Os
estáis junto al mar que no se calla
Muy
quietecitos, con el muerto oído
Oyendo
cómo crece la marea, y aquel
Mar
que se mueve a nuestro lado, es la
Promesa
no cumplida, de una resurrección.
Alfonsina
Storni
(Un
cementerio que mira al mar)
por Mauricio Enríquez
René Creso era hijo de una familia de comerciantes venida a menos en la crisis económica de los 90’s. Con gran tenacidad había podido superar todos los obstáculos que se presentaron en su ascenso al éxito, dedicando la mayor parte de su vida a una frenética laboriosidad tanto en el trabajo físico como en el estudio. En el fondo de sí guardaba un agudo terror a la pobreza, a la constante incertidumbre por el pan que habría de llevarse a la boca. Logró, sin embargo, todo lo que quiso para evadir esos profundos miedos. Hizo una excelente carrera de administración de empresas, además de conquistar las amistades más propicias para su éxito profesional, incluyendo a Charo, la que sería su esposa. Todo esto, olvidando los lejanos ideales de su inocente niñez.
René Creso era hijo de una familia de comerciantes venida a menos en la crisis económica de los 90’s. Con gran tenacidad había podido superar todos los obstáculos que se presentaron en su ascenso al éxito, dedicando la mayor parte de su vida a una frenética laboriosidad tanto en el trabajo físico como en el estudio. En el fondo de sí guardaba un agudo terror a la pobreza, a la constante incertidumbre por el pan que habría de llevarse a la boca. Logró, sin embargo, todo lo que quiso para evadir esos profundos miedos. Hizo una excelente carrera de administración de empresas, además de conquistar las amistades más propicias para su éxito profesional, incluyendo a Charo, la que sería su esposa. Todo esto, olvidando los lejanos ideales de su inocente niñez.
La
había conocido en la universidad, cuando eran estudiantes y
compartían las mismas clases. Hija de un conocido empresario de la
ciudad, Charo representaba una magnífica coyuntura para acceder
rápidamente al mundo de los negocios. En un sentido sexual o moral,
Charo no le era indiferente a René, pero lo que más lo movía hacia
ella era la necesidad de encumbrarse. En cuanto a ella, sentía un
afecto sincero por él, desprovisto de cualquier intención de
provecho o utilidad. Además, su familia era rica, poco le faltaba el
dinero. Pero tendría que lidiar con un matrimonio en donde ella no
era más que una especie de mueble.
Ahora
René es Gerente general de la cadena de supermercados de su suegro
en el Estado, y como siempre, carece de tiempo para cualquier trato
personal que sea un poco más profundo que un saludo o un esporádico
intercambio de palabras. Trabaja hasta por la noche, manteniendo en
un soterrado abandono a la esposa que con francas ilusiones le había
entregado su voluntad. Y a veces, muy raras veces, se da cuenta de
cierto hastío que vive en su interior; entonces, su mente vuela a
los días maravillosos de su niñez, cuando aún no conocía la
amargura de la pobreza y tenía sueños de una libertad pura, de una
verdadera libertad. Se mira entonces jugando junto a su hermano
menor, él con una guitarrita en las manos, deseando robarle a las
cuerdas los acordes más armoniosos, los más bellos. Pero todo eso
es, quizás, el débil rescoldo de una ilusión inexorablemente
condenada a morir.
***
Cierto
día fue Charo a visitar a René en su oficina. Era una de esas
jornadas de mucho estrés, por lo que no la atendió como se debía.
¿Qué tendría que decirle? Esta cuestión ni siquiera pasó por la
mente de René, absorto en sus negocios. Después, al salir un
momento de su oficina, ya por la tarde, se encontró en el pasillo
con un hombre que parecía que lo buscaba.
-¿Ha
pensado en la muerte alguna vez Sr. Creso? –le preguntó.
René
se quedó estupefacto por unos segundos ante la extraña pregunta,
luego se puso a inquirir en el rostro de su interlocutor. Éste era
lívido, con la piel apergaminada, debajo de la cual se ponían de
relieve las formas de los huesos craneales: la mandíbula rematando
en un prominente mentón, los pómulos sobresalientes, enmarcando
unos ojos tan obscuros que parecían sólo un par de tenebrosas
sombras. Iba vestido de un traje negro, y sus modales parecían
revelar una cierta educación, aunque esto contrastaba con la crudeza
de sus palabras.
