lunes, 8 de marzo de 2010

El último día

... ¿qué aprovechará al hombre, si ganare
todo el mundo, y perdiere su alma?
Mateo 16: 26.

Había despertado esa mañana como en otra cualquiera. La luz del naciente día se filtraba a través de las blancas cortinas alegremente, invitándolo a hacer algo nuevo, a recrearse la vida. Él sentía en su pecho esa halagüeña petición de la naturaleza, ahora liberada a sí misma. Su rostro esbozó por un instante una sonrisa, como contemplando la posibilidad de una gran empresa; pero, casi enseguida se borró, ensombrecida en una mueca provocada por una mala experiencia, que no alcanzaba a recordar. Entonces, se levantó maquinalmente de la cama e inició el rito cotidiano del baño y el acicalamiento, del desayuno, de la prisa por alcanzar el transporte que lo lleva al trabajo.

Por la ventanilla mira a la gente en las calles. Todos caminando a prisa en distintos sentidos, chocando unos con otros, repeliéndose y enderezando cada uno el destino que les toca en esa mañana. Entonces quiere invadirlo un sentimiento de dolor y de pánico por él y por todos, pero la escena dentro del autobús se lo impide: adelante, en los primeros asientos, una viejecita pobremente vestida conversa con la mujer que le acompaña; más allá, en la otra hilera de asientos, un hombre obeso cabecea, durmiéndose; y a su lado, un niño uniformado se prepara para tomar su mochila y bajar. «Todo está permitido», se escucha, como un susurro interior. Nada anormal había en lo que estaba pasando, nada qué denunciar ni qué juzgar negativamente.

Al llegar a las puertas de su empleo compró a una muchacha el periódico, echando un vistazo a las noticias de la primera plana. «Anuncian inminente crisis económica», leyó en el encabezado; luego, al margen derecho y al centro de la página alcanzó a ver la nota que decía: «Encuentran tres cuerpos decapitados en un vehículo abandonado». Entonces dobló rápidamente por la mitad el diario, súbitamente, girando la mirada a la puerta de la oficina donde trabajaba, y se encaminó casi inconscientemente a su interior. Saludó a los compañeros que ya estaban presentes y se sentó a su escritorio, desdoblando otra vez el periódico.

En el fondo de su mente se preguntaba en secreto qué tanto tenía que ver él con esas cosas que sucedían, es decir, cómo formaba parte de esa historia, si es que formaba parte de ella. Pero, ¿acaso no era él tan ajeno a todo tipo de violencia? ¿Acaso no se dedicaba diligentemente a su trabajo en el despacho? ¿Por qué entonces la violencia y las crisis? ¿Tenía él algo que ver en ello?

Estas cuestiones lo inquietaban secretamente, mientras se dedicaba a hacer balances y demás operaciones contables en su escritorio.

-¡Sr. López! –Lo llamó en un grito su jefe, el Sr. Martínez, en cuanto lo vio en su puesto-: es la última vez que le permito que llegue usted tan tarde. La entrada es a las 8:00 y son las 8:30. Ni siquiera yo que soy su jefe me doy el lujo de llegar 30 minutos tarde a trabajar. ¿Quién se cree usted?

Sabía que eso era algo inoportuno y desafortunado. La voz autoritaria de su jefe le molestaba profundamente, lo cual le producía comezón en las manos. Sus manos ardían, como si la sangre en ellas estuviera hirviendo. Pero, por fuera, temblaban, y él balbuceó:
-¡No, señor…! Ha sido por el tráfico… Pero… ya… no volverá a pasar.

-Más le vale, porque si no, será mejor que se busque otro trabajo.

- Así será…

El Sr. Martínez dio media vuelta dándole la espalda y atravesó el umbral de su oficina, cerrándola al entrar. López permaneció en su lugar, aún perturbado por la terrible amenaza de perder el trabajo. Aunque había algo más en el fondo, otro motivo de su desazón, que no alcanzaba a conocer ni él mismo. Y se puso a seguir con su trabajo contable.
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López había conocido a Lucy en el autobús, ya que sus respectivos trabajos estaban sobre la misma ruta. Ella trabajaba como enfermera en un hospital privado del centro de la ciudad y, una vez que iban en el mismo transporte, él amablemente le ofreció su lugar. Al verla, su rostro le había parecido tener un resplandor que le daba confianza: «Ésta sí sabe amar» –pensó, muy en el fondo. Esa vez, cuando ella bajó, se despidieron con una mirada y una sonrisa muy francas, como asegurando un futuro encuentro. Y así fue.

