El ideal es un gesto del espíritu
hacia alguna perfección.
José Ingenieros
Dentro
de la ética, el concepto de “virtud” puede entenderse como la facultad, poder o
capacidad que tienen las personas para hacer “lo bueno”. En lo sucesivo asumiré
esta definición de virtud, con el fin de exponer una propuesta personal del
modo como puede desarrollarse este poder humano. Y, en vista de este propósito
general, no es posible soslayar la importancia que tiene también el concepto de
“conciencia moral”. Ambos conceptos corresponden a facultades humanas
susceptibles de un perfeccionamiento. Además, sin conciencia moral no hay
virtud; así como sin virtud, hablar de conciencia moral es hablar de una mera
fantasía. Ambas facultades se interrelacionan. La virtud corresponde a la
capacidad de actuar, mientras que la conciencia a la de pensar.
Pero, ¿cómo describir un modo
posible de desarrollo de la virtud y de la conciencia moral? He aquí el
problema. Antes de abordarlo propiamente es necesario ubicarse en la escena del
fenómeno de la moral y describir su estructura, aunque esta sólo sea tentativa
o aproximada. Sánchez Vázquez nos dice a este respecto: «[…] en la moral
encontramos un doble plano: a) el normativo,
constituido por las normas o reglas de acción e imperativos que enuncian algo
que debe ser; b) el fáctico, o plano
de los hechos morales, constituido por ciertos actos humanos que se dan
efectivamente […]»[1]
Y entre estos elementos indispensables en todo hecho moral está implícito otro,
que es el objeto de la acción y también de la norma: lo bueno.
Echando un vistazo a la historia de
la ética se ve cómo lo bueno ha tomado una gran variedad de formas, como: el
conocimiento, la justicia, la felicidad, Dios, el poder, etc.[2] Su
definición es imprescindible en la formación de una teoría de la moral, así
como para el fin de describir un desarrollo posible de la moral. Por ello, paso
a reflexionar acerca de qué es lo bueno para el ser humano.
El hombre tiene, de manera natural,
el deseo de conocer; mediante el conocimiento de la naturaleza y de su mundo se
adapta a ellos y sobrevive. Así, el conocer es una función necesaria para el
hombre. Pero también hay que decir que, con el uso de su razón, el hombre no
sólo se adapta, sino que también influye sobre su entorno y lo transforma. Por
medio de su saber y su acción, el hombre participa en la evolución de la
realidad. Esto es similar a lo que José Ingenieros comenta acerca de la
“perfección”:
Nada
puede permanecer invariable en un cosmos que incesantemente varía; cada
elemento de lo inconmensurable tiende a equilibrarse con todo lo variable que
lo rodea. En esa adecuación a la armonía del todo consiste la perfección de las
partes.[3]
En
vista de las características esenciales de la existencia humana mencionadas, al
considerarlas en el contexto de la moral (que tiene que ver con la forma en que
los individuos de una sociedad deben relacionarse, buscando un bienestar
genuino), nos hallamos con que lo bueno debe ser la afirmación de dichas
cualidades en este contexto. El pensamiento y la acción han de dirigirse hacia
la búsqueda del bienestar humano, individual y social. “Lo bueno” está
implícito en la necesidad humana de conocer y hacer la propia vida. Ser bueno o
“tener virtud” es cumplir con la necesidad humana de conocer y transformar en
el ámbito de nuestras relaciones con el prójimo.
Así,
pues, está constituida la escena de la moral: por un lado las normas, por otro,
los actos, e implícitamente entre ambos, lo bueno. Estos son los elementos
principales que protagonizan el desarrollo moral, mientras existen otros
elementos secundarios de los cuales se hablará enseguida, al tratar sobre la
forma en que interactúan los elementos principales.
Las
normas y los actos morales pueden expresarse en dos formas: como costumbres o
como creación. La primera es una forma pasiva y convencional, mientras que la
segunda es activa y revolucionaria. Es en esta última donde hallamos el
verdadero espíritu de la moral, que busca siempre renovarse a sí misma. En la
moral activa, no son normas escritas o actos morales cotidianos los que rigen;
en su lugar están la consciencia moral y las acciones heroicas. La consciencia
moral se forma fines de acuerdo a las condiciones concretas de las relaciones
sociales y sus posibilidades en el futuro:
[La]
perfectibilidad incesante, al ser inteligida por la mente humana, engendra
creencias aproximativas acerca de la perfección venidera […] Los ideales son
hipótesis de perfectibilidad, simples anticipaciones del eterno devenir.[4]
Los ideales son fines que la razón
humana se construye en los cuales anida la posibilidad de un perfeccionamiento.
