domingo, 29 de mayo de 2011

Mitin de AMLO en Culiacán





28/05/2011. Culiacán, Sinaloa, México. El líder del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), Andrés Manuel López Obrador, en una rápida visita por Sinaloa se manifestó ante sus seguidores en un encuentro que tuvo lugar en la ciudad de Culiacán. En el acto estuvieron también los líderes locales de los partidos Convergencia y PT, así como de MORENA en el estado de Sinaloa y la representante del Frente Cívico Sinaloense.

Mercedes Murillo, representante de esta última institución, dio apertura al mitin expresando la situación desesperante de violencia, desempleo e inseguridad que se viven en Sinaloa como en todo México. Instó a los ciudadanos a generar consciencia en ellos mismos y en los demás para involucrarse activamente en los cambios sociales que México necesita.

Por su parte, López Obrador, afirmó que las causas de la actual situación del país residen en la mala política económica que los gobiernos de los últimos veintiocho años han llevado a cabo. Aseveró que dicha política económica ha producido tal desigualdad que México está actualmente gobernado, no por un gobierno representativo, sino por una Oligarquía representada por treinta potentados, acaparadores de todos los poderes en México: el económico; el político, a través del ejecutivo, los diputados y senadores, así como los ministros de justicia; y el ideológico, por la manipulación de las consciencias a través de los medios de comunicación más influyentes del país, como son un ejemplo las televisoras.

Expuso que el objetivo del movimiento que representa no es la mera toma del poder por el poder, o por ambición, sino la de promover el “verdadero cambio”, que significa el renacimiento del país en instituciones que sean verdaderamente democráticas.

Queremos un cambio en lo económico, lo político y lo social, fortalecer los valores culturales, morales y espirituales. Ya se tiene la organización que se consolidará a nivel nacional y tenemos el proyecto de nación que se llevará a cabo cuando triunfe el movimiento y, con ello, lograr el renacimiento del país. -Mencionó.

En entrevista se le pidió su opinión sobre la prohibición de que se toquen narcorridos en las cantinas y bares de Sinaloa para evitar que con esta música se incite a la violencia, López Obrador subrayó que las autoridades sinaloenses deben de atender primero las causas que orillaron el aumento de la delincuencia y la inseguridad.

Hay que crear empleos, atender a los jóvenes, y no pensar que se va a resolver con leyes, con decretos, un problema de inseguridad, de violencia que ha originado la falta de oportunidades y que canceló el futuro de millones de mexicanos. -Afirmó.

El Movimiento de Regeneración Nacional, según palabras de su propio dirigente, busca una cuarta transformación sustantiva, real, de las condiciones sociales y políticas de México en su historia, después de las que se llevaron a cabo con la Independencia, la Reforma y la Revolución.

viernes, 27 de mayo de 2011

Los valores éticos en la filosofía de Spinoza





1. El concepto inmanente del valor.
El concepto de valor, tal como se entiende en la actualidad, denota un fin apetecible, algo que es preferible, y que se erige como una norma. Se habla de fines, tanto en el terreno de la conducta moral como en la creación artística; en las acciones políticas tanto como en la vida religiosa. Dada esta definición del valor como un fin apetecible, interesa examinar la posibilidad de que en la Ética de Spinoza pueda haber una axiología de los valores éticos y en qué forma. ¿Qué tanta actualidad podrá tener dicha axiología, si es que existe?

Para empezar, hay que decir que Spinoza hace una crítica directa al uso tradicional de las causas finales, trascendentes, en la investigación de la verdad. Esta consideración de las causas finales por la tradición metafísica trae como consecuencias que el ser humano se halla esclavizado por dos ilusiones: la ilusión de la libertad de la voluntad y la ilusión teológica. La primera consiste en que los hombres creemos ser libres sólo porque tenemos conciencia de nuestros deseos aunado al hecho de que ignoramos las causas eficientes que los determinan. La ignorancia de estas determinaciones hace creer al hombre que son deseos libres de su voluntad. 

Ser conscientes de nuestros deseos no implica, para Spinoza, un conocimiento adecuado de las cosas o de uno mismo. La conciencia expresa fundamentalmente efectos, resultados finales de procesos de pensamiento, mas no sus principios, es decir, lo que las cosas son realmente. Así, por el hecho de que el hombre aprende a andar erguido afirma que él es para andar en esa posición, pero sin explicar por qué, es decir, qué causas lo han determinado a ello. Igualmente, por el hecho aparente de que el ser humano es la criatura que domina a las demás, la mera conciencia hace decir al hombre que la naturaleza ha sido dispuesta para ello. El hombre extrapola la ilusión de voluntad libre al mundo en que vive, e inventa la voluntad divina. Hay en el mundo un orden que es producto de la voluntad de Dios. Esta es la segunda ilusión ya mencionada.

Considerando la crítica que hace Spinoza a las causas finales, su negación de toda teleología, la primera idea que surge en la mente es que anula todo valor. Éste, entendido como un fin apetecible, que se convierte en norma, no implica un conocimiento adecuado de las cosas ni de uno mismo. Los valores, entendidos así, como normas trascendentes a la experiencia del individuo, inducen en el hombre el hábito de la obediencia más que el de conocer. Y esta crítica, si la ubicamos en el contexto histórico en que es planteada por Spinoza, depende del hecho de que el filósofo holandés se hallaba obligado por la necesidad de romper con el sistema de valores de su época que se basaba en la exaltación de la pasiones tristes, es decir, en la promoción de la impotencia humana y su esclavitud, y esto, en nombre de una supuesta “Virtud”.

La crítica spinoziana a la teleología implica la crítica de los valores, si entendemos por estos al conjunto de normas que se imponen en la vida moral y que significan la paralización del desarrollo de los individuos. Para Spinoza no existen un Bien ni un Mal, absolutos, trascendentes, que deban regir a los seres humanos. Sin embargo, existen “lo bueno” y “lo malo”, como valoraciones particulares de los individuos. Estos valores son inmanentes a la vida misma de los individuos, inseparables de ella. Existen, a la vez, valores colectivos; es decir, aquellos que son hechos en conjunto por los individuos y que implican el consenso de todos. En ambos casos, ya sean valores particulares o colectivos, cada uno de ellos expresa la naturaleza o necesidad de quien lo estipula.