-¿Quién
es usted? ¿A qué viene esa pregunta?
-¡Oh!
Me llamo Mikizli Verdugo y soy un accionista de esta empresa. He
venido por un asunto de negocios con la familia y al ver la
oportunidad de iniciar una charla con usted, lo he hecho.
-¡Con
semejante pregunta! –replicó René, inquieto.
-Bueno,
es cierto que nadie desea hablar o pensar siquiera en la muerte…
Sin embargo, ¡se sorprendería de lo familiar e íntima que es a
todos!...
A
René le parecía oír esa voz como a través de un sueño, y de
nuevo observaba su rostro: sus palabras parecían surgir como del
castañear de su manifiesta dentadura, extensa y blanca. Le era
imposible calcular su edad. Tan pronto su piel arrugada daba la
impresión de tener enfrente a un anciano, como sus labios sonriendo
entre la blancura de sus dientes hacían parecer que era un hombre
joven o simplemente maduro, o bien, sus ojos profundos y vacíos le
recordaban la inocencia de un niño. Aquel hombre parecía no tener
edad.
-Ahora
no tengo tiempo para seguir esta charla –le dijo René, con un poco
de vértigo-. Usted me disculpará.
-No
hay ningún problema, Sr. Creso, ya habrá otra oportunidad para
tratar el asunto. Sólo recuerde una cosa: la vida es como una joya
preciosa, irreemplazable, y su valor, poco o mucho, reside en lo que
haga con ella. Usted se lo da.
Y
le extendió su mano. Estaba tan insólitamente fría y huesuda que
René se estremeció de pies a cabeza al estrecharla. El extraño
hombre le dio entonces la espalda y se fue, desapareciendo entre un
tumulto que se había formado junto a la ventana. ¿Qué hacía esa
gente allí?
-¡Está
muerta! –los oía murmurar, mientras se asomaban por la ventana.
Una
de las empleadas de la oficina, al ver a René, no pudo ocultar el
compasivo asombro que denotaban sus ojos. “¿Qué está pasando?”,
pensaba, mientras se acercaba a la ventana para atisbar lo
inimaginable. Al llegar, otro de los empleados puso su mano sobre su
pecho, como para evitar que se asomara. Pero se asomó, y vio el
cuerpo de Charo sobre el pavimento, en un charco de sangre… Se
había lanzado desde el quinto piso del edificio.
***
Los
días siguientes a la muerte de Charo fueron para René bastante
tristes. Coincidieron con el periodo de vacaciones que la empresa le
tenía asignado, por lo que la sensación de soledad fue mucho más
dolorosa que si hubiese continuado distraído en sus labores y en la
superflua compañía de sus colaboradores. Ahora estaba obligado a
pensar en ella en todas las horas de su ocio… ¿Por qué había
hecho lo que hizo? Él no tuvo nunca ni la más mínima sospecha de
que algo como eso pudiera suceder. Ese último acto de Charo la hacía
aparecer ante él como una completa desconocida, y sentía un extraño
terror al recordar su rostro dormido en el ataúd, rodeada de ese
halo de ausencia que tienen todos los muertos, pero con una expresión
de burla en los labios. René creía que había algo de odio hacia él
en lo que hizo Charo, porque se sentía culpable: “¡Se mató para
castigarme!… ¡Para que yo muriera por el resto de mi vida!…”,
pensaba, en medio de un agudo estremecimiento.
La
casa le parecía enorme y vacía sin Charo. Varias veces le ocurrió
que mientras leía el periódico por la mañana, le parecía
escucharla en la cocina haciendo el desayuno, como era su costumbre.
Pero al volver la vista sólo alcanzaba a atrapar por un instante el
fugaz destello de su imagen, y entonces René se acordaba de que
Charo estaba muerta. Y lloraba con amargura. Similarmente, en el
lecho donde compartían su sueño, en el automóvil o en la mesa
donde se sentaban a comer; en todos los sitios en que cotidianamente
compartían momentos felices, el fantasma de Charo reaparecía,
primero con la anuencia de René, que deseaba que ella volviera, pero
después, al tomar mayor consciencia de la realidad de su muerte, las
apariciones se tornaron más lúgubres, como si tuvieran el único
fin de atormentarlo.