En la decisión de realizarlos aparece el sentimiento del deber. Sobre este,
también Ingenieros nos dice:
Sin
ser ley escrita, el sentimiento del deber es superior a los mandamientos
reveladores y a los códigos legales: impone el bien y execra el mal, ordena y
prohíbe. Refleja en la consciencia moral del individuo la consciencia moral de
la sociedad […][5]
Tanto
los ideales como el sentimiento del deber no derivan de ninguna autoridad
externa al sujeto que los posee, sea esta la costumbre, la iglesia o códigos
legales, sino que provienen de una consciencia moral genuina en el individuo. A
su vez, esta consciencia moral es la interiorización de un conjunto de
relaciones en que el sujeto ha participado activamente, fortaleciendo su
integridad. La consciencia moral genuina y la actividad creadora, original, son
mutuamente dependientes. Así, también existe una consciencia moral enajenada
que corresponde a un conjunto de relaciones en que el sujeto no vale por sí
mismo, sino por su inclusión en tal conjunto de relaciones. En este caso el
individuo no es creador de su vida moral, ésta no mana de sus decisiones; sino
que simplemente es un “usuario” del conjunto de relaciones existentes, a las
que adapta su comportamiento.
En
relación con la consciencia moral, Erich Fromm distingue también una
consciencia autoritaria y una consciencia humanista (enajenada y genuina, respectivamente,
en los términos ya mencionados). Sobre la consciencia humanista dice:
La
consciencia humanista […] contiene asimismo la esencia de nuestras experiencias
morales en la vida. En ella conservamos el conocimiento de nuestro fin en la
vida y de los principios por medio de los cuales lo logramos […] es la
expresión del interés propio y de la integridad del hombre, mientras que la
consciencia autoritaria se ocupa de la obediencia, el autosacrificio y el deber
del hombre o su “ajuste social”.[6]
Mediante una consciencia humanista
(genuina) fuerte el hombre es capaz de establecer relaciones productivas con
sus semejantes; mientras que con una consciencia autoritaria (enajenada) no,
puesto que serán relaciones rutinarias, de sumisión o de dominio, en donde no
participa como persona íntegra sino más bien como un objeto. Enajena su
humanidad proyectándola fuera de sí: en otra persona, en el deber, etc.
Ambas formas de consciencia
coexisten en todo individuo, ya que en el mundo actual coexisten también las
condiciones que las posibilitan, las cuales son ostentadas o internalizadas por
aquel (en el cuerpo individual y desde el cuerpo social). Mas sólo
podemos proponernos el desarrollo de una consciencia moral genuina, es decir,
que abogue por el desarrollo personal y social. Para ello puede ser de suma utilidad
el ejercicio conjunto de la “reflexión” y de la “experimentación”: reflexionar
con la experiencia (vida moral cotidiana) y experimentar con los productos de
la reflexión (ideales).
En lo dicho anteriormente queda
claro que los ideales están sujetos a la verificación experimental y son
susceptibles de modificaciones:
[…]
Sobreviven los más adaptados, es decir, los coincidentes con el
perfeccionamiento efectivo […] Todo ideal […] es una visión remota y por lo
tanto expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y
esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a
la posibilidad de la perfección.[7]
La persona tiene que elegir entre
dos opciones: una vida moral rutinaria (que más bien sería una muerte moral) o
una moral creativa, en la que haga valer
su condición humana esencial. Si elige la segunda, tendrá que valerse de la
reflexión sobre sus experiencias espontáneas para crear sus ideales y, de la
experimentación deliberada con sus ideales para verificarlos; y todo esto para
lograr ese equilibrio con el cual se adapta a su medio moral, pero
transformándolo también. Y para esto están llamados, no sólo los filósofos,
sino todo hombre y toda mujer. Es el modo en que pueden desarrollar su
moralidad, cuyos elementos son la virtud y la consciencia.
[2] Para una historia de lo bueno,
consúltese: MacIntyre, A.; Historia de la
ética; Ed. Paidós.
[3] Ingenieros, J. Las fuerzas morales. EDITORA
LATINOAMERICANA. 1957. P. 57.
[4] Ídem, p. 57.
[5] Ídem, p. 68.
[6] Fromm, E. Ética y psicoanálisis. FCE. México. 1986. P. 174.
[7] Ingenieros, J. Op. Cit. P. 110.
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