viernes, 26 de febrero de 2010

Existencia y Autoridad en «La Sunamita», de Inés Arredondo



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El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida.
Spinoza

En el presente ensayo hago un análisis del cuento «La Sunamita», de Inés Arredondo, para esclarecer la relación que mantiene la historia narrada con el concepto de Autoridad, vista como una dimensión importante de la Existencia humana. No pretendo dar aquí una exposición completa de este último concepto, para lo cual sería necesario considerar toda la obra de Arredondo en su conjunto. Sin embargo, creo que el análisis que se pueda lograr sobre su concepción de la Autoridad aportará algo al esclarecimiento de una concepción general de la Existencia.


La narración inicia con la expresión de un estado de ánimo de la protagonista, Luisa, que revela un cierto orgullo por su castidad:


«En el centro de la llama estaba yo […] las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía».


Luisa está en el centro del fuego, que simboliza las pasiones de origen sexual, el deseo sexual, pero no es alcanzada por ese fuego. Y no es alcanzada porque está presa. Se sabe en el centro del fuego porque es consciente de un deseo, pero cuyo objeto se oculta. Y este objeto oculto de su deseo la hace inaccesible a cualquier otra relación: la hace su esclava. Luisa desea un objeto desconocido, en quien imagina una afirmación de su ser; en cambio, desdeña los placeres que pudieran darle los individuos comunes, fenoménicos, que existen a su simple vista. A éstos últimos, quizás, les atribuye una represión de su libertad, puesto que no se da a ellos, sino que se muestra con un «altivo recato».


Éste pasaje constituye la primera de tres fases que forman la narración de esta historia. En ella se pone de manifiesto ya la tensión psicológica que desarrollará el personaje hasta el final: la lucha entre la esperanza de la felicidad o la alegría de la vida (de la libertad) y el temor a la muerte (o más bien, a la «muerte en vida»). En esta primera parte, tal lucha es a penas consciente, donde incluso Luisa confunde los términos, porque se somete a una autoridad de la que no se percata y rechaza una existencia más libre, con individuos de su misma condición.


Erich Fromm, en su libro Ética y psicoanálisis, define a la conciencia autoritaria como la interiorización, es decir, la representación mental, de las relaciones de autoridad que afectan al individuo en su existencia. Así, pues, «[…] autoridades tales como los padres, la Iglesia, el Estado o la opinión pública, son aceptadas consciente o inconscientemente como legisladores éticos y morales cuyas leyes y sanciones adopta […]». Esta conciencia, equiparable al superyó freudiano, es para Fromm tan sólo una etapa del desarrollo psicológico del individuo, cuya utilidad se aprecia de mejor manera en el niño o los jóvenes que deben adoptar ciertos modelos de conducta de las autoridades sociales, cuando éstas representan en sí valores adecuados para su vida. El problema surge cuando esta autoridad que se interioriza no acepta críticas y no ve por el interés de su subalterno, cuando éste, en fin, está condenado a ser siempre inferior, nunca igual a ese modelo que quiere seguir.


Esta conciencia autoritaria es la que, con todas sus características, se expresa en varios pasajes del cuento que aquí analizo. Por ejemplo, en la segunda fase de la narración, que empieza con la noticia sobre la inminente muerte por enfermedad de Apolonio, el tío de Luisa, con quien viviera su niñez:


«Fuimos directamente a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra precedían a la muerte.
-Luisa, ¿eres tú?
Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
-Aquí estoy, tío.
-Bendito sea Dios, ya no me moriré solo».


Surge aquí una de las nociones que irá estrechamente vinculada con la de autoridad y conciencia autoritaria, que es la noción de la muerte. Esta noción, sin embargo, no tiene un referente real. Cuando Luisa menciona la palabra «muerte», no habla de una cosa concreta (pues su tío está vivo), sino de un estado de ánimo suyo: imagina la muerte. Aquí aludo al concepto de imaginación en Spinoza, como el revivir de una afección en la mente (Ética, II, Props. 17 y 18). La imagen de la muerte indica la tristeza (también en sentido spinoziano: Ética, III, Aforismo 3) potencializada al máximo, es decir, la suprema impotencia, la absoluta derrota de la existencia.


La muerte es la manifestación superior de opresión de la vida. Por ello mantiene una estrecha relación con la autoridad, entendida en el sentido de «mala autoridad» o «autoridad opresiva», que no ve por el interés del subalterno, sino sólo por el suyo. Y aunque esta autoridad es siempre una figura humana, cabría preguntarse: ¿no siente Luisa, también, una opresión de la propia Naturaleza, de la cual no sabe cómo escapar? La muerte nos espera a todos, como algo inevitable, y sin embargo, todos queremos vivir. Nuestra esencia humana es el «deseo» spinoziano: el esfuerzo por perseverar en nuestro ser de una manera continua y con una duración indeterminada (Ética, III, Props. 6, 7 y 8).


Como respuesta a la pregunta anterior podríamos decir que sí, que Luisa ve en la naturalidad de la muerte una ley que funge como una autoridad más, aunque no humana, sino por encima del ser humano. Sin embargo, no puede ser atribuible a la Naturaleza en su totalidad, o a la esencia de la Naturaleza, por decirlo de otro modo. La naturalidad de la muerte tiene su origen en la finitud de quienes mueren, en que por ser parte de la Naturaleza existen en una dependencia de otros, más fuertes o más débiles. La naturalidad de la muerte no es más que la expresión del poder de unas ciertas cosas sobre otras. La Naturaleza, en sí misma, no oprime, no es una mala autoridad, sino al contrario, puesto que es pura potencia, sin negación, sin muerte. La finitud de la existencia humana es lo que ha inventado la muerte.


