Introducción.
En
la actual situación de violencia que se vive en México es pertinente la
pregunta sobre el significado y el valor de la Persona. Tal parece que estamos
arribando a una etapa de grave deshumanización o, para decirlo con un término
más concreto, de “despersonalización”, en la que imperan intereses mezquinos
relacionados con los poderes político, económico e ideológico.
El
problema, desde mi punto de vista, es integral. Está en la base de la formación
del mexicano común, tanto como persona y como ciudadano. Por ello, resulta
pertinente plantearse la cuestión acerca del significado de ser una persona,
desde un punto de vista filosófico. Esto es lo que intentaré en este ensayo a
través del análisis de los rasgos que comúnmente se le atribuyen a las
personas, a saber: la consciencia y la libertad.
Para
esto apoyaré mis argumentos en la filosofía clásica de autores como Spinoza,
Marx y Kant, en quienes los temas de la libertad y la consciencia tienen
especial resonancia. ¿Es la consciencia, como un mero reconocer nuestros
deseos, lo que nos hace personas? ¿O existe otra forma de consciencia que nos
sea más digna? ¿Somos seres libres o seres determinados? A estas y otras
preguntas específicas trataré de ofrecer una respuesta adecuada, o al menos
plausible.
Formas de consciencia y lenguaje.
La
consciencia es una característica humana que suele mencionarse al querer
distinguir a la especie humana de las especies meramente animales. Es una
característica personal en tanto que es manifestada por cada uno de los
individuos que presumen pertenecer a dicha especie humana. Pero, ¿en qué
consiste exactamente tal consciencia?
En
términos generales, la consciencia es una saber: un saber acerca de nuestro
entorno, de nuestra circunstancia, pero también acerca de nosotros mismos, una
apercepción. Un saber que en su mínima expresión versa sobre la mera existencia
del mundo en que nos movemos, incluyéndonos a nosotros mismos, antes que un
saber sobre su esencia. Por esto es
que la consciencia tiene diversos grados de desarrollo que, siguiendo a
Spinoza, podríamos clasificar en tres: imaginación, razón y ciencia intuitiva.
El
filósofo holandés nos dice en su Ética
acerca de esta consciencia como saber y autopercepción que:
El alma humana no conoce el mismo
cuerpo humano ni sabe que existe sino por las ideas de las afecciones con las
que el cuerpo es afectado[1].
Y:
El alma humana no se conoce a sí
misma sino en cuanto que percibe las ideas de las afecciones del cuerpo[2].
Así,
pues, según Spinoza la base de la consciencia está en las afecciones del
cuerpo, en la experiencia que éste tiene de las cosas y que produce en el acto
ciertas ideas en la mente humana. Y en esas ideas de las afecciones del cuerpo
humano están implícitas tanto la naturaleza del cuerpo humano como la de los
cuerpos que lo afectan, por lo que será siempre en primera instancia un
conocimiento inadecuado, confuso y mutilado, tanto de uno mismo como de las
cosas. Este modo primario de conocimiento es el que Spinoza denomina
imaginación.
Como
forma de conocimiento a través de las afecciones corporales, la imaginación es
un tipo de conocimiento de índole primordialmente individual. Es el
encadenamiento de las ideas de las cosas según el orden en que nos afectan en
particular como individuos, planteándosenos la cuestión de si es posible que
nuestra mente pueda seguir un orden distinto, ya sea el orden propio de las
cosas mismas que nos muestre su ser en sí, o bien, al menos un orden propio a
la naturaleza humana en sí que podemos denominar “el orden del entendimiento”.
El
tipo de conocimiento que Spinoza denomina “razón” es aquel en que la mente
humana sigue el orden del entendimiento. Mediante la razón se puede tener una
idea adecuada de las cosas, puesto que el alma humana es determinada internamente a contemplar “muchas cosas
a la vez, a entender sus concordancias, diferencias y oposiciones”[3]. Esta
determinación interna del alma debe entenderse como “actividad del alma”,
mediante la cual es causa libre de sus ideas y no un mero escenario en que las
ideas de las afecciones se ponen de manifiesto aleatoriamente.
Esta
cualidad de “internas” de las determinaciones del alma humana en la actividad
racional, sin embargo, no significa que sea el mero individuo la sede de la
razón, ya que su capacidad es muy limitada en comparación con lo que puede
hacer en conjunto con otros individuos. La actividad racional se logra a través
del uso de instrumentos intelectuales que, aunque son empleados por el individuo
que está capacitado casi naturalmente para usarlos, no pueden adquirirse sino
en la colaboración social. Se trata de los signos, particularmente el lenguaje
hablado.