Si hay un criterio general de valor, éste es el del conato, el del esfuerzo por perseverar en el ser. La esencia y la virtud de todo ser humano han de ser este empeño que ponga por autoconservarse. Este conato, que es consciente, recibe el nombre de deseo. Las circunstancias exteriores al individuo pueden ser favorables o adversas a su deseo, y esto generará una cierta valoración, positiva o negativa. La valoración corresponde a un cierto estado del individuo, en su totalidad, tanto corporal como anímica. Es decir, no es una valoración racional o meramente sensible; para Spinoza lo que sucede en el cuerpo acontece paralelamente en el alma, por lo que no es posible separar la experiencia del conocimiento. Por ello, los “buenos” valores son aquellos que elevan el poder tanto del alma como del cuerpo, los que son frutos de la experiencia y del esfuerzo intelectual más originales, y que promueven esta experiencia y este esfuerzo. Unos valores que sólo promuevan la obediencia y la no-crítica, el no pensar o conocer, necesariamente son nocivos para el hombre.

Aquí podría plantearse, por otro lado, esa pregunta que suele hacerse en cuanto a los valores, si éstos son algo subjetivo u objetivo: ¿Son objetivos, o subjetivos, los valores para Spinoza? No son objetivos, puesto que no existen independientemente del individuo: deseamos algo, no porque sea bueno en sí mismo, sino porque lo deseamos primero, entonces decimos que es bueno. Todo valor presupone un individuo que valora. Tampoco es subjetivo el valor, en el sentido de que exista solamente en el alma. La afecciones del cuerpo, que moldean el deseo, implican siempre tanto la naturaleza del cuerpo humano como la naturaleza de lo que nos afecta. Así que, no nos inclinamos hacia ciertas cosas sólo por la fuerza de nuestro deseo, sino que hay en ellas mismas algo que concuerda parcialmente con nuestra naturaleza, y por eso las deseamos. La objetividad de los valores también se deriva del hecho de que el concurso de la multitud de valoraciones de los individuos de una comunidad se equilibra en una cierta valoración común, social, que luego existe al margen de los individuos. De esto podemos concluir que la valoración constituye una correlación de fuerzas: la tensión entre nuestro deseo y los objetos de nuestra inclinación o rechazo. Ambos elementos coexisten y no es posible hablar del valor separándolos.

La concepción inmanente del valor es, en resumen, la consideración del deseo como valor fundamental, que determina los otros valores en la tensión entre dicho deseo y las circunstancias objetivas que afecten al individuo. Dichos valores se conforman en una red de relaciones, entre individuo y objetos, y entre individuo e individuo. Y son inseparables de la experiencia y el pensamiento, al igual que estos mismos son inseparables. El concepto de valor que puede considerarse en Spinoza es el de este valor inmanente, que no se refiere puramente a entes ideales o meros sentimientos o a los objetos mismos, por separado, sino a la estructura de lo real como relaciones entre individuo y objetos, y entre individuo e individuo, en el mundo. 

2. Los valores éticos y el conocimiento.
Cuando el esfuerzo por perseverar en el ser de un individuo se ve reprimido, dicho individuo experimentará una afección de tristeza; pero, si su deseo se ve apoyado, será afectado de alegría. Estas dos afecciones constituyen la base de un sinnúmero de otras afecciones particulares, que recibirán sus nombres dependiendo de los objetos y las circunstancias con que se den. Por esto, la alegría y la tristeza, son llamados afectos primitivos. Aquí podemos llamarlos también “valores fundamentales”. A continuación expondré algunos valores que se derivan de estos valores fundamentales.

El amor, por ejemplo, sería el valor relativo al afecto de alegría cuando ésta se halla asociada a un objeto exterior. Uno ama cierto objeto porque nos produce alegría, es decir, un tránsito a un mayor grado de perfección, porque favorece de alguna manera nuestra potencia de existir. El contrario a este valor sería el odio, que se relaciona con la tristeza asociada también con un objeto exterior. Pero, el individuo que odia no sólo padece la tristeza que le produce el objeto odiado, sino que se esfuerza por evitarla, ya sea rechazando al objeto odiado, o huyendo de él, etc. Está en la naturaleza del ser humano, esforzarse por evitar los afectos tristes y crear los alegres puesto que, como ya dijimos, el conato o deseo es la esencia del hombre para Spinoza.

La esperanza es otro valor, y consiste en la alegría inconstante asociada a un hecho futuro o pasado de cuya verificación se tiene duda. Y un valor estrechamente asociado a ésta es el miedo, que es la tristeza que sobreviene cuando el individuo imagina que el objeto de su esperanza no se realiza. Los hombres sujetos a estos valores padecen lo que Spinoza llama fluctuaciones del ánimo, porque se ven alternativamente afectados por uno y otro valor.

La misericordia es el valor que consiste en el amor, en cuanto afecta de tal manera que se goza del bien de otro y se sufre por su mal. La envidia, por el contrario, es el odio mismo, en cuanto afecta al hombre de tal modo que se alegra del mal de otro y se entristece por su felicidad.

La soberbia es el valor que consiste en estimarse a sí mismo en más de lo justo por excesivo amor de sí mismo. Spinoza considera que este afecto no tiene contrario, es decir, que por odio hacia sí el individuo se estime en menos de lo justo. Sin embargo, considera que la abyección es estimarse a sí mismo en menos de lo justo por tristeza, es decir, por la consideración de la propia impotencia.

La gloria es el valor que consiste en la alegría asociada a una acción propia, por la cual somos alabados por los demás. La vergüenza, por el contrario, es el valor consistente en la tristeza asociada a una acción propia por la cual se ha sido vituperado.

Todos estos, que Spinoza llama afectos, nosotros bien podemos llamarlos valores. Se ajustan a la definición de valor inmanente dada más arriba. Puesto que todos son alegrías o tristezas, y éstos, son tránsitos a una mayor o menor perfección del individuo que las experimenta. No constituyen algo donde el individuo permanezca indiferente. Implican una tensión relativa entre el objeto que nos afecta y nuestro deseo. Y, además, son valores éticos, puesto que conciernen a las relaciones interpersonales.

Pero, obviamente, entre los valores inmanentes mencionados, no todos son deseables. Spinoza aboga por los afectos o valores alegres y considera que los tristes deben evitarse. Pero ambos tipos de valores éticos deben conocerse, para estar en posibilidad de realizar los alegres y evitar los tristes. Es aquí, con estos valores éticos, tanto positivos como negativos, donde este filósofo hace su propuesta de un modelo de la naturaleza humana, el cual debe ser realizado para garantizar el perfeccionamiento del hombre.

