viernes, 26 de febrero de 2010

Existencia y Autoridad en «La Sunamita», de Inés Arredondo



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El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida.
Spinoza

En el presente ensayo hago un análisis del cuento «La Sunamita», de Inés Arredondo, para esclarecer la relación que mantiene la historia narrada con el concepto de Autoridad, vista como una dimensión importante de la Existencia humana. No pretendo dar aquí una exposición completa de este último concepto, para lo cual sería necesario considerar toda la obra de Arredondo en su conjunto. Sin embargo, creo que el análisis que se pueda lograr sobre su concepción de la Autoridad aportará algo al esclarecimiento de una concepción general de la Existencia.


La narración inicia con la expresión de un estado de ánimo de la protagonista, Luisa, que revela un cierto orgullo por su castidad:


«En el centro de la llama estaba yo […] las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía».


Luisa está en el centro del fuego, que simboliza las pasiones de origen sexual, el deseo sexual, pero no es alcanzada por ese fuego. Y no es alcanzada porque está presa. Se sabe en el centro del fuego porque es consciente de un deseo, pero cuyo objeto se oculta. Y este objeto oculto de su deseo la hace inaccesible a cualquier otra relación: la hace su esclava. Luisa desea un objeto desconocido, en quien imagina una afirmación de su ser; en cambio, desdeña los placeres que pudieran darle los individuos comunes, fenoménicos, que existen a su simple vista. A éstos últimos, quizás, les atribuye una represión de su libertad, puesto que no se da a ellos, sino que se muestra con un «altivo recato».


Éste pasaje constituye la primera de tres fases que forman la narración de esta historia. En ella se pone de manifiesto ya la tensión psicológica que desarrollará el personaje hasta el final: la lucha entre la esperanza de la felicidad o la alegría de la vida (de la libertad) y el temor a la muerte (o más bien, a la «muerte en vida»). En esta primera parte, tal lucha es a penas consciente, donde incluso Luisa confunde los términos, porque se somete a una autoridad de la que no se percata y rechaza una existencia más libre, con individuos de su misma condición.


Erich Fromm, en su libro Ética y psicoanálisis, define a la conciencia autoritaria como la interiorización, es decir, la representación mental, de las relaciones de autoridad que afectan al individuo en su existencia. Así, pues, «[…] autoridades tales como los padres, la Iglesia, el Estado o la opinión pública, son aceptadas consciente o inconscientemente como legisladores éticos y morales cuyas leyes y sanciones adopta […]». Esta conciencia, equiparable al superyó freudiano, es para Fromm tan sólo una etapa del desarrollo psicológico del individuo, cuya utilidad se aprecia de mejor manera en el niño o los jóvenes que deben adoptar ciertos modelos de conducta de las autoridades sociales, cuando éstas representan en sí valores adecuados para su vida. El problema surge cuando esta autoridad que se interioriza no acepta críticas y no ve por el interés de su subalterno, cuando éste, en fin, está condenado a ser siempre inferior, nunca igual a ese modelo que quiere seguir.


Esta conciencia autoritaria es la que, con todas sus características, se expresa en varios pasajes del cuento que aquí analizo. Por ejemplo, en la segunda fase de la narración, que empieza con la noticia sobre la inminente muerte por enfermedad de Apolonio, el tío de Luisa, con quien viviera su niñez:


«Fuimos directamente a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra precedían a la muerte.
-Luisa, ¿eres tú?
Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
-Aquí estoy, tío.
-Bendito sea Dios, ya no me moriré solo».


Surge aquí una de las nociones que irá estrechamente vinculada con la de autoridad y conciencia autoritaria, que es la noción de la muerte. Esta noción, sin embargo, no tiene un referente real. Cuando Luisa menciona la palabra «muerte», no habla de una cosa concreta (pues su tío está vivo), sino de un estado de ánimo suyo: imagina la muerte. Aquí aludo al concepto de imaginación en Spinoza, como el revivir de una afección en la mente (Ética, II, Props. 17 y 18). La imagen de la muerte indica la tristeza (también en sentido spinoziano: Ética, III, Aforismo 3) potencializada al máximo, es decir, la suprema impotencia, la absoluta derrota de la existencia.


La muerte es la manifestación superior de opresión de la vida. Por ello mantiene una estrecha relación con la autoridad, entendida en el sentido de «mala autoridad» o «autoridad opresiva», que no ve por el interés del subalterno, sino sólo por el suyo. Y aunque esta autoridad es siempre una figura humana, cabría preguntarse: ¿no siente Luisa, también, una opresión de la propia Naturaleza, de la cual no sabe cómo escapar? La muerte nos espera a todos, como algo inevitable, y sin embargo, todos queremos vivir. Nuestra esencia humana es el «deseo» spinoziano: el esfuerzo por perseverar en nuestro ser de una manera continua y con una duración indeterminada (Ética, III, Props. 6, 7 y 8).


Como respuesta a la pregunta anterior podríamos decir que sí, que Luisa ve en la naturalidad de la muerte una ley que funge como una autoridad más, aunque no humana, sino por encima del ser humano. Sin embargo, no puede ser atribuible a la Naturaleza en su totalidad, o a la esencia de la Naturaleza, por decirlo de otro modo. La naturalidad de la muerte tiene su origen en la finitud de quienes mueren, en que por ser parte de la Naturaleza existen en una dependencia de otros, más fuertes o más débiles. La naturalidad de la muerte no es más que la expresión del poder de unas ciertas cosas sobre otras. La Naturaleza, en sí misma, no oprime, no es una mala autoridad, sino al contrario, puesto que es pura potencia, sin negación, sin muerte. La finitud de la existencia humana es lo que ha inventado la muerte.


