por Mauricio Enríquez
Mi nombre es Tristán, y escribo esta historia en medio de la locura (recluido en un manicomio desde hace cinco años), como un fiel testimonio de mi desgracia. Y aunque lo que aquí me trajo ocurrió hace cinco años, sé que debo empezar mi relato por los días de mi temprana niñez, o más allá, en la inconsciente infancia, si me fuera posible recordarla. Porque el espíritu que ahora quiero describir ha existido desde el origen mismo de la raza humana.
Mi nombre es Tristán, y escribo esta historia en medio de la locura (recluido en un manicomio desde hace cinco años), como un fiel testimonio de mi desgracia. Y aunque lo que aquí me trajo ocurrió hace cinco años, sé que debo empezar mi relato por los días de mi temprana niñez, o más allá, en la inconsciente infancia, si me fuera posible recordarla. Porque el espíritu que ahora quiero describir ha existido desde el origen mismo de la raza humana.
Como
tantos otros niños, fui objeto de múltiples abusos físicos y psicológicos por
parte de algunos adultos. Les reprocho a mis padres no haberme cuidado lo
suficiente. Asimismo, denuncio a la sociedad entera por engendrar esos
monstruos que fueron mis explotadores. Porque, debido a su pernicioso influjo,
mi carácter adoptó una actitud huraña ante las personas ajenas a mi círculo
familiar. Carecí completamente de amigos, en la escuela y fuera de ella. Mis
padres eran mis únicos amigos, mi única fuente de humanidad.
Con
mis hermanos menores me comportaba como un tirano, llegando a veces a la
violencia física, además de la psicológica, que era constante. En contraste,
fuera de mi casa me convertí en defensor de los débiles: de las niñas de mi
clase que eran hostigadas por mis compañeros, de los animales (o incluso
plantas) que eran maltratados, entre otras acciones. Fui el paladín de los
débiles y explotados, adquiriendo el mote de “el boxeador” entre los demás
escolares.
La
primera herida amorosa la sentí a los once años, en el último grado de la
escuela primaria. No sé si fue por emular a mis compañeros que enfocaban sus
miradas hacia ella y me decían: “¡Ve qué buena se ha puesto!”, después de lo
cual ella volteaba a vernos como si nos hubiera escuchado; o fue que ellos
sabían que yo le gustaba, y me invitaban a quererla también. El caso es que me
enamoré de ella con un amor pusilánime. Me limitaba a verla a la distancia,
ardiendo en el deseo de recorrer la fina curvatura de su cuerpo con mis manos;
considerándome afortunado de recibir solamente una mirada de sus grandes ojos
nocturnos.
En
el último festejo del “Día del niño” que tuvimos, otro mocito tuvo el valor de
invitarla a ser su pareja en el baile de graduación. Siempre había sido mi
rival con ella. Desde entonces, en medio de ese extraño dolor que a penas
conocía, entendí que la rivalidad amorosa es una maldición eterna e implacable.
Siempre habrá otro acechando o en posesión efectiva de la mujer deseada.
De
esta manera se había desenvuelto mi niñez, sin tener plena consciencia que
detrás de todas mis actitudes estaba un miedo profundo, olvidado, cuya génesis
se hallaba en aquellas primeras vivencias de humillación.
***
Al
paso de los años, cuando inicié mis estudios de bachillerato, tuve que cambiar
de ambiente. Mis padres me enviaron a la capital, por lo que me busqué un techo
donde pasarla.
Encontré
disponible un cuarto en una casa grande, cuya dueña era una viuda enferma.
Además de mí, Doña Bárbara tenía otros tres inquilinos. A sus sesenta años era
todavía una mujer de carácter duro, aunque amable, a veces irónico.
-Joven
Tristán –solía decirme-, deje ya esa patética timidez. Aquí, ¡el que no habla
se friega!
Mi
habitación se hallaba en la azotea, adonde los demás huéspedes subían a lavar
su ropa. E inevitablemente pasaban por mi cuarto. Doña Bárbara me había
advertido de este pequeño inconveniente que, sin embargo, acepté.
La
casa era algo vieja, con muchos pasillos y habitaciones. Pero los pasillos y
lugares públicos como la sala de estar, la biblioteca, la cocina, el patio y el
jardín, estaban permanentemente vigilados por cámaras de seguridad. Igual el
cuarto de la señora. Sólo las habitaciones de los inquilinos y los baños
estaban fuera de esa vigilancia.