Los encuentros en el transporte se volvieron esperados por López; en realidad, la parte más agradable de su rutina. Era la única ocasión del día en que podía conversar humanamente con alguien. Lucy lo comprendía, y él podía confesarse con ella como si fuera consigo mismo, sin la más mínima reticencia. La alegría que le producía su trato con ella era de una liberación extraordinaria; el amor que le llegó a tener era puro, es decir, incondicional.

Empezaron a salir juntos, prolongando aquellas charlas en que él se recreaba alegremente. A veces iban al cine, otras veces al parque o a cenar juntos; en otras ocasiones, simplemente, Lucy iba a su casa, y la pasaban juntos día y noche. Y todo parecía perfecto. Pero nunca, ninguno había mencionado nada acerca de un compromiso formal. Y cuando López se atrevió a mencionarlo, Lucy mutó su semblante.

-¿Qué? Pero si eso no es necesario… Así estamos bien…

-¿No quieres casarte conmigo? – Inquirió López, con cierto aire de tristeza-. Creí que todo estaba bien entre nosotros.

-¡No todo!… - Contestó, insidiosa-. Es cierto que nos llevamos bien y, en verdad, yo te aprecio mucho, pero… Tú sabes… Esto es sólo una prueba y, la verdad, yo deseo asegurar mi bienestar económico… Te lo iba decir…

Estas palabras de Lucy, como si hubiesen envenenado el aire que él respiraba, le carcomían el corazón. Todo el idilio que había imaginado de su vida con ella, todas sus esperanzas, se derrumbaban de súbito.

A pesar de esta situación, él le propuso continuar, con la idea en mente de convencerla, y ella aceptó su propuesta. Sin embargo, ya nada era igual que antes. Aquella confesión, quizás la única sincera que le hiciera Lucy, había matado sus esperanzas y, con ello, su gozo y su buena actitud presentes; y López era incapaz de revivirlas.
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Eran ya las cinco de la tarde. Algunos de sus compañeros ya se habían adelantado en salir. López finiquitaba algunas operaciones en su escritorio, cuando sonó su celular.

-¡Bueno!

Era Salazar, un viejo compañero de la universidad con quien solía ir de parranda. La llamada tenía ese fin. Y era muy significativa para ambos, después de años de no verse. De alguna manera, le serviría para salir un poco de su frustración amorosa platicar con alguien que lo pudiera entender y aconsejar.

-Claro. Ahora estoy por salir del despacho. Si quieres nos vemos en “El periodista” en una hora… Está bien… Hasta luego.

Entonces se levantó y salió del lugar, hacia la calle.

-«¿Qué habrá sido de Salazar en estos últimos años?» –Se preguntaba, entre sí, mientras se encaminaba por la acera hacia la parada de los camiones que lo llevaran al lugar de la reunión.

Ciertamente, sabía que su amigo se había casado hacía dos años con Mónica, que era una compañera de la facultad. Pero ellos y otros camaradas habían compartido entonces muchos momentos a los cuales él era ajeno, en su habitual y congénito retiro de la chorcha vulgar. Por eso le inquietaba saber el rumbo que había tomado la vida de sus amigos en el matrimonio. También quería saber más acerca del éxito profesional de Salazar, de lo cual tenía sólo vagas noticias.

Al internarse en el bar, el ambiente en penumbra y el característico olor a alcohol revivieron en su memoria los pasados momentos de compañerismo. Pero de eso ya habían pasado diez años, en los cuales no había vuelto a ver a su excompañero; tan sólo sabía de lo que se enteraba a través de otros, como lo de su matrimonio con Mónica.