Ya antes se mencionó que para el filósofo holandés la experiencia y el conocimiento son fenómenos simultáneos. Pues bien, los verdaderos valores serán aquellos que sirvan al desarrollo de las potencialidades vitales y cognitivas en el individuo. En cierto sentido, podemos observar una jerarquía de valores, correspondientes a cada uno de los géneros de conocimiento, a saber: 1) con la imaginación, 2) con la razón y 3) con la ciencia intuitiva. Aunque, según Gilles Deleuze, en estos tipos de conocimiento sólo hay ruptura entre el primero y el segundo; entre el segundo y el tercero no la hay. 

Al primer género de conocimiento, que es confuso y mutilado, inadecuado, corresponde una forma de experiencia donde el individuo no actúa, sino que padece una acción del exterior; sufre una pasión, porque no es causa adecuada de su conducta. El individuo carece de autonomía, de libertad. No es capaz de organizar adecuadamente su conducta, es decir, conforme a su deseo o un deseo común con otro individuo.  Con la imaginación, pues, predominan los afectos tristes, sin embargo, también hay afectos alegres que resultan inadecuados, puesto que no dependen del individuo mismo sino de causas externas.

Los valores éticos descritos anteriormente expresan lo que el individuo humano es y no lo que debe ser. Naturalmente se halla inclinado hacia unos y hacia otros. Pero su estudio se hace con el propósito de que el individuo sepa elegir la mejor conducta, la que contribuya más a su bienestar. Así, pues, el mero sufrir estos afectos sin tener conciencia de ellos correspondería a un nivel de valoración que sería el más bajo. En cambio, si uno tiene desde antes de experimentarlos dicha conciencia o la elabora mientras los vive en un proceso de reflexión, entonces puede elegir y su conducta será distinta de aquel que no tiene conciencia de sus afectos; entonces, el individuo es más libre y puede actuar: su valoración será mejor. La jerarquía se da más bien en la forma de valoración que en los valores mismos.

En el segundo género de conocimiento, que es la razón, el individuo determina desde sí mismo el orden adecuado de los fenómenos del mundo que experimenta. Al mismo tiempo expresa o crea un valor, que puede ser de tipo ético, estético, político, lógico, económico, etc. Todos ellos, a la vez que implican un conocimiento, implican una acción. Sólo mediante la razón el individuo o los individuos en conjunto pueden crear valores. Y esta construcción de los valores estará guiada por el esfuerzo de perseverar en el ser de esos individuos y por los afectos alegres. Éstos últimos son aquellos en que el cuerpo humano se compone armoniosamente con los objetos que lo afectan, por lo cual se da un conocimiento adecuado de ellos. El resultado es la postulación o planteamiento de un valor positivo. De hecho, aún la identificación de los valores negativos tiene que darse a través de un conocimiento, y éste implica un esfuerzo y un despliegue de la potencia de conocer y, por tanto, la alegría. Por esto, podemos decir que, el conato y los afectos alegres son los únicos criterios que han de normar toda buena valoración. Ellos serían los únicos deberes.

Con la razón se relacionan los valores correspondientes al conocimiento de las cosas singulares y de las afecciones que producen en uno mismo. Por esto último, implican también un autoconocimiento. En la medida en que este conocimiento sea más perfecto se tendrá una visión total de la naturaleza cada vez más adecuada, es decir, un mejor conocimiento de Dios. La experiencia de este conocimiento de Dios implica el valor supremo del ser humano, que Spinoza denomina beatitud. También aquí está implícita la alegría: el conocimiento de Dios produce la máxima alegría, por lo cual el individuo lo ama con un amor intelectual



sábado, 21 de mayo de 2011

La fundamentación de la Ética en Kant




LO BUENO Y EL DEBER.
Respecto a la valoración moral, Kant nos dice en las primeras líneas de su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” que en general, ni en el mundo, ni tampoco fuera del mundo existe algo “bueno”, como no sea una “buena voluntad”. Con esta afirmación, Kant centra el valor moral en la facultad racional de la voluntad, y no en las inclinaciones humanas ni en sus objetos. 

Según esto, considera a la “felicidad” como un objeto carente de valor moral, puesto que entiende a la felicidad como el conjunto de los fines o inclinaciones de las personas; fines e inclinaciones nacidas de la sensibilidad, no fundadas en la razón. 

Y aunque un individuo no posea las habilidades para conseguir los fines que la razón le manda, no por eso deja de ser “bueno”, en tanto que su interés exista genuinamente en él. El carácter bondadoso es algo que existe al margen de la experiencia, como lo expresa Kant en las siguientes palabras:

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.

Esto, sin embargo, no debe entenderse como una renuncia a la acción moral, que debe ser consecuencia de un mandato de la razón en el individuo. Las acciones son necesarias, pero su valor moral no reside en ellas en sí mismas, sino que se establece a través de una decisión del alma a priori, es decir, al margen de toda experiencia. 

Ahora, cabe preguntarse, ¿cómo es posible la existencia de una buena voluntad? Para responder esta cuestión, Kant se propone analizar el concepto del deber. Una buena voluntad actúa siempre por deber y no sólo conforme al deber. La diferencia entre ambas situaciones reside en que la acción conforme al deber posee la apariencia de un valor moral tan sólo por la conducta exterior del sujeto, mientras que en la interioridad de sus motivos puede haber en realidad un impulso o inclinación egoísta que lo empuja a actuar de esa manera. Kant pone el ejemplo del comerciante que no cobra más caro a un comprador inexperto, tan sólo porque cuida de no adquirir mala reputación en un mercado muy competido. La acción de este mercader no posee en sí misma su fin, sino que se actúa con una aparente honradez como un medio para no salir perjudicado económicamente, que es el verdadero fin. Una acción por deber, en cambio, siempre tiene su fin en sí misma.

Otra característica del deber es la siguiente:

[…] una acción hecha por deber –escribe Kant- tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear.

Esto se aplica también a los fines que son establecidos racionalmente. Kant releva a segundo término de la estructura de las acciones morales a los fines, así como a los medios, concediendo primordial importancia a los motivos, que son los principios del querer. Así, una acción será moralmente buena o mala según la naturaleza de esos motivos.

Para Kant, el hombre es un ser racional porque es capaz de actuar de acuerdo con representaciones de la necesidad o leyes que rigen la naturaleza. Y esta capacidad racional no es ajena a la conducta moral: mediante una razón práctica, que no es otra cosa más que la voluntad, el ser humano les da valor moral a sus acciones. La voluntad, o razón práctica, establece los principios del querer auténticamente “bueno”. Y estos principios, como las mismas leyes de la naturaleza, son necesarios y universales. Por esto es que Kant definirá también al deber como “la necesidad de una acción por respeto a la ley”.

