miércoles, 28 de diciembre de 2011

El amor en campaña

Periódico La Jornada
Luis Hernández Navarro


El amor ha entrado de lleno a las campañas presidenciales en México. Lo ha hecho de la mano de Andrés Manuel López Obrador y su propuesta de fundar una república amorosa, basada en tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. “La meta última de la política –asegura el candidato de las izquierdas electorales– es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad”.

El amor se ha convertido en un concepto político. Cerca de la tradición religiosa en la que amor refiere a la constitución de la comunidad, López Obrador considera que "el bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos", y el amor un fundamento para elaborar un código del bien.

Javier Sicilia, el dirigente del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que dio a la movilización social opuesta a la estrategia de guerra contra el narcotráfico una visibilidad, dimensión, amplitud y trascendencia inusitadas, elaborando un discurso novedoso alrededor del dolor, el amor y la injusticia, rechaza este concepto.

En una charla reciente, señaló que Andrés Manuel López Obrador se confunde cuando habla de una "República amorosa", porque "no es posible pensar en el amor cuando se habla del poder". Y añadió: "Uno es generoso o amoroso porque sí, no por imposición. No puede haber una república amorosa, sino justa, de paz, igualdad y fraternidad", acotó.

Ya antes Sicilia había criticado el amor abstracto de Felipe Calderón, al que considera, siguiendo a Albert Camus, peor que el odio. Según el poeta, “Encubierto en su amor abstracto y en su puritanismo –que sólo puede ver la maldad en el crimen no amparado por el Estado–, (el presidente) considera que los jóvenes que mueren a diario de manera inocente o culpable son necesarios para hacer posible el bien”.

La cuestión del amor como instrumento para la acción política eficaz y como un concepto que va más allá de los límites de la pareja se ha debatido en la izquierda desde hace años. Ernesto Che Guevara decía en El socialismo y el hombre en Cuba: "Déjenme decirles, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad".

Más recientemente, los más criticados que leídos Antonio Negri y Michael Hardt han reivindicado el poder transformador del amor en la política. Retomando la visión de Baruch Spinoza de que el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. El filósofo holandés –dice Negri– "considera que después que se ha comido y bebido es necesario amar, y que amar no es sólo simplemente amarse para reproducirse: es amarse para organizarse, para estar juntos, para inventar el lenguaje, para producir".

La obra de Negri y Hardt ha tenido eco en las filas del altermundismo. “Necesitamos –escriben– recuperar el sentido material y político del amor, un amor tan fuerte como la muerte (…) el amor sirve a nuestros proyectos políticos en común y para la construcción de una sociedad nueva. Sin este amor, no somos nada.”

Por supuesto, la propuesta de López Obrador sobre una república amorosa no está inspirada en estos autores. No hay ninguna evidencia de que así sea. Pero el tema es materia de debate en una parte de la nueva izquierda.

Con su república amorosa el aspirante presidencial de las izquierdas se ha reinventado electoralmente, después de que sus lemas "Por el bien de México: primero los pobres" y "La mafia del poder" se han agotado. Presentado por un sector de la derecha política y el mundo intelectual como responsable de un encono social que existe independientemente de él, AMLO decidió construirse la imagen de un político tolerante, que rehuye la confrontación. Además de aliarse con algunos representantes del mundo empresarial modificó el discurso con el que resistió al fraude electoral en su contra en 2006.

La iniciativa de la república amorosa surge del propio entorno y reflexión política del candidato. Sin embargo, tiene grandes similitudes con las campañas políticas no convencionales que, alrededor del amor, permitieron a Hugo Chávez ganar las elecciones presidenciales de Venezuela en 1998 y en 2006; a Daniel Ortega triunfar en 2006 y 2011; a Lula da Silva salir avante en Brasil en 2002, y a Ollanta Humala vencer en Perú en 2011.

En los comicios de 1998, Chávez rompió el discurso electoral prevaleciente en la historia venezolana y utilizó frases como: "Yo estoy lleno de amor" y "necesitamos amor". Triunfó. En las elecciones de 2006 repitió la medicina dando a conocer su "Mensaje de amor para el pueblo de mi Venezuela". La oposición lo acusó de usar recursos demagógico sólo para ganar votos, pero, a pesar de ello, volvió a ganar. "Siempre, todo lo he hecho por amor"–decía el entonces candidato.

