La
situación de la violencia en México durante el sexenio del todavía presidente
espurio, Felipe Calderón, no sólo pone a pensar cuál es el sentido de la
persona humana, sino que lo hace en medio de una angustia inevitable. ¿Cómo es
posible la muerte de casi 70 mil personas, la mayoría civiles, y la mayoría de
esta mayoría ajenas a las actividades delictivas (los llamados “daños
colaterales”)? ¿Cómo es posible que este presidente no manifieste ninguna
contrición ante tan “inhumano” acontecimiento? ¿Por qué parece haber perdido
todo valor la vida humana?
Detenernos
a reflexionar sobre estas cuestiones es algo que no se debe posponer, puesto
que es muy probable que no sea un hecho casual,
algo exclusivo de este sexenio, algo que va a desvanecerse cuando Calderón deje
el poder. Él pudo ser el detonante, pero las condiciones para la explosión ya
estaban dadas desde antes de su arribo al gobierno. El próximo gobierno de
México tendrá frente a sí las mismas condiciones que han hecho posible la
barbarie por la que hemos atravesado en los últimos seis años. Ellas son las
raíces de la deshumanización en México, que el próximo presidente podrá
intentar eliminarlas o, como lo hizo Calderón, fortalecerlas más aún.
Algunas
de dichas condiciones son la pobreza, la ignorancia, la corrupción, la
promoción de una cultura hedonista, consumidora y vanidosa; y todo esto, con un
origen común: la ambición al dinero de una clase social parasitaria, pero capaz
de reprimir a la sociedad entera en virtud de su poder político. En el fondo,
nos encontramos con el modelo económico neoliberal como la causa de esta
tragedia mexicana. Y los modos en que acontece la deshumanización son: la
desfiguración de la persona, en lo individual, y de la ciudadanía en lo
colectivo.
El valor de la persona.
¿Qué
significa ser una persona? La pregunta adquiere su pertinencia al observar, por
ejemplo, el fenómeno del tráfico de inmigrantes por el crimen organizado en
México, como si fuera un negocio cualquiera; además de disponer de la vida de
estas personas como si de ganado se tratara. Es algo vergonzoso e indignante.
Igualmente, podríamos mencionar los feminicidios de Ciudad Juárez, o quienes
mueren por efecto de “balas perdidas” en el fuego cruzado entre policías y
delincuentes, y muchos otros casos en que las autoridades permanecen
indiferentes, dejando tales crímenes en la impunidad.
¿Quiénes
son las personas? ¿Las víctimas? ¿Los victimarios? El homicidio es, quizás, la
mayor afrenta a la humanidad, por lo que es algo que va contra el propio
homicida, que se deforma a sí mismo en su acción para convertirse en una aberración
humana, en un monstruo. Y, no obstante la inhumanidad de la acción homicida,
tiene una lógica o un sentido, un motivo pasional extremo: el dinero, o algún
tipo de poder que finalmente ha de retribuirles dinero. No hay una finalidad
moral o de bien común en las acciones criminales, aunque organizaciones como
“Los caballeros templarios” se asuman como un “grupo insurgente”. Es poco
probable, por otro lado, que dichas acciones obedezcan principalmente a un mero
gusto por matar seres humanos. Atribuir a la locura este problema social sería
desviarnos de sus causas verdaderas e impedirnos darle una solución adecuada.
Ya
en el siglo diecinueve, Marx señaló que el capitalismo es un sistema de producción
que desvaloriza la vida de los trabajadores, a través de la explotación
laboral; en él, es el capital quien se impone como algo vivo y con personalidad
propia a los hombres, incluyendo a los mismos capitalistas, que fungen como sus
agentes. El capital genera en ellos la pasión de la avaricia, así como del
poder como instrumento para satisfacer aquella. Y a quienes conforman las
clases desposeídas los cosifica convirtiéndolos en meras mercancías. ¿Acaso no
es esto mismo lo que observamos ante la inhumana explotación de la persona en
México?