EL IMPERATIVO CATEGÓRICO.
El primer principio formal para la conducta humana que Kant encuentra dice: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Esto es lo que se llama un “imperativo categórico”, es decir, la expresión a través de un juicio o enunciado de un mandato de la razón práctica. 

El imperativo categórico se distingue del “imperativo hipotético”, en que este último representa “la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera)”, mientras que el imperativo categórico representa la necesidad de una acción por sí misma, sin relación a otra cosa como fin. Los imperativos categóricos tienen un mayor valor puesto que expresan fines últimos, fines fundamentales, que los mismos imperativos hipotéticos deberán tener en cuenta.

Así, pues, para ejemplificar este primer principio formal a priori consideremos el acto de hacer promesas que, de antemano, sabemos que no vamos a cumplir. Esta acción no debe hacerse puesto que no podemos realizarla queriendo al mismo tiempo que se convierta en ley universal, puesto que entonces nadie podría confiar nunca en la palabra del otro, y se tornaría muy problemática la convivencia humana. 

Pero, esta primera formulación del imperativo categórico se halla estrechamente vinculada con otras dos. La característica del imperativo categórico de ser fin en sí mismo nos indica que debe tener su origen en algo también de índole absoluta: la razón. Por tanto, los seres racionales deben ser tratados no como medios, sino como fines. Esto nos proporciona la segunda formulación del imperativo categórico, que según Kant dice:

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

No es difícil notar que esta formulación del imperativo categórico tampoco es acorde al ejemplo dado hace un momento. En efecto, quien hace una promesa consciente de que no va a cumplirla, tan sólo para obtener un beneficio inmediato de ella, está empleando a la otra persona como un medio para satisfacer su fin egoísta. Estará yendo en contra de un principio de la moralidad. Se dice que esta formulación del imperativo categórico atiende esencialmente al fin del acto moral, que debe ser el hombre; mientras que la anterior formulación sólo tenía en cuenta la regla formal que se debe seguir en la conducta.
  
Por último, derivado de los dos anteriores, tenemos el tercer principio práctico de la voluntad, que consiste en “la idea de la voluntad de todo ser racional como universalmente legisladora”. Es decir, si como se plantea en el segundo principio, los seres racionales deben tenerse como fines y nunca como medios, pero son estos mismos seres racionales quienes fundamentan las reglas universales de la conducta moral, entonces son también legisladores universales de ésta, al mismo tiempo que sus actores. Esto constituye lo que Kant denomina la “autonomía” de la voluntad.

AUTONOMÍA Y LIBERTAD.
La autonomía de la voluntad es la base de la dignidad de la naturaleza humana y de todo ser racional. Esto, dado que Kant define la dignidad como el carácter por el cual se toma a un ser como algo insustituible, como un fin en sí mismo, con un valor inconmensurable respecto a otros seres, aun los de su misma especie. La dignidad es lo que le da un valor único a un ser, impidiendo que sea susceptible de intercambio por otro, como si fuera una cosa. 

En contraposición con el concepto de autonomía se halla el de heteronomía, y consiste en la situación del sujeto moral donde busca fuera de sí la ley de su actuar, y no en su propia voluntad o razón práctica. A la heteronomía pertenecen, por ejemplo, todos los principios que se erigen sobre la base de la búsqueda de la felicidad, o bien de la perfección. En ambos casos, felicidad y perfección son bienes exteriores a la razón práctica del sujeto moral, ya sea en forma de satisfactores sensibles, racionales o espirituales, pero ajenos a una determinación de la propia voluntad.

Por último, otro de los conceptos centrales en la fundamentación de la ética de Kant es el de la libertad:

Voluntad –dice el filósofo alemán- es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente, independientemente de extrañas causas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas.

La libertad de la voluntad se halla directamente relacionada con la capacidad de la razón práctica de autodeterminarse, es decir, ser la causalidad que es, producir los efectos o fines que le son inherentes, independientemente de otras causas. Según esto, libertad y autonomía son sinónimos, sólo que nos referimos a la voluntad como mera causalidad, mientras que nos referimos a la autonomía como autolegislación del sujeto moral. 

Pero la eficiencia de la voluntad de autodeterminarse en la libertad también implica el hecho de la capacidad humana de elegir por deber una acción buena, lo cual también implica una constricción del sujeto, es decir, el ser obligado a seguir el mandato del deber en contra de las inclinaciones o necesidades naturales de que no podemos despojarnos.

Fuente:  Podcast Filosofía

lunes, 16 de mayo de 2011

Nuestro dolor es tan grande y tan profundo que ya no tiene palabras con qué decirse

Discurso en el Zócalo del Distrito Federal en la Marcha del 8 de mayo

Javier Sicilia

Hemos llegado a pie, como lo hicieron los antiguos mexicanos, hasta este sitio en donde ellos por vez primera contemplaron el lago, el águila, la serpiente, el nopal y la piedra, ese emblema que fundó a la nación y que ha acompañado a los pueblos de México a lo largo de los siglos. Hemos llegado hasta esta esquina donde alguna vez habitó Tenochtitlan -a esta esquina donde el Estado y la Iglesia se asientan sobre los basamentos de un pasado rico en enseñanzas y donde los caminos se encuentran y se bifurcan-; hemos llegado aquí para volver a hacer visibles las raíces de nuestra nación, para que su desnudez, que acompañan la desnudez de la palabra, que es el silencio, y la dolorosa desnudez de nuestros muertos, nos ayuden a alumbrar el camino.

Si hemos caminado y hemos llegado así, en silencio, es porque nuestro dolor es tan grande y tan profundo, y el horror del que proviene tan inmenso, que ya no tienen palabras con qué decirse. Es también porque a través de ese silencio nos decimos, y les decimos a quienes tienen la responsabilidad de la seguridad de este país, que no queremos un muerto más a causa de esta confusión creciente que sólo busca asfixiarnos, como asfixiaron el aliento y la vida de mi hijo Juan Francisco, de Luis Antonio, de Julio César, de Gabo, de María del Socorro, del comandante Jaime y de tantos miles de hombres, mujeres, niños y ancianos asesinados con un desprecio y una vileza que pertenecen a mundos que no son ni serán nunca los nuestros; estamos aquí para decirnos y decirles que este dolor del alma en los cuerpos no lo convertiremos en odio ni en más violencia, sino en una palanca que nos ayude a restaurar el amor, la paz, la justicia, la dignidad y la balbuciente democracia que estamos perdiendo; para decirnos y decirles que aún creemos que es posible que la nación vuelva a renacer y a salir de sus ruinas, para mostrarles a los señores de la muerte que estamos de pie y que no cejaremos de defender la vida de todos los hijos y las hijas de este país, que aún creemos que es posible rescatar y reconstruir el tejido social de nuestros pueblos, barrios y ciudades.