Para Marx y Engels, el
trabajo y el uso del lenguaje tienen un lugar especial en la formación de la
consciencia humana. Engels supone el origen histórico del lenguaje como sigue: “[…]
el perfeccionamiento del trabajo contribuía a acercar más entre sí a los
hombres de la sociedad, al multiplicar los casos de ayuda mutua, de acción en común,
aclarando en cada uno la conciencia de la utilidad de esa colaboración. En
suma, los hombres en formación llegaron al punto en que tenían algo que decirse”[4]. Según
él mismo menciona más adelante, el trabajo y el lenguaje son factores
esenciales en la conformación de la mente propiamente humana: “Primero el
trabajo; luego, y con él, la palabra: he ahí los dos principales estímulos bajo
cuya influencia el cerebro de un mono ha ido pasando gradualmente a ser cerebro
humano”[5].
En el trabajo y en el
lenguaje se manifiestan la unidad o coincidencia de actos y deseos de grupos
humanos, de lo cual resulta una forma de afección o experiencia que refuerza
las potencialidades de la especie. Y es en esta experiencia esencialmente
social donde se forma la consciencia humana. Es lo que origina, a su vez, la
conveniencia de la sociedad como un medio útil a la existencia individual de
sus miembros. El esfuerzo de cada uno por perseverar en su ser se ve reforzado
por el esfuerzo de todos por mantener las instituciones sociales útiles para la
vida en común.
La aprehensión simbólica
de las cosas en derredor es lo que distingue la sensación animal de la humana,
y lo que deriva dicha aprehensión simbólica es el lenguaje, la palabra. Esta es
un instrumento intelectual que se va perfeccionando social e históricamente.
En el lenguaje convergen
y se cristalizan los esfuerzos individuales de la especie en la representación
de las cosas. Por esto, en cierto sentido, tiene de por sí un cierto carácter
racional, es decir: mediante el lenguaje nos representamos las cosas ya no
según el orden de nuestros afectos particulares, sino según el orden de una
representación común, compartida. El significado de cada palabra entraña los
puntos de vista diversos de los individuos de una comunidad lingüística.
La consciencia racional,
en contraste con la imaginativa, corresponde con una percepción de las cosas y
de uno mismo tamizada a través de una estructura discursiva que implica
conceptos, juicios y razonamientos a partir de experiencias codificadas
lingüísticamente. Se trata de la consciencia reflexiva, de la cual el ser
humano es su único exponente.
El desarrollo de la
consciencia racional a su vez transforma la naturaleza de las representaciones
inmediatas, dejando su origen pasional: “Una pasión deja de ser pasión en
cuanto nos formamos de ella una idea clara y distinta”[6].
Por lo anterior, si
hemos de ver a la consciencia como una característica esencial de la persona, coincidiremos con que debe ser
portadora necesariamente de la consciencia racional, lo cual a su vez implica
que deba tener una naturaleza social. Esto concuerda con la definición clásica
del ser humano como “animal social” o “animal racional”. La persona es el ente que, en virtud de su carácter racional y social,
es capaz de transformar sus pasiones en acciones.
Pero, en esta acción de
la persona subyace otra característica intrínseca a ella: la libertad. Spinoza
define la libertad así: “Por libre entiendo cualquier cosa que es causa
adecuada y determinante de sí misma”[7]. Veamos
en detalle lo que significa esta libertad de la persona.
Libertad y enajenación.
El concepto spinoziano
de libertad no puede ser aplicado a ninguna cosa finita en un sentido absoluto,
puesto que toda cosa finita está determinada en mayor o menor medida por otras
cosas, por su circunstancia. Si acaso podemos afirmar que una cosa tiene cierto
grado de libertad directamente proporcional a su grado de autodeterminación. Y
por ello, se puede decir que el género humano es el más libre en este sentido, el
que ha conquistado esta libertad a la naturaleza. Y, además, dentro del género
humano, la persona ha conquistado a su vez un lugar especial dentro de él, a
través de su manera peculiar de manifestarse.