Los
fines de semana, durante el día, eran idóneos para hacer mis labores escolares
en mi modesto cuarto. Aunque muchos de esos días, sobre todo los domingos,
acostumbraba salir a pasear por los parques y plazas de la ciudad. Y en las
noches, generalmente frescas, rara vez me era difícil conciliar el sueño. Pero
cuando esto ocurría, constataba lo que contaban los otros huéspedes, acerca de
ciertos ruidos que se oían en las paredes.
-Sí,
parece que es la tubería –les dije-. Debe estar muy deteriorada.
Esos
eventos fácilmente explicables no significaban para mí preocupación alguna,
como otro que me ocurrió. Desperté en medio de la noche sintiendo un miedo
glacial en todo el cuerpo y sin poder moverme. El terror sólo me permitía mover
los ojos. Mi respiración era agitada, al igual que mi ritmo cardiaco. A mi
derecha, como a dos metros de mis pies, estaba la puerta de salida a la azotea.
Mi campo visual no me alcanzaba para verla, pero sentía cómo desde allí se propagaban
hacia mí una especie de corrientes etéreas que al tocarme daban la sensación de
miedo. Y sabía que desde allí me miraba alguien… ¡Era el Diablo! Eso pensé, a
pesar de que no creía en él… Pero sabía que sólo el Diablo podía causar ese
miedo tan profundo. De pronto, la habitación se fue llenando de la fragancia
del sexo femenino, y mi cuerpo se empezó a liberar, poco a poco, hasta que pude
levantarme de la cama.
Tardé
en volver a dormir y, al amanecer se volvió a trastornar mi espíritu al reparar
en que me hallaba acostado en una posición inversa: con los pies en la cabecera
de la cama. A pesar del miedo que me producían estos extraños hechos, no se los
platiqué a nadie en la casa.
***
Varios meses después de haber iniciado las clases de la prepa organizamos en nuestro grupo un intercambio de regalos. Recuerdo que lo realizamos un viernes en la ribera del río Culiacán. Y me sirvió de pretexto para acercarme a una muchacha que me venía gustando.
-¡Gracias!
¡Qué bonito! –exclamó Eve, al recibir el oso de peluche que le obsequié.
Aproveché
el momento para charlar con ella, sentados sobre la hierba fresca y
contemplando el paso del río, que por momentos llevaba sobre sí algunas ramas
secas de los árboles.
-¿Estás
a gusto donde vives ahora? ¿No extrañas tu casa, a tus padres? –me preguntó, como
para romper el hielo.
-A
veces sí, pero ya me estoy acostumbrando… y, sobre la casa, no me puedo quejar.
Lo único es que…
-¿Qué?
–inquirió Eve, mirándome con curiosidad. Y entonces le conté lo que ya me había
ocurrido varias veces por las noches, omitiendo de mi relato, por pudor, lo del
olor a sexo femenino.
-¡Ah!...
Dicen que eso pasa cuando un fantasma se relaciona con uno… sexualmente.
-Pero
yo no vi ningún fantasma. Además, el Diablo, que tampoco lo vi, ni es un
fantasma ni tampoco creo que quisiera sexo conmigo…
-Pero,
¿por qué crees que no te podías mover? Era un fantasma encima de ti. ¿No
escuchaste algún gemido? ¿Percibiste algún olor u otra sensación?
-¡No!
Aunque
Eve era la primera persona de quien recibía semejante explicación (era, en
realidad, la primera a quien se lo confiaba), nada de lo que me dijo me
sorprendió. Como si de algún modo ya lo supiera. Pero, más que el hipotético
fantasma, me preocupaba el Diablo, acechándome para destruirme si ninguna
justificación, salvo la de ser esa su naturaleza: destruir.
***
Ese
fin de semana se distinguió por la ausencia de Doña Bárbara, que fue a Mazatlán
a visitar a uno de sus hijos por un par de días. Pero llegó el domingo y no se
tenía noticia de ella.
-No
la he visto desde el jueves por la noche. Ni siquiera vi a qué hora se fue el
viernes –dijo en un tono preocupado uno de los inquilinos.