Si no hacemos esto solamente podremos heredar a nuestros muchachos, a nuestras muchachas y a nuestros niños una casa llena de desamparo, de temor, de indolencia, de cinismo, de brutalidad y engaño, donde reinan los señores de la muerte, de la ambición, del poder desmedido y de la complacencia y la complicidad con el crimen. 

Todos los días escuchamos historias terribles que nos hieren y nos hacen preguntarnos: ¿Cuándo y en dónde perdimos nuestra dignidad? Los claroscuros se entremezclan a lo largo del tiempo para advertirnos que esta casa donde habita el horror no es la de nuestros padres, pero sí lo es; no es el México de nuestros maestros, pero sí lo es; no es el de aquellos que ofrecieron lo mejor de sus vidas para construir un país más justo y democrático, pero sí lo es; esta casa donde habita el horror no es el México de Salvador Nava, de Heberto Castillo, de Manuel Clouthier, de los hombres y mujeres de las montañas del sur -de esos pueblos mayas que engarzan su palabra a la nación- y de tantos otros que nos han recordado la dignidad, pero sí lo es; no es el de los hombres y mujeres que cada amanecer se levantan para ir a trabajar y con honestidad sostenerse y sostener a sus familias, pero sí lo es; no es el de los poetas, de los músicos, de los pintores, de los bailarines, de todos los artistas que nos revelan el corazón del ser humano y nos conmueven y nos unen, pero sí lo es. Nuestro México, nuestra casa, está rodeada de grandezas, pero también de grietas y de abismos que al expandirse por descuido, complacencia y complicidad nos han conducido a esta espantosa desolación. 

Son esas grietas, esas heridas abiertas, y no las grandezas de nuestra casa, las que también nos han obligado a caminar hasta aquí, entrelazando nuestro silencio con nuestros dolores, para decirles directamente a la cara que tienen que aprender a mirar y a escuchar, que deben nombrar a todos nuestros muertos -a esos que la maldad del crimen ha asesinado de tres maneras: privándolos de la vida, criminalizándolos y enterrándolos en las fosas comunes de un silencio ominoso que no es el nuestro-; para decirles que con nuestra presencia estamos nombrando esta infame realidad que ustedes, la clase política, los llamados poderes fácticos y sus siniestros monopolios, las jerarquías de los poderes económicos y religiosos, los gobiernos y las fuerzas policiacas han negado y quieren continuar negando. Una realidad que los criminales, en su demencia, buscan imponernos aliados con las omisiones de los que detentan alguna forma de poder.

Queremos afirmar aquí que no aceptaremos más una elección si antes los partidos políticos no limpian sus filas de esos que, enmascarados en la legalidad, están coludidos con el crimen y tienen al Estado maniatado y cooptado al usar los instrumentos de éste para erosionar las mismas esperanzas de cambio de los ciudadanos. O ¿dónde estaban los partidos, los alcaldes, los gobernadores, las autoridades federales, el ejército, la armada, las Iglesias, los congresos, los empresarios; dónde estábamos todos cuando los caminos y carreteras que llevan a Tamaulipas se convirtieron en trampas mortales para hombres y mujeres indefensos, para nuestros hermanos migrantes de Centroamérica? ¿Por qué nuestras autoridades y los partidos han aceptado que en Morelos y en muchos estados de la República gobernadores señalados públicamente como cómplices del crimen organizado permanezcan impunes y continúen en las filas de los partidos y a veces en puestos de gobierno? 

¿Por qué se permitió que diputados del Congreso de la Unión se organizaran para ocultar a un prófugo de la justicia, acusado de tener vínculos con el crimen organizado y lo introdujeron al recinto que debería ser el más honorable de la patria porque en él reside la representación plural del pueblo y terminaran dándole fuero y después aceptando su realidad criminal en dos vergonzosos sainetes? ¿Por qué se permitió al presidente de la República y por qué decidió éste lanzar al ejército a las calles en una guerra absurda que nos ha costado 40 mil víctimas y millones de mexicanos abandonados al miedo y a la incertidumbre? ¿Por qué se trató de hacer pasar, a espaldas de la ciudadanía, una ley de seguridad que exige hoy, más que nunca una amplia reflexión, discusión y consenso ciudadano? La Ley de Seguridad Nacional no puede reducirse a un asunto militar. Asumida así es y será siempre un absurdo. La ciudadanía no tiene por qué seguir pagando el costo de la inercia e inoperancia del Congreso y sus tiempos convertido en chantaje administrativo y banal cálculo político. ¿Por qué los partidos enajenan su visión, impiden la reforma política y bloquean los instrumentos legales que permitan a la ciudadanía una representación digna y eficiente que controle todo tipo de abusos? ¿Por qué en ella no se ha incluido la revocación del mandato ni el plebiscito?

Estos casos -hay cientos de la misma o de mayor gravedad- ponen en evidencia que los partidos políticos, el PAN, el PRI, el PRD, el PT, Convergencia, Nueva Alianza, el Panal, el Verde, se han convertido en una partidocracia de cuyas filas emanan los dirigentes de la nación. En todos ellos hay vínculos con el crimen y sus mafias a lo largo y ancho de la nación. Sin una limpieza honorable de sus filas y un compromiso total con la ética política, los ciudadanos tendremos que preguntarnos en las próximas elecciones ¿por qué cártel y por qué poder fáctico tendremos que votar? ¿No se dan cuenta de que con ello están horadando y humillando lo más sagrado de nuestras instituciones republicanas, que están destruyendo la voluntad popular que mal que bien los llevó a donde hoy se encuentran?

Los partidos políticos debilitan nuestras instituciones republicanas, las vuelven vulnerables ante el crimen organizado y sumisas ante los grandes monopolios; hacen de la impunidad un modus vivendi y convierten a la ciudadanía en rehén de la violencia imperante.

