semana, durante el día, eran idóneos para hacer mis labores escolares en mi modesto cuarto. Aunque muchos de esos días, sobre todo los domingos, acostumbraba salir a pasear por los parques y plazas de la ciudad. Y en las noches, generalmente frescas, rara vez me era difícil conciliar el sueño. Pero cuando esto ocurría, constataba lo que contaban los otros huéspedes, acerca de ciertos ruidos que se oían en las paredes.


-Sí, parece que es la tubería –les dije-. Debe estar muy deteriorada.


Esos eventos fácilmente explicables no significaban para mí preocupación alguna, como otro que me ocurrió. Desperté en medio de la noche sintiendo un miedo glacial en todo el cuerpo y sin poder moverme. El terror sólo me permitía mover los ojos. Mi respiración era agitada, al igual que mi ritmo cardiaco. A mi derecha, como a dos metros de mis pies, estaba la puerta de salida a la azotea. Mi campo visual no me alcanzaba para verla, pero sentía cómo desde allí se propagaban hacia mí una especie de corrientes etéreas que al tocarme daban la sensación de miedo. Y sabía que desde allí me miraba alguien… ¡Era el Diablo! Eso pensé, a pesar de que no creía en él… Pero sabía que sólo el Diablo podía causar ese miedo tan profundo. De pronto, la habitación se fue llenando de la fragancia del sexo femenino, y mi cuerpo se empezó a liberar, poco a poco, hasta que pude levantarme de la cama.


Tardé en volver a dormir y, al amanecer se volvió a trastornar mi espíritu al reparar en que me hallaba acostado en una posición inversa: con los pies en la cabecera de la cama. A pesar del miedo que me producían estos extraños hechos, no se los platiqué a nadie en la casa.


***


Varios meses después de haber iniciado las clases de la prepa organizamos en nuestro grupo un intercambio de regalos. Recuerdo que lo realizamos un viernes en la ribera del río Culiacán. Y me sirvió de pretexto para acercarme a una muchacha que me venía gustando.

 


-¡Gracias! ¡Qué bonito! –exclamó Eve, al recibir el oso de peluche que le obsequié.


Aproveché el momento para charlar con ella, sentados sobre la hierba fresca y contemplando el paso del río, que por momentos llevaba sobre sí algunas ramas secas de los árboles.


-¿Estás a gusto donde vives ahora? ¿No extrañas tu casa, a tus padres? –me preguntó, como para romper el hielo.


-A veces sí, pero ya me estoy acostumbrando… y, sobre la casa, no me puedo quejar. Lo único es que…


-¿Qué? –inquirió Eve, mirándome con curiosidad. Y entonces le conté lo que ya me había ocurrido varias veces por las noches, omitiendo de mi relato, por pudor, lo del olor a sexo femenino.


-¡Ah!... Dicen que eso pasa cuando un fantasma se relaciona con uno… sexualmente.


-Pero yo no vi ningún fantasma. Además, el Diablo, que tampoco lo vi, ni es un fantasma ni tampoco creo que quisiera sexo conmigo…


-Pero, ¿por qué crees que no te podías mover? Era un fantasma encima de ti. ¿No escuchaste algún gemido? ¿Percibiste algún olor u otra sensación?


-¡No!


Aunque Eve era la primera persona de quien recibía semejante explicación (era, en realidad, la primera a quien se lo confiaba), nada de lo que me dijo me sorprendió. Como si de algún modo ya lo supiera. Pero, más que el hipotético fantasma, me preocupaba el Diablo, acechándome para destruirme si ninguna justificación, salvo la de ser esa su naturaleza: destruir. 


***


Ese fin de semana se distinguió por la ausencia de Doña Bárbara, que fue a Mazatlán a visitar a uno de sus hijos por un par de días. Pero llegó el domingo y no se tenía noticia de ella.


-No la he visto desde el jueves por la noche. Ni siquiera vi a qué hora se fue el viernes –dijo en un tono preocupado uno de los inquilinos.


-Debe estarla pasando bien… No tiene mucha prisa por volver –replicó otro.