-Debe
estarla pasando bien… No tiene mucha prisa por volver –replicó otro.
El
lunes, volviendo de la escuela, miré un vehículo de la policía afuera de la
casa. Un agente estaba interrogando a los huéspedes.
-¿Qué
pasa? –pregunté al llegar con mis vecinos de cuarto.
-Doña
Bárbara, Tristán… La asesinaron… -me dijo uno de ellos, mientras el agente
indagaba con una fría mirada mis reacciones.
-¿Cómo?
¿Dónde?
-¡Aquí
mismo! Estaba oculta en el armario... Hasta que empezó a heder nos dimos cuenta…
¡Es horrible!
No
podía creer semejante atrocidad. Los hijos de Doña Bárbara lucían desconsolados
y amenazantes a la vez, porque nosotros, quienes compartíamos la casa con su
madre éramos los primeros en la lista de sospechosos. Pero, ¿qué motivo
podíamos tener? El trato con la señora siempre había sido respetuoso, no
faltaba dinero ni joyas, además de que todos permanecíamos en la casa. Entonces
cruzó por mi mente una imagen que me estremeció. Habría quizás un intruso, un
inquilino que pasaba desapercibido.
La
policía no pudo hallar el arma homicida, ni una huella, ni el video de
seguridad que el asesino debió robarse. No obstante, todos los huéspedes éramos
sospechosos. Y cuando se me ocurrió mencionar lo del Diablo me empezaron a ver
con un interés especial.
***
Dormí plácidamente por varios días, sin las visitas recurrentes del Diablo. Pero una mañana me despertó la voz de los agentes de policía en mi recámara:
-Tristán,
acompáñenos a la delegación. Está usted detenido.
Y me
llevaron allí, acusado del asesinato de Doña Bárbara, sin poder entenderlo.
Juraba no ser el asesino, y no cedía ante sus incitaciones a que confesara mi
supuesto crimen. Entonces fue cuando encendieron el monitor de una T.V. y me
hicieron ver un video.
-¿No
dirás, ahora, que el que aparece allí no eres tú?
Era
yo, u otro muy parecido a mí, no lo sé… Y seguí negando haber hecho lo que veía
en la grabación. Había bajado en la madrugada desde mi cuarto hacia la cocina,
donde tomé un cuchillo; llevaba puestos ya unos guantes de látex. Después subí al cuarto de la señora y la miré
dormir por unos segundos, hasta que al oprimir su boca con mi mano izquierda y
asestar las primeras cuchilladas con la derecha, Doña Bárbara abrió sus ojos de
espanto y dolor, mirándome con una interrogación que ya nunca tendría
respuesta.
Estaba
atónito, con una angustia que me desbordaba el alma, como si yo mismo hubiera
sido el acuchillado. No era posible tanta saña y tanta frialdad. Porque después
de semejante acción sobre una persona, me dispuse tranquilamente a limpiar la
escena del crimen y esconder el cadáver. Me vi entrar al baño para lavar
meticulosamente el cuchillo ensangrentado y tirar los guantes por el retrete. Finalmente,
estaba en la biblioteca, el centro de control de las cámaras de seguridad. Eché
una mirada hacia la cámara, el silencioso testigo de mi barbarie, y recogí la
última prueba de mi delito.
Seguí
negando mi crimen. Dije que el video había sido editado para inculparme. Los
agentes se vieron entre sí con enfado y soltaron un ligero suspiro. Entonces
llamaron a alguien que se hallaba tras una puerta.
-Señorita,
salga, por favor.
Y
miré salir a Eve, con el osito de peluche que le había regalado en sus manos.
Sus ojos estaban algo enrojecidos, como si hubiera llorado, y al verme empezó a
hacerlo copiosamente.
-Esta
muchacha dice que tú le regalaste el muñeco, ¿es cierto?
-Sí.
-Pues,
dentro del muñeco se encontraron los discos del video de vigilancia. ¿Niegas
haberlos puesto allí tú mismo?
Sentí
que mi consciencia se internaba en una espesa bruma para siempre. Sólo pude
exclamar a Eve, con un dejo de amargura, como para reivindicarme; ante su
rostro contraído en una mueca de dolor y espanto por mi locura, y ante la
estupefacción de los policías:
-¡El
Diablo!... ¡Fue él!... ¡El Diablo la mató!