Ante el avance del hampa vinculada con el narcotráfico, el Poder Ejecutivo asume, junto con la mayoría de la mal llamada clase política, que hay sólo dos formas de enfrentar esa amenaza: administrándola ilegalmente como solía hacerse y se hace en muchos lugares o haciéndole la guerra con el ejército en las calles como sucede hoy. Se ignora que la droga es un fenómeno histórico que, descontextualizado del mundo religioso al que servía, y sometido ahora al mercado y sus consumos, debió y debe ser tratado como un problema de sociología urbana y de salud pública, y no como un asunto criminal que debe enfrentarse con la violencia. Con ello se suma más sufrimiento a una sociedad donde se exalta el éxito, el dinero y el poder como premisas absolutas que deben conquistarse por cualquier medio y a cualquier precio.

Este clima ha sido tierra fértil para el crimen que se ha convertido en cobros de piso, secuestros, robos, tráfico de personas y en complejas empresas para delinquir y apropiarse del absurdo modelo económico de tener siempre más a costa de todos. 

A esto, ya de por sí terrible, se agrega la política norteamericana. Su mercado millonario del consumo de la droga, sus bancos y empresas que lavan dinero, con la complicidad de los nuestros, y su industria armamentista -más letal, por contundente y expansiva, que las drogas-, cuyas armas llegan a nuestras tierras, no sólo fortalecen el crecimiento de los grupos criminales, sino que también los proveen de una capacidad inmensa de muerte. Los Estados Unidos han diseñado una política de seguridad cuya lógica responde fundamentalmente a sus intereses globales donde México ha quedado atrapado.

¿Como reestructurar esta realidad que nos ha puesto en un estado de emergencia nacional? Es un desafío más que complejo. Pero México no puede seguir simplificándolo y menos permitir que esto ahonde más sus divisiones internas y nos fracture hasta hacer casi inaudibles el latido de nuestros corazones que es el latido de la nación. Por eso les decimos que es urgente que los ciudadanos, los gobiernos de los tres órdenes, los partidos políticos, los campesinos, los obreros, los indios, los académicos, los intelectuales, los artistas, las Iglesias, los empresarios, las organizaciones civiles, hagamos un pacto, es decir, un compromiso fundamental de paz con justicia y dignidad, que le permita a la nación rehacer su suelo, un pacto en el que reconozcamos y asumamos nuestras diversas responsabilidades, un pacto que le permita a nuestros muchachos, a nuestras muchachas y a nuestros niños recuperar su presente y su futuro, para que dejen de ser las víctimas de esta guerra o el ejército de reserva de la delincuencia.

Por ello, es necesario que todos los gobernantes y las fuerzas políticas de este país se den cuenta que están perdiendo la representación de la nación que emana del pueblo, es decir, de los ciudadanos como los que hoy estamos reunidos en el zócalo de la Ciudad de México y en otras ciudades del país.

Si no lo hacen, y se empeñan en su ceguera, no sólo las instituciones quedarán vacías de sentido y de dignidad, sino que las elecciones de 2012 serán las de la ignominia, una ignominia que hará más profundas las fosas en donde, como en Tamaulipas y Durango, están enterrando la vida del país.

Estamos, pues, ante una encrucijada sin salidas fáciles, porque el suelo en el que una nación florece y el tejido en el que su alma se expresa están deshechos. Por ello, el pacto al que convocamos después de recoger muchas propuestas de la sociedad civil, y que en unos momentos leerá Olga Reyes, que ha sufrido el asesinato de 6 familiares, es un pacto que contiene seis puntos fundamentales que permitirán a la sociedad civil hacer un seguimiento puntual de su cumplimiento y, en el caso de traicionarse, penalizar a quienes sean responsables de esas traiciones; un pacto que se firmará en el Centro de Ciudad Juárez -el rostro más visible de la destrucción nacional- de cara a los nombres de nuestros muertos y lleno de un profundo sentido de lo que una paz digna significa.

Antes de darlo a conocer, hagamos un silencio más de 5 minutos en memoria de nuestros muertos, de la sociedad cercada por la delincuencia y un Estado omiso, y como una señal de la unidad y de la dignidad de nuestros corazones que llama a todos a refundar la Nación. Hagámoslo así porque el silencio es el lugar en donde se recoge y brota la palabra verdadera, es la hondura profunda del sentido, es lo que nos hermana en medio de nuestros dolores, es esa tierra interior y común que nadie tiene en propiedad y de la que, si sabemos escuchar, puede nacer la palabra que nos permita decir otra vez con dignidad y una paz justa el nombre de nuestra casa: México.

Este texto está bajo  licencia de creative commons.

Fuente: Rebelión

domingo, 15 de mayo de 2011

Ontología del arte en Martín Heidegger






INTRODUCCIÓN
En la obra titulada El origen de la obra de arte, Martin Heidegger expone sus ideas estéticas principales, a través de un análisis ontológico de la obra de arte. Pero, de hecho, no sólo eso, sino que aborda también el problema acerca de la esencia de la verdad así como el de la cosa, es decir, cuestiones eminentemente ontológicas. 
  
En este trabajo me propongo, además de exponer en términos muy generales el contenido del mencionado texto, poner de relieve lo que a la luz de las conclusiones vertidas en dicho texto se manifiesta como la naturaleza de eso que llamamos una obra de arte: ¿Qué es una obra de arte?
 
Divido en tres secciones esta exposición. En la primera expongo y comento acerca de las concepciones filosóficas tradicionales de la cosa, las cuales se analizan con el fin de poder dar una definición de la obra de arte, entendida también como una cosa.

 En la segunda sección abordo la cuestión de la verdad en la obra de arte. Y en la tercera, expongo el análisis que hace Heidegger de la actividad de la creación artística.

LA COSA Y EL ÚTIL
El propósito de la obra que voy a tratar aparece explícito desde las primeras líneas: ¿cuál es el origen de la obra de arte? Es decir, ¿cuál es la fuente de la esencia de la obra de arte? Pero, pronto se ve que esta cuestión se entrelaza íntimamente con otra: ¿qué es el arte? El caso es que Heidegger decide iniciar su indagación tratando de definir lo que es la obra de arte, y lo hace considerando, de inicio, que la obra de arte no parece distinguirse mucho de otras cosas: una pintura yace colgada en la pared igual que una mercancía en un aparador, por ejemplo. ¿Qué diferencia existe entre la obra de arte y el resto de las cosas? ¿Qué hace a la obra ser obra? ¿Qué es lo cósico de la obra?