-¡Mi estimado Adrián López! ¿Cómo le ha ido al señor?- Oyó la voz entusiasta de Salazar, viniendo desde la barra. Allí estaba, algo cambiado: más gordo, bien vestido, y prodigando un lenguaje mesurado y seguro, calculado, que a López le dejó una mala impresión, como de hipocresía.

-¡Hola, Gilberto! ¿Cómo has estado?- Le dijo mientras se estrechaban en un saludo y abrazo fraternal.

Se sentaron a la barra y pidieron unas cervezas. La curiosidad de Adrián no menguó con el choque que recibió al ver el estado físico y psicológico en que hallaba a su viejo amigo. Miraba con profunda atención todos sus gestos y movimientos, a la par que hurgaba mentalmente, meticulosamente, el sentido de sus palabras. Ese no parecía Salazar; parecía otro que pretendía suplantarlo por algún oscuro motivo.

-Me enteré que ahora participas de las acciones de la empresa en que trabajas- inquirió Adrián.

-¡Ah, sí! Veo que ya te fueron con el chisme… Fue algo que me costó muchos años de esfuerzo. Esperaría que tú también cambiaras tu suerte, si trabajaras en una empresa diferente, no en un despacho…

-Bueno, la verdad es que estoy bien así. Lo que más deseo es tener tiempo libre, sin demasiadas preocupaciones.

-¿De veras? Pues ¡qué aburrido, hermano! Perdona que no comparta ese deseo tuyo. Además, tú ya sabrás que me casé, y tengo que ver por el bien de la familia.

-Sí, ya supe. Y, ¿cómo les ha ido?

-Pues bien, creo. Casi no nos vemos durante el día, porque ambos trabajamos. Pero en la noche… tú ya sabes… Aunque todavía no tenemos hijos. No creo que sea el momento de criarlos todavía.

Adrián volvió a sentir un impacto afectivo de tristeza al oír estas palabras a Gilberto. No era lo que esperaba oír. Hubiera querido escucharle decir que, a la par de un trabajo solvente, compartiera un buen tiempo con Mónica, construyendo un proyecto de vida en común, con hijos, etc. Pero, todo resultó en decepción.

-Bueno, espero que pronto los tengan, y que hagan una verdadera familia.

-Sí, ya vendrá ese día. Y tú, ya verás que también vas a caer

-¡Dios te oiga!

-Sí, pero no te atengas.

El resto de la charla no representó nada de especial interés para Adrián, que siguió mirando con sorpresa a su interlocutor, como a un extraño, más aún después de darse cuenta de su verdadera naturaleza. Empezaba a advertir que la imagen que tenía era la del Gilberto joven que conoció en la facultad. Este era un Gilberto ya envejecido, y no sólo por el tiempo, sino por una enfermedad cuyos síntomas no había visto aún en aquellos días de estudiante, porque no era el momento de su manifestación. Ahora, el mal parecía avanzado, incurable.
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Adrián llegó a su casa a medianoche. En medio de la oscuridad, entre sus paredes, inmerso en el vértigo que el alcohol le producía, se sentó a pensar. Estaba solo. Se sentía más solo que nunca antes. Pensaba en él, en su vida sin sentido, y con todas las fuerzas de su deseo trataba de recordar algo bueno en esa vida. Inexorablemente, fueron desfilando frente a sus ojos los recuerdos tristes: la cotidiana desdicha por no haber encontrado una vocación genuina a qué consagrarse, los fracasos amorosos, y la soledad, sobre todo, que no era más que esa tristeza de saberse ajeno a los demás, separado, desunido. Sí, la soledad era lo que más le dolía.

Pero en medio de ese mar tempestuoso de imágenes y sentimientos tristes brillaba una tenue luz de alegría. Era él mismo, o más bien dicho, su inquietud, su vida. De pronto se dio cuenta de que la causa de su tristeza no residía tan sólo en la mala suerte o en la adversidad de las circunstancias, sino en un secreto propósito que se albergaba dentro de él, en su mente. Había sufrido porque quería una vida distinta a la vida común. Reconoció su propio deseo y sonrió. Pero el cansancio de la jornada le hizo cerrar los ojos…

Quizás mañana, al despertar nuevamente, si lograra recordarlo, convertiría ese sueño en realidad.

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