Con
tal de no enloquecer ante el asedio del recuerdo de Charo, René
procuró hacer un poco más de vida social. Un sábado por la tarde
visitó en su casa a un compañero de trabajo. Charlaron un buen rato
acerca de sus respectivas existencias.
-Ya
se te pasará –dijo el compañero-. Aún la tienes muy presente en
tu imaginación.
-Tienes
razón… Sin embargo, siento cierta culpa que no sé si se vaya con
la misma facilidad. Ella fue a buscarme a la oficina el día en que
murió y no la atendí. Ahora nunca sabré lo que quiso decirme.
-Por
lo tanto, es inútil que te preocupes por eso… ¡Olvídalo! Mira,
pudo haber sido por cualquier cosa sin importancia…
-Pero,
¿y si tuvo que ver con su muerte…?
-Vamos,
René, ya no te atormentes, por favor –le exhortó el compañero,
mientras daba unas palmadas en su hombro.
Prefirieron
dar un giro a la conversación, inclinándose hacia los asuntos de la
empresa, las vacaciones y hablar de lo que otros conocidos estaban
haciendo entonces, entre otras cosas. Por momentos reían, más
relajados. Y así estuvieron hasta las nueve de la noche, hora en que
René se despidió.
Justo
al salir de casa de su compañero, René se tropezó con Mikizli
Verdugo, el extraño sujeto que había conocido en su oficina aquel
fatídico día. Este encuentro no le fue nada grato, no sólo por el
carácter tenebroso de Mikizli, sino porque lo asociaba fuertemente
con la muerte de Charo.
-¡Sr.
Creso, qué sorpresa!... Supe de su pérdida… Lo lamento mucho.
Reciba mi más sentido pésame.
-Gracias,
Sr. Verdugo… Pero, ¿qué lo trae por aquí?
-Vengo,
como siempre, por un asunto relativo a mi trabajo. Ha de saber que,
además de ser administrador del cementerio local, soy dueño de una
funeraria. Y vengo, precisamente, a notificar a su compañero que ya
ha concluido con su deuda.
Mikizli
sonreía mostrando sus blanquísimos dientes.
-Bueno…
Entonces no le quito más su tiempo, Sr. Verdugo.
-No
se preocupe, no importa cuanta carga de trabajo tenga, yo siempre
dispongo de tiempo para charlar con un amigo…
-¡Hasta
pronto! –dijo René dándole la espalda y encaminándose hacia la
calle.
-¡Que
le vaya bien Sr. Creso! ¡No olvide que tenemos una charla pendiente!
–le gritaba Mikizli desde lejos.
René
se fue casi corriendo de la presencia de Mikizli. Definitivamente le
inquietaba hablar acerca de la muerte, sobre todo después de haber
perdido a Charo. Aunque siempre, en el fondo, esa había sido su
debilidad: el miedo a morir; y había vivido toda su vida aguijoneado
por ese miedo oculto, buscando ante todo sobrevivir, y más: acaparar
toda la vida posible en la riqueza. Tal vez, el mayor error de su
vida.
***
No
obstante las recomendaciones de su compañero de olvidar lo de Charo,
René seguía obsesionado con ello. Sentía la imperiosa necesidad de
saber qué quería Charo de él en esa última visita a su oficina. Y
aunque las apariciones de ella en su casa se hacían menos
frecuentes, se incrementaba en la misma proporción esa ignominiosa
angustia que lo hería en lo profundo de su ser, en el corazón. En
la misma medida crecía en su mente la tétrica intención de visitar
a Charo en su tumba e implorarle una respuesta que aliviara su
inquietud. Era imposible para René sacarse esa idea de la cabeza,
idea que fue cobrando cada vez más y más presencia. Hasta que un
día resolvió ir al cementerio.