La existencia en relaciones sociales autoritarias genera, por interiorización, la conciencia autoritaria y, ahora podemos agregar, esta conciencia es una forma imaginativa de percibir el mundo, en donde la muerte tiene una absoluta (no relativa) realidad y es temible, aun en medio de la propia existencia, como un lastre de la vida.


El relato da un giro especial cuando, más adelante, la gravedad de Apolonio obliga la presencia del médico y del cura y, sobre todo, porque en el abismo de la muerte Apolonio desea heredar a Luisa, pero como su esposa:

«Vino el señor cura y me tocó en el hombro. Creí que todo había terminado y un escalofrío me recorrió la espalda.
[…] - Te llama. Entra.
[…] - Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes. ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me querría arrastrar a la tumba?”… Sentí que la muerte rozaba mi propia carne».

En esta segunda fase de la narración, Luisa fluctúa entre el amor a su tío, es decir, los cuidados que debía darle en sus últimos días, y el desdén por sacrificar su vida en pos de la misma muerte. De cualquier manera, Apolonio iba a morir. Lo que le acongojaba no era él, sino la imagen misma de la muerte y el sometimiento a la voluntad de otro. Ella quería vivir.


Y tras este deseo expreso de su tío se hicieron patentes otros decretos, de otras figuras de autoridad: las personas que le aconsejan que acepte casarse con su tío para heredar sus bienes, que dicen: «sólo ella merece», aduciendo además razones morales, pues se trata de la voluntad de un moribundo; la figura del sacerdote que, incluso cuando ella le cuenta de la lujuria de su tío, ya sobreviviente, él se limita a hablarle de «las obligaciones del matrimonio», y que si lo abandona, su acción sería calificada de «asesinato»; incluso, podría mencionarse a la autoridad misma de la propiedad privada imponiéndose en Luisa.


Todas las anteriores son figuras de autoridad, que dan a la tensión psicológica del personaje un origen más objetivo, fuera de su mente, en las instituciones sociales: la familia, el sentido común, la religión, las leyes. Y que terminan por imponerse sobre el deseo de Luisa:


«[…] me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “sí”.
[…] La sensación que de esa noche me quedó para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando.
yo soy la viudita que manda la ley
y yo en medio era una esclava. Sufría y no podía levantar la cara al cielo.

Cuando me di cuenta, todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa.»

La tercera y última fase de la narración versa sobre las consecuencias psicológicas que la imposición social tuvo sobre Luisa. Consecuencias que inician en una afección del cuerpo, una afección sexual: el incesto. Pero la tercera fase, en sí, inicia con una imagen muy sugerente: la sobrevivencia de Apolonio en medio de los cuidados de Luisa. Así como un vampiro o demonio, Luisa lo ve alimentándose de su vida. Al principio, explotándola con sus exigencias: «Luisa tráeme…Luisa, dame… Luisa, arrégleme las almohadas…dame agua… acomódame esta pierna». Pero después, Apolonio toma posesión de Luisa en un sentido sexual, sin que medie ninguna resistencia exterior por parte de ella, salvo en el interior de su conciencia:

«[…] al enfrentarme a él me olvidé de mí y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó aterrada:-¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los Hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar»

Una doble alusión a Dios como figura de autoridad es la que hace aquí Apolonio, junto a la que después brota de la mente de Luisa, al pensar que «Dios no podría permitir aquello» y que «lo impediría, Él, personalmente». Se trata de la mala y la buena autoridad, respectivamente: Dios como pretexto de imposición y, Dios como esperanza de un bien personal. Pero este último Dios no llegó, y Luisa tuvo que abandonar a Apolonio en un acto de afirmación de su voluntad. Sin embargo, al enterarse de que volvió a agonizar, regresó para salvarlo, a costa de ella misma.


Previo a este fallido abandono, Luisa deseaba la muerte: «No la de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible». Y este deseo de morir es la expresión, según el psicoanálisis de Fromm, de la destructividad inherente a la relación autoritaria:

«El hombre se convierte así no sólo en esclavo obediente, sino en el riguroso capataz, que se trata a sí mismo como su esclavo. […] la conciencia autoritaria se nutre de la destructividad contra la propia persona, de modo que permite a los impulsos destructivos obrar bajo el disfraz de la virtud».

La impotencia frente a su opresor conduce las energías de Luisa contra sí misma, disfrazando esta acción o deseo como una virtud. Y aquí sale a la luz un aspecto más a estudiar en el fenómeno de la relación y la conciencia autoritaria: el tiempo. Bajo la relación opresiva no hay futuro; el individuo queda anclado en el presente o en el pasado. No se tiene esperanza, sino más bien la «desesperanza». En la relación autoritaria se ahogan todos los deseos que constituyen la esencia del individuo, generalmente expresados en una imagen proyectada en el futuro. El deseo de morir y la pérdida de la esperanza tienen su origen común en la opresión inherente a la relación autoritaria.


Las últimas palabras de la narración muestran, además, la lucha entre la esperanza y la desesperanza. Mientras se vive, hay esperanza. Pero cuando ésta se expresa, en la conciencia autoritaria surge de inmediato la culpa y, de nuevo, la represión de la vida que a cada instante lucha por ser ella misma.

«Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, peor que la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca».


BIBLIOGRAFÍA.
1. Arredondo, Inés. Obras completas. Siglo XXI. México. 2006.
2. Fromm, Erich. Ética y psicoanálisis. FCE. México. 1953.
3. Spinoza, Baruch. Ética. Trotta. Madrid. 2005.




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Existencia y Autoridad en "La Sunamita", de Inés Arredondo por Mauricio Alonso Enríquez Zamora se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
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1 comentario:

  1. QUE BUEN ENSAYO... DE VERDAD GRACIAS POR COMPARTIR TRABAJOS COMO ESTE ....

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