En
el siglo XIX, Carlos Marx afirmó que los gobiernos no son más que
los consejos administrativos de las clases dominantes de una sociedad
(en nuestro tiempo, la Burguesía). Y la función de estos gobiernos,
antes que la realización del Bien Común o de la Justicia, es más
bien amortiguar los choques violentos entre las clases antagónicas
que coexisten al interior de las sociedades; mantener cierto “orden”,
que es el que conviene a las clases dominantes. Aún en nuestros días
no es esto algo ajeno a la realidad que vivimos: nuestros gobiernos
sirven en sus acciones a unos y organizan la explotación de otros.
Pero
hay algunas características en nuestros actuales gobiernos que
despiertan una mayor indignación que la ya mencionada condición
histórica de toda sociedad dividida en clases: que los gobiernos
sirvan a intereses delincuenciales. El servicio del gobierno a una
clase social puede ser hasta conveniente si esta expresa en su
existir ideales de perfeccionamiento humano, como lo han sido en la
historia todas las clases en ascenso económico, político y
cultural. Pero, ¿por qué habría de convenir a quienes ejercen una
hegemonía política el contubernio entre gobierno y delincuentes?
¿No son estos últimos, por definición, contrarios al orden legal
que garantiza la existencia de una sociedad capitalista? ¿Cómo
explicar entonces que haya surgido este contubernio? Trataré
enseguida de formular algunas hipótesis.
Es,
quizás, Juan Jacobo Rousseau el primero en exponer explícitamente
una definición de la corrupción política. En su obra “El
contrato social”, escrito en 1762, el pensador ginebrino señala lo
siguiente: “Así como la voluntad particular obra sin cesar contra
la voluntad general, así el gobierno se esfuerza continuamente
contra la soberanía”. Cada individuo es, a la vez, un ciudadano.
En cuanto lleva en sí el deber de las normas civiles, y es fiel a
ellas en sus acciones, es un ciudadano; pero también es un individuo
con intereses propios, incluso egoístas, y estos intereses luchan
siempre contra el interés general o bien común expresado en las
leyes de la sociedad. Igualmente, quienes conforman el gobierno,
aunque con una mayor responsabilidad de cumplir con la ley, son
individuos de la misma naturaleza, susceptibles de salirse del cauce
de lo legal. Así, Rousseau coloca en el mismo plano al delincuente y
al político corrupto.
Según
lo anterior no es de sorprenderse que un político corrupto se alíe
con delincuentes civiles, siendo ambos individuos quebrantadores de
la legalidad. Lo que sí sorprende es que se establezca este
contubernio delincuencia-poder para crear prácticamente una forma
clandestina de actividad económica que compite lo mismo con las
actividades industriales y comerciales, que con el sector primario. Y
lo más indignante es el tipo de mercancía que presumen estos
“nuevos burgueses”: la vida humana. Como si arribaramos a una
especie de “neoesclavismo”. El secuestro y la extorsión, la
trata de personas, la prostitución, la administración de la pobreza
y la compra de votos son sólo algunos de los nuevos negocios que han
despuntado dentro del mercado mexicano. En todos ellos, como es
evidente, hay un atentado contra la dignidad humana.
Parece
que la corrupción política (y su impunidad) es un factor
determinante para la proliferación de estas actividades delictivas
y, sin embargo, no es el único factor. A menos que en el futuro
próximo se quiera legislar la esclavitud humana o hagamos valer
nuestras leyes actuales, seguiremos viviendo esta contradicción
profunda entre la práctica del poder político en México y la
esencia de una sociedad liberal, cuyo fin sea el desarrollo económico
y socio-cultural. Pero para hacer valer nuestras leyes es preciso:
primero, que éstas sean realmente expresión de la voluntad de los
ciudadanos, que verdaderamente sirvan a las necesidades nacionales; y
segundo, que haya instituciones fuertes que eviten su transgresión.
Y ambas cosas exigen la participación activa de los ciudadanos.
De
lo anterior se deduce otro factor primordial de la alianza
delincuencia-poder: la ausencia de un sujeto histórico-social que
ofrezca un proyecto de desarrollo nacional, la ausencia de una
verdadera burguesía mexicana que dirija el país. Lo que se tiene es
una clase parasitaria del erario público que, cuando no actúa
según su propio interés, está sometida a otros intereses
particulares (civiles) que no significan desarrollo o, en el peor de
los casos, está sometida a intereses extranjeros. Y lo que han
creado todos estos “sujetos sociales” es un caos en México.
Ninguno de ellos sirve como clase dirigente ni puede sostener una
hegemonía política real, es decir, duradera, estable. Es cuestión
de tiempo para que sucumban y pasen al “basurero de la historia”,
pero ese no es el problema, sino quién los ha de sustituir.
El
esfuerzo de los pocos y verdaderos ciudadanos mexicanos debe
encaminarse primero hacia la consolidación de una independencia
económica, es decir, hacia la ruptura de todo lo que nos hace
dependientes de las potencias trasnacionales. Generar una industria
nacional en todos los sectores posibles. Paralelamente a ello es
necesario que se conforme una cultura del trabajo y de la
creatividad, que se plasmen en el lenguaje y en la actividad práctica
los ideales nacionales. Esta es una labor pedagógica, aunque tenga
que realizarse fuera del ámbito de la escuela o de la universidad.
Si la ciudadanía mexicana logra conquistar de este modo sus propios
espacios, organizada en unidad identitaria, obtendrá por añadidura
el poder político o estará más cerca de ello. Esperando que
entonces triunfe la dignidad humana.