Decidió
ir por la noche, cuando no hubiese posibles testigos de lo que iba a
hacer con su esposa muerta. Mágicamente iluminado por el esplendor
de plata de la luna llena, en medio del silencio de los sepulcros,
tan sólo interrumpido por el recurrente bramido del mar infinito que
se hallaba frente al cementerio, René marcaba sus pasos con
dificultad en la pesada arena de la playa. Encontró el nombre de
Charo y se puso a excavar, impulsado por un demoniaco frenesí,
mientras a su espalda, desde la profunda negrura del mar le llegaba
una brisa fresca y el sonido estrepitoso de las olas contra las
rocas.
Abrió
el ataúd, descubriendo el cuerpo de su mujer ataviado con un vestido
blanco, como de novia. Y lo cargó en brazos, increíblemente
flexible y tibio, sin descomposición, pese a los días transcurridos
desde su muerte, como si en verdad estuviera vivo. Entonces, lo sacó
a la superficie. Y mientras se incorporaba él mismo fuera de la fosa
le pareció sentir que algo extraño pasaba afuera. De pronto había
callado todo: el rugir de las olas y las voces de los insectos
nocturnos, y ni siquiera el aire se oía. Al repentino silencio
siguió una risa, primero mesurada como un murmullo al oído, pero
que luego se avalanzó hacia la hilaridad, llenándolo de un
escalofrío en todo el cuerpo. Al levantar la vista reconoció frente
a él a Mikizli Verdugo.
-¿Qué
cree que hace aquí Sr. Creso? –preguntó Mikizli, todavía
dominado por la risa.
René
se sentía como un sordo, aunque escuchaba la voz de Mikizli en su
oído, o quizás dentro de su cabeza. En medio de la sorpresa por
encontrarse con él allí, buscaba en vano el cuerpo de Charo, que
había desaparecido.
-¿Dónde
está? –se dijo a sí mismo, con la mirada extraviada en el suelo,
justo en el sitio en que la había colocado.
-¿Quién?
-¡Charo…!
-¿Su
mujer?... Ella está muerta, Sr. Creso… Está usted parado junto a
su sepulcro.
Y
volvió la vista al sepulcro que se hallaba a un lado de la fosa que
había cavado, confirmando que era el nombre de Charo el que allí
aparecía. Entonces, miró otra vez la lápida en que creía haber
leído antes el nombre de su esposa muerta. Leyó: “René
Creso (1974-2004)”,
y debajo un epitafio con el siguiente pasaje bíblico: “Porque
todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda
su vida por causa de mí, la hallará. (Mateo 16:25.)”
-Sr.
Creso, es la primera vez que veo que alguien cava su propia tumba…
Casi siempre es un trabajo que a mí me toca. Y soy muy celoso de él.
Al
terminar estas palabras, Mikizli estaba a un paso de René, quien
todavía estaba en la orilla de la fosa, confundido de terror al ver
su propio nombre en la lápida. Y entonces, René sintió cómo las
huesudas manos de Mikizli lo impulsaban al interior de la tumba con
una fuerza avasalladora, imposible de repeler. Mientras caía volvió
a ver, ahora en la blanca redondez de la luna llena, aquel niño
músico que era él y que había olvidado casi por completo en el
trajinar de su existencia.
***
Al
abrir los ojos, la luna llena era sólo una lámpara en el techo de
un hospital. Había despertado oyendo una voz que lo llamaba:
“¡Renato!”. El terror aún no se marchaba de su cuerpo y, cuando
al fin pudo ver a Charo junto a él, al lado de Mikizli, no pudo
evitar que sus ojos se arrasaran de lágrimas. Eran lágrimas de
alegría porque, al menos por entonces, la muerte era sólo un sueño.
Estaba entubado, por lo que no pudo decir una sola palabra.
Era
un milagro estar vivo; entonces lo entendió perfectamente. Aquel
día, después de despedir a Charo de su oficina, justo cuando salió
al encuentro con Mikizli, René había sufrido un derrame cerebral,
derivado de un aneurisma. En realidad nunca supo el nombre real de
quien creyera llamarse Mikizli Verdugo, un hombre común y corriente
que había visitado ocasionalmente su empresa.
Autor: Mauricio Enríquez.
Autor: Mauricio Enríquez.