Para contestar a estos interrogantes, Heidegger se propone dar una definición de qué es una cosa, recurriendo a las definiciones que la filosofía tradicional ha vertido a lo largo de su historia. La primera de estas es la que dice que toda cosa es un núcleo llamado sustancia más sus accidentes. La primera es esencial, mientras que los segundos son superficiales. Pero, ¿qué es esta sustancia? La cuestión inicial, acerca de la cosa, parece persistir bajo otra forma; ahora, a la cosa, la llamamos sustancia, pero queda igualmente indefinida. El hecho de distinguir los accidentes de una cosa y luego eliminarlos no nos dice nada positivo acerca de la sustancia. Pero, además, Heidegger desconfía de esta definición de la cosa, pues observa la analogía que posee su estructura con la de la proposición, la cual se compone de un sujeto y un predicado. ¿No será que atribuimos, inconscientemente, esta misma estructura a las cosas, determinados por nuestro lenguaje? Entonces, no conocemos a las cosas tal y como son.

Otra definición tradicional de la cosa es la que dice que las cosas son la unidad de la multiplicidad de sensaciones dadas en los sentidos. Heidegger objeta esta definición diciendo que: Nunca percibimos, como pretende [la definición], en el manifestarse de las cosas, primero y propiamente un embate de sensaciones[1]. Es decir, en nuestras percepciones captamos siempre, junto con las sensaciones (sonidos, colores, etc.) y su unidad, a las cosas mismas, a su idea y las relaciones que guardan implícitamente con otras aunque no estén presentes. De aquí que esta definición de cosa no resulte apropiada.

Y la tercera definición que se analiza es la que dice que la cosa es la unidad entre materia y forma. Esta definición parece aplicarse con el mismo éxito tanto a las meras cosas como a los útiles. Por otro lado, materia y forma, son un par de conceptos alrededor de los cuales casi siempre ha girado la estética, o sea, la consideración teórica de las obras de arte. ¿Será adecuada esta definición de la cosa? Aunque parece aplicarse exitosamente tanto a las meras cosas, como a los útiles y a las obras, Heidegger descubre que esta definición se origina a partir de la confección de útiles y luego se extiende al resto de las cosas. En realidad: Materia y forma no son en ningún caso determinaciones originales de la cosidad de la mera cosa[2].

Hasta aquí, pues, ninguna de las concepciones filosóficas tradicionales de la cosa resulta libre de toda incertidumbre, y por ello, no son apropiadas para proseguir de ellas una investigación sobre la esencia de la obra de arte. Heidegger expresa este fracaso de la siguiente manera:

La cosa poco aparente se sustrae al pensamiento del modo más obstinado. ¿O deberá precisamente pertenecer a la esencia de la cosa, esta reticencia, este ser que tiende a no ser nada y que descansa en sí? ¿No debe entonces hacerse familiar para el pensamiento que trata de pensar la cosa, lo que hay de extraño y cerrado en su esencia? Entonces, si es así, no debemos forzar el camino hacia lo que tiene de cósico la cosa[3].

Desde aquí ya se anuncia ese rasgo del ente, de la cosa, como algo que se autooculta, y que más adelante Heidegger llamará tierra. La cosidad de la cosa tiende a no ser nada, se retrae en sí, se cierra. 

La sugerencia expuesta al final de la cita anterior, de no forzar el camino hacia lo cósico de la cosa, se traduce enseguida en un intento por explicitar, ya no lo cósico de la cosa, sino la esencia del útil. Esto, con la esperanza de que se aclare lo cósico de la cosa y lo que tiene de obra la obra.

¿Cuál es la esencia del útil? Una primera respuesta, más a la mano, es la que dice que el ser del útil consiste en la utilidad o en la utilización. El útil existe para ser utilizado, para servir. Al utilizarlos, es indiferente que pensemos en ellos, o los contemplemos, o los sintamos. No dejan de ser lo que son. De hecho, es algo característico que en su uso los útiles se “agoten”, que se “desgasten”, en el sentido de que nos olvidemos de ellos mientras los usamos. 

Heidegger también, intencionalmente, se da a la tarea de definir la esencia de un útil a partir de su representación en un cuadro. Se trata de un cuadro de Van Gogh donde se representan unos zapatos de labriega. ¿Qué nos dice el cuadro acerca de este útil?

En la oscura boca del gastado interior bosteza la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesantez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los largos y monótonos surcos de la tierra labrada, sobre la que sopla un ronco viento. […] Propiedad de la tierra es este útil y lo resguarda el mundo de la labriega. De esta resguardada propiedad emerge el útil mismo en su reposar en sí.[4]

Pero todo esto, revelado en el cuadro, es sabido por la labriega; intuitivamente, podría decirse. Entonces, el útil no sólo se caracteriza por ser usado y agotarse en su uso, sino que también está conectado referencialmente a otros eventos significativos. A este estado en que se halla el útil y dentro del cual tiene sentido su uso, Heidegger llama ser de confianza. Este ser de confianza no consiste únicamente en la seguridad que produce el uso habitual del útil. El ser de confianza es lo que revela al útil como una ventana de acceso al mundo en su totalidad.

El ser de confianza, pues, es la esencia del útil. Y esta esencia ha sido revelada, no por el útil mismo en su uso, sino por un cuadro, por una obra de arte. De aquí que, inadvertidamente, se ha accedido a una caracterización propia de la obra también. Pero, no es que la esencia del útil nos haya servido para ver la esencia de la obra.

LA ALETHEIA
El cuadro de Van Gogh ha hecho patente lo que el útil, el par de zapatos, en realidad es. Lo ha des-ocultado. Esto es lo que los griegos llamaban aletheia, que podemos traducir como verdad. Así que, la obra de arte se caracteriza por mostrar la verdad de los entes. Hay en ella un acontecer de la verdad. Heidegger dice que en la obra de arte se da un asentamiento estable de los entes.

Pero, además de eso, la obra establece un mundo a través del ser de confianza develado de los entes. Este ser de confianza, no obstante ser la esencia de los útiles, nunca se muestra como tal en el útil mismo. En él sólo se ve su utilidad y su agotarse como útil que se usa. El ser de confianza sólo se muestra en la obra de arte; en el mundo que esta establece. Y este mundo consiste en la apertura, en la luz, en un conjunto de señales significativas; por ejemplo, en el cuadro de Van Gogh: los zapatos, sus cordones, el suelo sobre el que reposan, etc. El mundo, en la obra de arte, se constituye por aquello conocido, habitual; imágenes que sirven sólo como vehículos de una realidad más profunda, que es la verdad que la obra pone en operación.