Lo mismo sucedió con Daniel Ortega en Nicaragua. Después de perder las elecciones presidenciales de 1990, 1996 y 2001, triunfó en las de 2006 y 2011 con un mensaje pacifista y solidario, que apelaba al amor. Cambiando el leninismo por el lennonismo en 2006 utilizó la versión en español de la canción de John Lennon Give Peace a Chance.

En octubre de 2002, Lula adoptó para las presidenciales una estrategia bautizada como "paz y amor", que evitó confrontaciones y radicalismos, y le permitió hacer a un lado las resistencias a su imagen de ex líder sindical.

En 2011, Ollanta Humala repitió con éxito la campaña del brasileño, asesorado por Luis Favre, y por Valdemar Garreta, ambos vinculados con el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. Hasta Mario Vargas Llosa terminó votando por él.

En un momento marcado por la violencia, la república amorosa busca desmarcarse del discurso político tradicional apelando al amor, a la honestidad y a la justicia. En los hechos, retoma el espacio simbólico y el lenguaje abierto por la lucha de Javier Sicilia. Si eso permitirá a López Obrador capitalizar electoralmente el hastío ciudadano ante la inseguridad, el desempleo y el desprestigio de la clase política, es algo que está por verse. Pero, por lo pronto, la política del amor es una de las novedades de la temporada.


martes, 20 de diciembre de 2011

Una concepción personalista del tiempo


El tiempo como expresión de la esencia humana.
Spinoza definió la duración como la “continuación indefinida de la existencia”, indefinida porque no se sigue necesariamente de la naturaleza de la cosa que dura. Esta duración es referida a las cosas finitas, es decir, aquellas que tienen un principio y un final. Así, la duración es el “tiempo” de cada cosa, que no es más que su propia existencia. Y se halla este tiempo o duración de las cosas estrechamente relacionado con otro concepto spinoziano: el conato. Éste es el esfuerzo que toda cosa pone en perseverar en su ser; o dicho en otros términos, el esfuerzo de la existencia. Y dicho conato constituye la esencia de las cosas. Así, el tiempo entendido como duración también es esencial al ser humano.

            Según esta definición del tiempo podría quizás entenderse la tristeza que implica “perder el tiempo”: significa perder la vida, morir. Si la esencia del ser humano es su esfuerzo por sostenerse como ser humano, y este esfuerzo que se da en su existencia es su tiempo, su duración indefinida, entonces sólo tiene sentido decir que se pierde el tiempo cuando se abandona la propia esencia, tornándose la existencia en un lastre, en una vida de esclavitud. Es la vida enajenada del ser humano.

            Dado que Spinoza define el conato humano como “deseo”, que es consciente, diremos que el tiempo es parte del deseo humano, de su esfuerzo por autoconservarse: es, como continuación indefinida de la existencia, expresión del deseo humano. Y como tal, es primordialmente presente, actualidad, acción. Mas, como acción, es el presente en conexión íntima con el pasado y el futuro: es acción consciente y transformadora. El pasado es deseo, al igual que el futuro, y ambos se resuelven en el presente.


La pérdida inconsciente del tiempo
El tiempo es expresión del deseo, pero no toda expresión del deseo realiza perfectamente a éste. Así, nuestro tiempo puede ser imperfecto tal como lo puede ser nuestra conducta. Tal imperfección es a la vez una aproximación y una pérdida de nuestra genuina vivencia del tiempo. Es una pérdida inconsciente del tiempo, porque la persona se entrega a objetos o conductas que no propician la realización verdadera del deseo, aunque efectivamente satisfagan dichos objetos o conductas algunas inclinaciones personales. Aquí se involucra un aspecto cognitivo: la consciencia de la verdad. Y en la existencia humana lo verdadero es también lo mejor o lo preferible, según el entendimiento y no según determinaciones extrañas al ser íntegro del hombre.