El lunes, volviendo de la escuela, miré un vehículo de la policía afuera de la casa. Un agente estaba interrogando a los huéspedes.


-¿Qué pasa? –pregunté al llegar con mis vecinos de cuarto.


-Doña Bárbara, Tristán… La asesinaron… -me dijo uno de ellos, mientras el agente indagaba con una fría mirada mis reacciones.


-¿Cómo? ¿Dónde?


-¡Aquí mismo! Estaba oculta en el armario... Hasta que empezó a heder nos dimos cuenta… ¡Es horrible!


No podía creer semejante atrocidad. Los hijos de Doña Bárbara lucían desconsolados y amenazantes a la vez, porque nosotros, quienes compartíamos la casa con su madre éramos los primeros en la lista de sospechosos. Pero, ¿qué motivo podíamos tener? El trato con la señora siempre había sido respetuoso, no faltaba dinero ni joyas, además de que todos permanecíamos en la casa. Entonces cruzó por mi mente una imagen que me estremeció. Habría quizás un intruso, un inquilino que pasaba desapercibido.


La policía no pudo hallar el arma homicida, ni una huella, ni el video de seguridad que el asesino debió robarse. No obstante, todos los huéspedes éramos sospechosos. Y cuando se me ocurrió mencionar lo del Diablo me empezaron a ver con un interés especial.


***


Dormí plácidamente por varios días, sin las visitas recurrentes del Diablo. Pero una mañana me despertó la voz de los agentes de policía en mi recámara: 

 


-Tristán, acompáñenos a la delegación. Está usted detenido.


Y me llevaron allí, acusado del asesinato de Doña Bárbara, sin poder entenderlo. Juraba no ser el asesino, y no cedía ante sus incitaciones a que confesara mi supuesto crimen. Entonces fue cuando encendieron el monitor de una T.V. y me hicieron ver un video.


-¿No dirás, ahora, que el que aparece allí no eres tú?


Era yo, u otro muy parecido a mí, no lo sé… Y seguí negando haber hecho lo que veía en la grabación. Había bajado en la madrugada desde mi cuarto hacia la cocina, donde tomé un cuchillo; llevaba puestos ya unos guantes de látex.  Después subí al cuarto de la señora y la miré dormir por unos segundos, hasta que al oprimir su boca con mi mano izquierda y asestar las primeras cuchilladas con la derecha, Doña Bárbara abrió sus ojos de espanto y dolor, mirándome con una interrogación que ya nunca tendría respuesta.


Estaba atónito, con una angustia que me desbordaba el alma, como si yo mismo hubiera sido el acuchillado. No era posible tanta saña y tanta frialdad. Porque después de semejante acción sobre una persona, me dispuse tranquilamente a limpiar la escena del crimen y esconder el cadáver. Me vi entrar al baño para lavar meticulosamente el cuchillo ensangrentado y tirar los guantes por el retrete. Finalmente, estaba en la biblioteca, el centro de control de las cámaras de seguridad. Eché una mirada hacia la cámara, el silencioso testigo de mi barbarie, y recogí la última prueba de mi delito.


Seguí negando mi crimen. Dije que el video había sido editado para inculparme. Los agentes se vieron entre sí con enfado y soltaron un ligero suspiro. Entonces llamaron a alguien que se hallaba tras una puerta.


-Señorita, salga, por favor.


Y miré salir a Eve, con el osito de peluche que le había regalado en sus manos. Sus ojos estaban algo enrojecidos, como si hubiera llorado, y al verme empezó a hacerlo copiosamente.


-Esta muchacha dice que tú le regalaste el muñeco, ¿es cierto?


-Sí.


-Pues, dentro del muñeco se encontraron los discos del video de vigilancia. ¿Niegas haberlos puesto allí tú mismo?


Sentí que mi consciencia se internaba en una espesa bruma para siempre. Sólo pude exclamar a Eve, con un dejo de amargura, como para reivindicarme; ante su rostro contraído en una mueca de dolor y espanto por mi locura, y ante la estupefacción de los policías:


-¡El Diablo!... ¡Fue él!... ¡El Diablo la mató!