La
verdadera persona no debe tratarse nunca como un medio para otra cosa, sea
personal o impersonal, sino que debe sernos siempre un fin en sí mismo. Pero,
además, debe sobre todo respetarse lo que podríamos llamar su esencia: su
voluntad libre. Esta libertad de la voluntad, sin embargo, no es algo dado de
por sí en la existencia humana, sino algo que se cultiva (y que se conquista),
y aunque depende en cierta medida de la condición socioeconómica del sujeto,
creo que depende más de su desarrollo cultural. Este tiene que ver con la
asunción de ciertos valores necesarios para la existencia humana tanto como lo
son el comer, el beber y la comodidad, que conciernen más que nada a lo
económico. La música, la literatura, el arte en general, la historia, la
filosofía, entre otros contienen dichos valores, que deben ser inculcados a los
individuos a través de la educación.
Ciudadanía débil: un México sin
rostro.
Al
mencionar el término “ciudadanía” no pretendo referirme a algo meramente
exterior a la persona, que por el solo hecho de haber nacido en México y tener
18 años, por ejemplo, ya soy un ciudadano o tengo la ciudadanía mexicana. Más
bien me refiero a la condición política que un conjunto de personas hacen valer
con la fuerza de su organización, de acuerdo al marco constitucional de la
nación. En este sentido, la ciudadanía no es algo que nos llega, que cae del
cielo, sino que se conquista.
En
cierto modo, se puede decir que la ciudadanía requiere que dentro de la
sociedad se formen verdaderas personas, esto es: seres humanos activos, con una
voluntad libre. El ciudadano es la persona que siempre está al cuidado de las
leyes que redundan en provecho de todas y cada una de las personas que forman
la sociedad, que incluso participa en su elaboración, puesto que él mismo como
persona, es el principio y fin de esas leyes. Las leyes y el estado en general
deben ser entendidas como un medio para el desarrollo de la persona, y no como
un fin último.
Esta
participación de los ciudadanos mexicanos es la que ha estado ausente en los
últimos años, al dejar pasar acciones gubernamentales que violan la
constitución (como la ley televisa, en 2006), donde el poder ejecutivo y el
legislativo, no han tenido la menor resistencia de la ciudadanía.
Marx
y Engels, en su “Manifiesto del Partido Comunista”, exponen las distintas
etapas de la organización del proletariado, desde la mera acción individual
hasta la conquista de una situación en la cual se hace capaz de disputarle el
poder político a la burguesía. En esa cima de la organización proletaria se
promueven no sólo valores de tipo económico, como lo haría una mera
organización sindical, sino de todos los tipos que sirvan a la naturaleza
humana (laicos, por supuesto): valores morales, históricos, estéticos,
políticos, lingüísticos, etc. Por ello, en esta lucha se busca la conformación
no sólo de un nuevo gobierno, sino de una nueva persona, a través de esa
organización lograda que es la ciudadanía.
Conclusiones.
Sería
ocioso entrar en la indagación de si es la persona quien define la ciudadanía o
es la ciudadanía lo que posibilita la emergencia de la persona. Ambas son un
reflejo de la otra, son fenómenos concomitantes. Lo que importa es ver cómo es
posible su desarrollo. Y, según podemos interpretar del marxismo, esto es a
través de la interacción social organizada en torno al bien común. Si el crimen
se organiza, ¿podemos ser tan pesimistas para creer que el amor y la solidaridad
no pueden hacer lo mismo, y con igual o mayor fuerza, en torno a la justicia?
La
deshumanización en México, manifiesta en el apogeo del crimen y la explotación,
tiene su origen en que no es el ciudadano quien lleva las riendas de la vida
social, sino los políticos corruptos que él mismo ha tolerado: desde el
presidente de la república hasta el más insignificante político; y, junto con estos políticos, los poderes fácticos del crimen organizado, entre otros. Tiene su
origen en la falta de una verdadera democracia, porque no se ha conquistado la
verdadera ciudadanía. Todos somos responsables de esta tragedia nacional, no
sólo el gobierno. Y antes que esperar una solución de parte de la clase
política, debemos construirla con nuestras propias manos.