Pero, también, en este abrir un mundo se da un hacer la tierra:

Llamamos la tierra aquello a lo que la obra se retrae y a lo que hace sobresalir en este retraerse. Ella es lo que encubre haciendo sobresalir. La tierra es el empuje infatigable que no tiende a nada.[5]

La tierra se refiere a la esencia de la materia prima que se emplea en la creación de la obra. Como lo cósico de la obra, carece de sentido. El sentido lo da el mundo; la tierra se sustrae a mostrarse en su esencia. Más bien, su esencia es esto mismo: el ocultarse a sí misma. Es sobresaliente en la obra porque es la materia prima, el soporte del mundo que se abre en la obra. 

Mundo y tierra son dos rasgos esenciales en el ser-obra de la obra. Dos rasgos inseparables, siempre en tensión uno sobre el otro. El mundo necesita de la tierra porque es su soporte, y la tierra ocupa del mundo porque necesita mostrarse (y la función del mundo es abrir) como lo que se retrae, como el enigma de la cosa en sí. Ambos se necesitan y se afectan. Combaten una lucha en que se gesta la obra.

En la obra se asienta el acontecer de la verdad. De una verdad viva. Nunca es un saber acabado, precisamente por el rasgo de la tierra, que oculta y reserva verdades inciertas que son renovadamente descubiertas por sucesivas generaciones.

LA OBRA DE ARTE COMO CREACIÓN
En las consideraciones expuestas al final de la sección anterior se está pretendiendo ya la caracterización de la obra de arte como cosa, no a partir del ser del útil o de las meras cosas, sino de la obra misma. Pero, dado que la obra consiste en algo creado por el artista, Heidegger adopta el propósito de analizar el proceso de creación artística.

La diferencia esencial entre la producción de un útil (artesanía) y la producción de una obra artística radica en que en la primera no interviene propiamente el saber de la tecné. Sólo una actividad conciente que produzca un ente en que se ponga en operación la verdad puede ser tecné, y puede crear una obra de arte.

Ahora bien, ¿qué implica la aplicación de este saber experimentado, que es la tecné? Es decir, ¿en qué consiste el ser-creado de la obra? Heidegger nos dice:

La verdad sólo se instala como lucha en el ente que se produce, de modo que abre la lucha en ese ente, es decir, desgarrándolo. […] La verdad se establece en el ente y este mismo ocupa lo abierto de la verdad. Pero este llenar sólo puede acontecer cuando el producto, la desgarradura, confía a lo autoocultante que salta en lo abierto. La desgarradura debe retraerse en la pesantez de la piedra, en la muda dureza de la madera, en el oscuro ardor de los colores. […] La lucha llevada a la desgarradura y de este modo restablecida en la tierra y así fijada es la forma. El ser-creado de la obra quiere decir ser fijada la verdad en la forma.[6]

Aquí se trata del proceso de creación de la obra. Se hace mención, nuevamente, de la lucha que se establece entre mundo y tierra. Pero esta lucha de que se habla ahora no es precisamente la que se muestra en la obra ya terminada, la que des-oculta el ser de los entes en un asentar establemente su apariencia. La lucha entre mundo y tierra también se da antes del término de la obra como obra. El ente que sirve para poner en operación la verdad, para abrir un mundo y hacer la tierra, se conforma en el tiempo por el trabajo del artista. Y es esta conformación la que lleva en sí, también, la lucha antedicha. 

Heidegger emplea los términos “desgarrar” y “desgarradura”. En el proceso de creación de la obra, el ente que se maneja es desgarrado, puesto que en él se busca establecer el acontecer de la verdad como una lucha entre mundo y tierra. El mundo del artista y su técnica, ligada íntimamente a la materia prima que utiliza, se contraponen. Y este desgarrar el ente produce su desgarradura, la cual será propiamente la obra cuando brille en ella el acontecer de la verdad. Entonces la tierra, lo cósico del ente (que es ya la obra), acogerá en sí el mundo que el artista se vio dispuesto a abrir. Y este reposar de la lucha, en la desgarradura, es la forma. De ahí, pues, esa sentencia final con la que se define el ser-creado de la obra: “El ser creado de la obra quiere decir ser fijada la verdad en la obra”.

Esta consideración del proceso de la creación artística contrasta vivamente con aquellas otras que sugieren que la obra de arte es producto del genio. En estas otras concepciones se considera que la verdad manifiesta en la obra depende sólo del sujeto y, donde la tierra, la materia prima, la naturaleza, no juega ningún papel esencial. Pero, por lo dicho anteriormente, hay que entender que el artista (sea genio o no) no se impone absolutamente, sino que también la Cosa lo influye. La cosa misma también es protagonista de la creación artística.

CONCLUSIÓN
De todas las cosas, naturalmente existentes o creadas por el hombre, las obras de arte poseen un carácter especial. En ellas se revela el ser de los entes. Poseen en sí, pese a ser algo positivo, el trascender a sí mismas como objetos, como cosas, así como trascender lo que representan, mostrando de esta forma, simultáneamente, tanto la esencia de las cosas como la de la verdad misma. 

Pero vale la pena mencionar también que este carácter de trascendencia de la obra de arte es alimentado, asimismo, por el ser humano. El carácter de obra como objeto trascendente, ontológico, se sostiene por la relación que guarda con el hombre en la contemplación. 

Los espectadores juegan un papel importante en la existencia de la obra de arte como tal. Gracias a que hay sujetos espectadores capaces de la contemplación estética se mantiene el valor de las obras. Pero, ¿es el ser humano quien primordialmente les da valor a las obras al conformarlas y al contemplarlas, o tienen ese valor por sí mismas? ¿Serán las obras de arte un mero apéndice de la existencia humana?

Considero que algo de lo que el texto de Heidegger nos deja más claro es que, al menos en la conformación de la obra de arte, no puede verse al hombre como un fin absoluto. Podríamos decir, más bien, que es la misma naturaleza, o el Ser, lo que conforma a la obra a través del hombre.

BIBLIOGRAFÍA
1.      Heidegger, M. El origen de la obra de arte. FCE. México. 2006.
2.      Reale, G.; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico, tomo 3. Herder. Barcelona. 1992.
3.      Vattimo, G. Introducción a Heidegger. Gedisa. Barcelona. 1995.





NOTAS:
[1] El origen de la obra de arte, p. 39.
[2] Ibíd., p. 42.
[3] Ibíd., p. 44.
[4] Ibíd., pp. 46-47.
[5] Ibíd., p. 60.
[6] Ibíd., pp. 75-76.
[7] Ibíd., p. 78.