Pero, dado su carácter
finito, la persona está también sujeta a los afectos inherentes a su
circunstancia. Esta sometida a sus pasiones o afectos pasivos, donde no es ella
misma determinante. Y de su propia actividad de autodeterminación, tanto en el
orden cognitivo como en el de la conducta, depende el desarrollo de su
consciencia y de su libertad. Por tanto, existe siempre al margen de la
posibilidad del desarrollo de la libertad y la consciencia su contraparte: la
esclavitud y la falsa consciencia, que son expresión de la enajenación humana.
Marx, en sus
“Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, hace una descripción de esta
enajenación humana, dividiéndola en tres tipos: 1) la enajenación del obrero en
su producto, 2) la enajenación de la misma actividad productiva (del obrero con
respecto a sí mismo) y 3) la enajenación del obrero respecto del género humano.
Y aunque su análisis se refiere principalmente a la actividad económica del ser
humano es válido para cualquier forma de actividad humana, de las que producen
objetos o de las que producen valores o instituciones.
El primer modo de
enajenación consiste en el hecho de que lo producido por el trabajador es la objetivación
de su trabajo, de su vida, de su fuerza, y se vuelve algo independiente de
su voluntad que lo afecta. Aunque es fruto de su trabajo, la mercancía
producida es ajena al trabajador, extraña a su ser. Y esto implica
también el hecho de que no le pertenezca. En palabras del propio Marx:
La enajenación
del trabajador en su producto no significa solamente que su trabajo se
traduce en un objeto, en una existencia externa,
sino que ésta existe fuera de él,
independientemente de él, como algo ajeno y que adquiere junto a él un poder
propio y sustantivo; es decir, que la vida infundida por él al objeto se le
enfrenta ahora como algo ajeno y hostil.[8]
Este proceso de
enajenación en el producto de la actividad práctica del hombre parece fundarse
en la doble naturaleza de las cosas y del mismo ser humano: su capacidad de
afectar y ser afectado, de acción y de pasión. Según lo cual, puede decirse que
el hombre es pasivo, o apasionado, mientras se enajena en su producto, mientras
se deja dominar por él; y es activo o libre, mientras produzca sin volverse
objeto de sus propios productos.
El segundo modo en
que podemos ver la enajenación consiste en el extrañamiento en que cae el
hombre con respecto de su propia actividad, es decir, sintiéndose separado de
ella misma, ajeno a ella. Esta es la enajenación del hombre respecto de sí
mismo:
¿En qué consiste, pues, la alienación del
trabajo?-escribe Marx.
En primer lugar, en que el trabajo es algo exterior al trabajador, es decir,
algo que no forma parte de su esencia; en que el trabajador, por tanto, no se
afirma en su trabajo, sino que se niega en él, no se siente feliz, sino
desgraciado, no desarrolla al trabajar sus libres energías físicas y
espirituales, sino que, por el contrario, mortifica su cuerpo y arruina su
espíritu. El trabajador, por tanto, sólo se siente él mismo fuera de su trabajo,
y en éste se encuentra fuera de sí. Cuando trabaja no es él mismo y sólo cuando
no trabaja cobra su personalidad. Esto quiere decir que su trabajo no es
voluntario, libre, sino obligado, trabajo
forzoso. No constituye, por tanto, la satisfacción de una necesidad,
sino simplemente un medio para
satisfacer necesidades exteriores a él[9].
En la situación
del obrero que vende su fuerza de trabajo para sobrevivir, su propio trabajo,
su vida, no le pertenece porque no puede hacer un uso libre de ella. Su vida es
un medio para el fin de seguir viviendo, de sobrevivir meramente. Esta
situación, evaluada desde el punto de vista ético, constituye francamente una
inmoralidad, puesto que se trata al ser humano, al obrero, como un medio y no
como un fin en sí mismo. La autonomía o libertad del ser humano es negada en la
enajenación del trabajo. En todo caso, Marx verá que el único fin que se impone
es el del Capital, es decir, el de la riqueza producida por los trabajadores
que adquiere una personalidad propia y domina al hombre, tanto al trabajador
como al no trabajador; asimismo, se impone también esta forma enajenada del
trabajo. El Capital, que es el producto enajenado del trabajo, se reproduce a
sí mismo en la enajenación del trabajo, es decir, del trabajador con respecto a
su propia actividad productiva.