            Pueden un objeto o conducta parecernos buenos, realizadores de nuestro verdadero deseo, y estar, sin embargo, en un fatal error. Perdemos inconscientemente nuestro tiempo. No nos percatamos de ello, y gustosamente acariciamos las cadenas que nos atan, sin darnos cuenta clara de las otras posibilidades (mejores, más genuinas) de la vida. El deseo mejor realizado es aquel que no sólo satisface parcialmente al cuerpo y la mente, sino que lo hace en su totalidad. Este puede tomarse como criterio de valor y de verdad. El ejercicio del entendimiento es lo que hace posible la definición de los medios propicios para la satisfacción íntegra del deseo humano. Dicha satisfacción es lo que llamamos felicidad.

            ¿Bajo qué formas perdemos inconscientemente nuestro tiempo? Lo más común es hacerlo en la rutina de las conductas sociales establecidas. Dichas conductas son necesarias en cuanto sirven a la sobrevivencia de las personas, pero al carecer de un sello personal-individual, se asimilan en el mejor caso como una imposición útil. Pero las verdaderas personas trascienden dicho ámbito de la rutina social, en la creación de una vida común mejor (transformando la ya existente o desarrollando otra como alternativa).

            Pero la otra cara de la pérdida inconsciente del tiempo es cuando nos dedicamos a satisfacer el cuerpo y la mente sin que dicha satisfacción cree un lazo con el mundo que lo reconfigure. Se exacerba aquí el valor individual de la persona, olvidando su dimensión social, es decir, que la persona se hace en la relación con otras personas. La autosatisfacción egoísta, que no genera ningún lazo con los demás, puede ser dañina en tanto pervierte la fuente de la personalidad humana. La persona se debilita, y se fortalece un monstruo de persona.


Tiempo social versus tiempo personal
La existencia personal no puede reducirse al rol social que cumple. Si bien dentro de dicho rol social puede dar una aportación personal, fruto del ejercicio de su libertad, y obtener de ello muchas satisfacciones, su verdadera naturaleza es plurifuncional, reacia a reducirse a un solo tipo de actividad. Nada humano le es ajeno a la persona. Por ello, la persona busca formas institucionales cada vez más respetuosas de la libertad individual, para realizarse integralmente.

El tiempo social es el que se despliega en las actividades socialmente establecidas. Dentro de él, el ser humano aprende a ser persona, pero se confirma sobre todo en la creación de sus propias actividades, relaciones e instituciones sociales. La limitación de la existencia al tiempo social consiste a lo sumo en una práctica reiterativa de lo ya hecho. Es algo cómodo y no problemático, característico de la persona común, cuya vida se desenvuelve en la rutina de la cotidianidad, sin los momentos de riesgo que se hallan implícitos en la realización de cosas diferentes.

Las personas deben propiciar en sus acciones un sano equilibrio entre la realización del tiempo social y el tiempo personal. Pero, dado que el primero ya está determinado (y sólo tienen que seguirlo), su reflexión principal debe orientarse en torno al problema de cómo insertar su tiempo personal dentro del propio tiempo social y más allá de él.

Esto último es la consideración de los medios para la realización de la propia vida, en la acción consciente, en nuestro tiempo.  Y es la continuación de la consideración de los fines, es decir, del deseo inherente a la propia persona, que no sólo hace referencia a un satisfactor meramente individual, sino a la vez social. Así, la vivencia del propio tiempo implica la consciencia de nuestras verdaderas necesidades igual que la de nuestra situación objetiva o social para definir los medios útiles a la realización de dichos deseos.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El desarrollo moral