El tercer modo de
enajenación que Marx describe en los Manuscritos: el de la enajenación
del individuo respecto del género humano. Para él, el hombre es un ser genérico
“por cuanto se comporta hacia sí mismo como hacia el género viviente actual,
por cuanto se comporta hacia sí como hacia un ser universal y, por
tanto, libre”[10].
El animal –explica Marx- forma una unidad
directa con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre, en cambio, hace de
su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su consciencia.
Despliega una actividad vital consciente. No es una determinabilidad con la que
directamente se funda. La actividad vital consciente distingue al hombre de los
animales. Y eso y solamente eso es precisamente lo que hace de él un ser
genérico.[11]
Toda producción humana se distingue de toda “producción” animal
por el acto de la consciencia. Pero este acto de la consciencia implica desde
un principio la colaboración, es decir, ciertas relaciones
sociales que potencian la producción humana. La invención del lenguaje, por
ejemplo, no puede ser concebida sin pensar en una convención de sentido entre
diversos individuos y, por tanto, ciertas relaciones entre ellos. Y esta
posibilidad de un marco común de representación de la experiencia a través del
lenguaje permite que los individuos disciernan entre sus representaciones
particulares y las de ese marco común, pasando del “nosotros” al “yo”. Y no
digo que del “yo” al “nosotros”, porque sólo puede inaugurarse el acceso a la
distinción entre el ser genérico y el ser individual sobre la base de lo hecho
en común, como he puesto por ejemplo al lenguaje. Pero, claro, además del
lenguaje, está también la utilización social de herramientas, que con la organización
del trabajo posibilita, aunque en menor medida que con el lenguaje, el
desarrollo de la consciencia. Por esto dirá Marx que ha sido a través del
trabajo organizado primero, y luego con el uso del lenguaje, que el hombre se
ha hecho humano.
Podemos decir,
entonces, que la enajenación del hombre en el producto de su trabajo y con
respecto a su propio trabajo, que son esencialmente hechos sociales, en los que
se expresa la esencia genérica del hombre, implican, pues, una enajenación del
individuo respecto de la humanidad en general. Pero, además, en esta
enajenación está implícita también la oposición entre los seres humanos, como
explica Marx del siguiente modo:
[Cuando el hombre] se comporta
hacia el producto de su trabajo, hacia su trabajo materializado, como hacia un
objeto ajeno, hostil, dotado de
poder e independiente de él, se comporta hacia ello como hacia algo de que es
dueño otro hombre, un hombre ajeno a él, enemigo suyo, más poderoso, e
independiente de él. Cuando se comporta hacia su propia actividad como hacia
una actividad esclavizada, se comporta hacia ella como hacia una actividad
puesta al servicio, bajo el señorío, la coacción y el yugo de otro hombre.[12]
De aquí resulta también que la propiedad privada es
consecuencia de la enajenación del trabajo, y no tanto su causa. Marx compara
esto con el hecho de que “los dioses, originariamente, no fueron la
causa, sino el resultado del extravío de la inteligencia humana. Más tarde esta
relación se trocará en interdependencia”. Y es que la creencia en los dioses es
para Marx una forma de enajenación, en que el hombre proyecta sus poderes
vitales en seres imaginarios, pero atribuyéndoles una realidad independiente
del mismo hombre que los ha inventado. Aquí, no son esos dioses causa de sí
mismos, sino la enajenación humana; igualmente, la propiedad
privada, que es en cierto modo la sacralización del derecho de poseer, tiene su
origen psicológico en la enajenación del trabajo humano.
Pero,
por lo expuesto anteriormente, la enajenación también trae por consecuencia la
oposición del hombre contra el hombre, es decir, su división en clases
sociales. Cada clase social diferente de hombres tiene diferentes intereses, diferentes
pasiones. Y en tanto los hombres vivan sometidos a sus pasiones no pueden
concordar en naturaleza y establecer una sociedad verdaderamente justa. Por lo
que las personas de una sociedad buscarán superar esas contradicciones sociales
en pos de un bien colectivo a través de una lucha organizada, en la cual han de
adquirir paralelamente una consciencia de su misión histórica como clase social.
Las personas son los entes que, en virtud
de su consciencia histórica, se organizan para transformar su circunstancia de
dominación en pos de una justicia más plena.
La Dignidad.
Kant, en su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”,
define la dignidad como “aquello que constituye la condición para que algo sea
fin en sí mismo”[13],
y que por ello es algo no susceptible de intercambio, con un valor relativo,
sino con un valor absoluto y único en su especie. Dicha condición expresada en
la dignidad es la racionalidad. Por ella, la especie humana (y las personas, en
particular) ha trascendido relativamente a la naturaleza trocándose en el
centro, si no del universo, sí del mundo humano, de la historia y de la cultura
que viven en un proceso constante de transformación de valores. La persona es
la fuente de los valores creados.
Los seres cuya
existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen,
empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y
por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como
fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como
medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del
respeto).[14]
Por esta condición de dignidad de las personas, Kant enuncia el
último de sus imperativos como sigue: “Obra de tal modo que uses la humanidad
tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin
al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”[15]. Lo
cual manifiesta el respeto por la condición admirable
del ser humano como criatura que ha trascendido la naturaleza; pero, a su vez,
implica la indignación que produce
ver que se trate a una persona como un medio, como una cosa que sólo posee un
valor de cambio, un precio.
No obstante, esta dignidad de la persona no es algo que se halle
en un ámbito determinista, como una esencia fija de la persona, sino que es
algo que se cultiva, que se desarrolla en un largo proceso de humanización,
individual e histórico. Por esto, hay que decir que constituye una entre otras
de las posibilidades que la persona tiene al nacer. Pero es una potencialidad
siempre latente, pues el carácter social de la persona la hace estar siempre
abierta a la posibilidad del desarrollo de la racionalidad y de la autonomía.
Por lo que la máxima de actuar frente a toda persona como si ella fuese un fin
absoluto debe observarse aún frente a quienes no sean considerados autónomos o
plenamente racionales.
Cabe aclarar que el valor “absoluto” que la dignidad otorga a la
persona no debe llevarnos a pensar en una especie de derecho suyo a
menospreciar (y violentar indiscriminadamente) al resto de las cosas que son
parte de la naturaleza, vivas o incluso inanimadas. El género humano es y no
puede dejar de ser parte de la naturaleza, por lo que también le debe un
respeto. La verdadera racionalidad no puede soslayar este hecho indiscutible, y
en su perspectiva de la persona debe comprender su valor en la conexión que
guarda necesariamente con su entorno. Valorar a la persona es también valorar
su circunstancia y no negarla. Así, resulta válido que la persona es el ente que es fuente potencial y efectiva de todos los
valores, los cuales se impone a sí mismo.
Conclusiones.
Resumiendo lo dicho hasta aquí, la persona es sobre todo un ente
creativo o transformador, consciente y libre, cuyo carácter se forja en un
medio social. Pero como no sólo crea cosas distintas a ella, como bienes
materiales, instituciones o valores, sino también a sí misma a través de ellos,
ese mismo medio social en que se desarrolla es cambiante: la persona es parte
esencial de eso que denominamos Historia.
Sin embargo, dependiendo del papel que juegue en dicha Historia,
podemos hablar de buenas o malas noticias para la persona. Si es activa serán
buenas, malas, si es pasiva. Se trata de un juego de fuerzas entre el mundo y
las personas que lo han creado.
Ahora, ¿qué factores podrían impedir un desarrollo adecuado de la
persona? Todos ellos tendrían que ver con la sujeción de ella, con impedirle
que exprese sus capacidades creativas, manteniéndola en un convencionalismo
mediocre. Tienen que ver con las instituciones sociales que promueven valores y
conductas que no redundan en el desarrollo de sus personas integrantes.
Particularmente, la educación que imposibilita el desarrollo de un pensamiento
conceptual útil para interpretar y transformar circunstancias inadecuadas.
[1] II, Prop. 19.
[2] II, Prop. 23.
[3] II, Prop. 29, escolio.
[4] Marx, C.; Engels, F. ESCRITOS SOBRE LENGUAJE. RODOLFO ALONSO
EDITOR. Buenos Aires. 1973. p. 19.
[5] op.
cit., p. 21.
[6] V,
Prop. 3.
[7] I, Def. 7.
[8] Marx, C. Escritos de juventud.
FCE. México.1982. Trad. Wenceslao Roces. p. 596.
[9] Op. Cit., p. 598.
[10] Op. Cit., p. 599.
[11] Op. Cit., p. 600.
[12] Op. Cit., p. 602.
[13] Kant,
M. Fundamentación de la metafísica de las
costumbres. Porrúa. México. 1996. p. 48.
[14] Ídem, p. 44.
[15] Ídem, p. 45.