El ideal es un gesto del espíritu
hacia alguna perfección.
José Ingenieros

Dentro de la ética, el concepto de “virtud” puede entenderse como la facultad, poder o capacidad que tienen las personas para hacer “lo bueno”. En lo sucesivo asumiré esta definición de virtud, con el fin de exponer una propuesta personal del modo como puede desarrollarse este poder humano. Y, en vista de este propósito general, no es posible soslayar la importancia que tiene también el concepto de “conciencia moral”. Ambos conceptos corresponden a facultades humanas susceptibles de un perfeccionamiento. Además, sin conciencia moral no hay virtud; así como sin virtud, hablar de conciencia moral es hablar de una mera fantasía. Ambas facultades se interrelacionan. La virtud corresponde a la capacidad de actuar, mientras que la conciencia a la de pensar.
            Pero, ¿cómo describir un modo posible de desarrollo de la virtud y de la conciencia moral? He aquí el problema. Antes de abordarlo propiamente es necesario ubicarse en la escena del fenómeno de la moral y describir su estructura, aunque esta sólo sea tentativa o aproximada. Sánchez Vázquez nos dice a este respecto: «[…] en la moral encontramos un doble plano: a) el normativo, constituido por las normas o reglas de acción e imperativos que enuncian algo que debe ser; b) el fáctico, o plano de los hechos morales, constituido por ciertos actos humanos que se dan efectivamente […]»[1] Y entre estos elementos indispensables en todo hecho moral está implícito otro, que es el objeto de la acción y también de la norma: lo bueno.
            Echando un vistazo a la historia de la ética se ve cómo lo bueno ha tomado una gran variedad de formas, como: el conocimiento, la justicia, la felicidad, Dios, el poder, etc.[2] Su definición es imprescindible en la formación de una teoría de la moral, así como para el fin de describir un desarrollo posible de la moral. Por ello, paso a reflexionar acerca de qué es lo bueno para el ser humano.
            El hombre tiene, de manera natural, el deseo de conocer; mediante el conocimiento de la naturaleza y de su mundo se adapta a ellos y sobrevive. Así, el conocer es una función necesaria para el hombre. Pero también hay que decir que, con el uso de su razón, el hombre no sólo se adapta, sino que también influye sobre su entorno y lo transforma. Por medio de su saber y su acción, el hombre participa en la evolución de la realidad. Esto es similar a lo que José Ingenieros comenta acerca de la “perfección”:

Nada puede permanecer invariable en un cosmos que incesantemente varía; cada elemento de lo inconmensurable tiende a equilibrarse con todo lo variable que lo rodea. En esa adecuación a la armonía del todo consiste la perfección de las partes.[3]

En vista de las características esenciales de la existencia humana mencionadas, al considerarlas en el contexto de la moral (que tiene que ver con la forma en que los individuos de una sociedad deben relacionarse, buscando un bienestar genuino), nos hallamos con que lo bueno debe ser la afirmación de dichas cualidades en este contexto. El pensamiento y la acción han de dirigirse hacia la búsqueda del bienestar humano, individual y social. “Lo bueno” está implícito en la necesidad humana de conocer y hacer la propia vida. Ser bueno o “tener virtud” es cumplir con la necesidad humana de conocer y transformar en el ámbito de nuestras relaciones con el prójimo.
Así, pues, está constituida la escena de la moral: por un lado las normas, por otro, los actos, e implícitamente entre ambos, lo bueno. Estos son los elementos principales que protagonizan el desarrollo moral, mientras existen otros elementos secundarios de los cuales se hablará enseguida, al tratar sobre la forma en que interactúan los elementos principales.
Las normas y los actos morales pueden expresarse en dos formas: como costumbres o como creación. La primera es una forma pasiva y convencional, mientras que la segunda es activa y revolucionaria. Es en esta última donde hallamos el verdadero espíritu de la moral, que busca siempre renovarse a sí misma. En la moral activa, no son normas escritas o actos morales cotidianos los que rigen; en su lugar están la consciencia moral y las acciones heroicas. La consciencia moral se forma fines de acuerdo a las condiciones concretas de las relaciones sociales y sus posibilidades en el futuro:

[La] perfectibilidad incesante, al ser inteligida por la mente humana, engendra creencias aproximativas acerca de la perfección venidera […] Los ideales son hipótesis de perfectibilidad, simples anticipaciones del eterno devenir.[4]

            Los ideales son fines que la razón humana se construye en los cuales anida la posibilidad de un perfeccionamiento. En la decisión de realizarlos aparece el sentimiento del deber. Sobre este, también Ingenieros nos dice:

Sin ser ley escrita, el sentimiento del deber es superior a los mandamientos reveladores y a los códigos legales: impone el bien y execra el mal, ordena y prohíbe. Refleja en la consciencia moral del individuo la consciencia moral de la sociedad […][5]

Tanto los ideales como el sentimiento del deber no derivan de ninguna autoridad externa al sujeto que los posee, sea esta la costumbre, la iglesia o códigos legales, sino que provienen de una consciencia moral genuina en el individuo. A su vez, esta consciencia moral es la interiorización de un conjunto de relaciones en que el sujeto ha participado activamente, fortaleciendo su integridad. La consciencia moral genuina y la actividad creadora, original, son mutuamente dependientes. Así, también existe una consciencia moral enajenada que corresponde a un conjunto de relaciones en que el sujeto no vale por sí mismo, sino por su inclusión en tal conjunto de relaciones. En este caso el individuo no es creador de su vida moral, ésta no mana de sus decisiones; sino que simplemente es un “usuario” del conjunto de relaciones existentes, a las que adapta su comportamiento.
En relación con la consciencia moral, Erich Fromm distingue también una consciencia autoritaria y una consciencia humanista (enajenada y genuina, respectivamente, en los términos ya mencionados). Sobre la consciencia humanista dice:

La consciencia humanista […] contiene asimismo la esencia de nuestras experiencias morales en la vida. En ella conservamos el conocimiento de nuestro fin en la vida y de los principios por medio de los cuales lo logramos […] es la expresión del interés propio y de la integridad del hombre, mientras que la consciencia autoritaria se ocupa de la obediencia, el autosacrificio y el deber del hombre o su “ajuste social”.[6]

            Mediante una consciencia humanista (genuina) fuerte el hombre es capaz de establecer relaciones productivas con sus semejantes; mientras que con una consciencia autoritaria (enajenada) no, puesto que serán relaciones rutinarias, de sumisión o de dominio, en donde no participa como persona íntegra sino más bien como un objeto. Enajena su humanidad proyectándola fuera de sí: en otra persona, en el deber, etc.
            Ambas formas de consciencia coexisten en todo individuo, ya que en el mundo actual coexisten también las condiciones que las posibilitan, las cuales son ostentadas o internalizadas por aquel (en el cuerpo individual y desde el cuerpo social). Mas sólo podemos proponernos el desarrollo de una consciencia moral genuina, es decir, que abogue por el desarrollo personal y social. Para ello puede ser de suma utilidad el ejercicio conjunto de la “reflexión” y de la “experimentación”: reflexionar con la experiencia (vida moral cotidiana) y experimentar con los productos de la reflexión (ideales).
            En lo dicho anteriormente queda claro que los ideales están sujetos a la verificación experimental y son susceptibles de modificaciones:

[…] Sobreviven los más adaptados, es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo […] Todo ideal […] es una visión remota y por lo tanto expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección.[7]

            La persona tiene que elegir entre dos opciones: una vida moral rutinaria (que más bien sería una muerte moral) o una  moral creativa, en la que haga valer su condición humana esencial. Si elige la segunda, tendrá que valerse de la reflexión sobre sus experiencias espontáneas para crear sus ideales y, de la experimentación deliberada con sus ideales para verificarlos; y todo esto para lograr ese equilibrio con el cual se adapta a su medio moral, pero transformándolo también. Y para esto están llamados, no sólo los filósofos, sino todo hombre y toda mujer. Es el modo en que pueden desarrollar su moralidad, cuyos elementos son la virtud y la consciencia.





Notas:

[1] Sánchez Vázquez, A. Ética. Ed. Grijalvo. México. 1969. P. 55.
[2] Para una historia de lo bueno, consúltese: MacIntyre, A.; Historia de la ética; Ed. Paidós.
[3] Ingenieros, J. Las fuerzas morales. EDITORA LATINOAMERICANA. 1957.  P. 57.
[4] Ídem, p. 57.
[5] Ídem, p. 68.
[6] Fromm, E. Ética y psicoanálisis. FCE. México. 1986. P. 174.
[7] Ingenieros, J. Op. Cit. P. 110.