La existencia en relaciones sociales autoritarias genera, por interiorización, la conciencia autoritaria y, ahora podemos agregar, esta conciencia es una forma imaginativa de percibir el mundo, en donde la muerte tiene una absoluta (no relativa) realidad y es temible, aun en medio de la propia existencia, como un lastre de la vida.


El relato da un giro especial cuando, más adelante, la gravedad de Apolonio obliga la presencia del médico y del cura y, sobre todo, porque en el abismo de la muerte Apolonio desea heredar a Luisa, pero como su esposa:

«Vino el señor cura y me tocó en el hombro. Creí que todo había terminado y un escalofrío me recorrió la espalda.
[…] - Te llama. Entra.
[…] - Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes. ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me querría arrastrar a la tumba?”… Sentí que la muerte rozaba mi propia carne».

En esta segunda fase de la narración, Luisa fluctúa entre el amor a su tío, es decir, los cuidados que debía darle en sus últimos días, y el desdén por sacrificar su vida en pos de la misma muerte. De cualquier manera, Apolonio iba a morir. Lo que le acongojaba no era él, sino la imagen misma de la muerte y el sometimiento a la voluntad de otro. Ella quería vivir.


Y tras este deseo expreso de su tío se hicieron patentes otros decretos, de otras figuras de autoridad: las personas que le aconsejan que acepte casarse con su tío para heredar sus bienes, que dicen: «sólo ella merece», aduciendo además razones morales, pues se trata de la voluntad de un moribundo; la figura del sacerdote que, incluso cuando ella le cuenta de la lujuria de su tío, ya sobreviviente, él se limita a hablarle de «las obligaciones del matrimonio», y que si lo abandona, su acción sería calificada de «asesinato»; incluso, podría mencionarse a la autoridad misma de la propiedad privada imponiéndose en Luisa.


Todas las anteriores son figuras de autoridad, que dan a la tensión psicológica del personaje un origen más objetivo, fuera de su mente, en las instituciones sociales: la familia, el sentido común, la religión, las leyes. Y que terminan por imponerse sobre el deseo de Luisa:


«[…] me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “sí”.
[…] La sensación que de esa noche me quedó para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando.
yo soy la viudita que manda la ley
y yo en medio era una esclava. Sufría y no podía levantar la cara al cielo.

Cuando me di cuenta, todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa.»

La tercera y última fase de la narración versa sobre las consecuencias psicológicas que la imposición social tuvo sobre Luisa. Consecuencias que inician en una afección del cuerpo, una afección sexual: el incesto. Pero la tercera fase, en sí, inicia con una imagen muy sugerente: la sobrevivencia de Apolonio en medio de los cuidados de Luisa. Así como un vampiro o demonio, Luisa lo ve alimentándose de su vida. Al principio, explotándola con sus exigencias: «Luisa tráeme…Luisa, dame… Luisa, arrégleme las almohadas…dame agua… acomódame esta pierna». Pero después, Apolonio toma posesión de Luisa en un sentido sexual, sin que medie ninguna resistencia exterior por parte de ella, salvo en el interior de su conciencia:

«[…] al enfrentarme a él me olvidé de mí y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó aterrada:-¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los Hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar»

Una doble alusión a Dios como figura de autoridad es la que hace aquí Apolonio, junto a la que después brota de la mente de Luisa, al pensar que «Dios no podría permitir aquello» y que «lo impediría, Él, personalmente». Se trata de la mala y la buena autoridad, respectivamente: Dios como pretexto de imposición y, Dios como esperanza de un bien personal. Pero este último Dios no llegó, y Luisa tuvo que abandonar a Apolonio en un acto de afirmación de su voluntad. Sin embargo, al enterarse de que volvió a agonizar, regresó para salvarlo, a costa de ella misma.


Previo a este fallido abandono, Luisa deseaba la muerte: «No la de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible». Y este deseo de morir es la expresión, según el psicoanálisis de Fromm, de la destructividad inherente a la relación autoritaria:

«El hombre se convierte así no sólo en esclavo obediente, sino en el riguroso capataz, que se trata a sí mismo como su esclavo. […] la conciencia autoritaria se nutre de la destructividad contra la propia persona, de modo que permite a los impulsos destructivos obrar bajo el disfraz de la virtud».

La impotencia frente a su opresor conduce las energías de Luisa contra sí misma, disfrazando esta acción o deseo como una virtud. Y aquí sale a la luz un aspecto más a estudiar en el fenómeno de la relación y la conciencia autoritaria: el tiempo. Bajo la relación opresiva no hay futuro; el individuo queda anclado en el presente o en el pasado. No se tiene esperanza, sino más bien la «desesperanza». En la relación autoritaria se ahogan todos los deseos que constituyen la esencia del individuo, generalmente expresados en una imagen proyectada en el futuro. El deseo de morir y la pérdida de la esperanza tienen su origen común en la opresión inherente a la relación autoritaria.


Las últimas palabras de la narración muestran, además, la lucha entre la esperanza y la desesperanza. Mientras se vive, hay esperanza. Pero cuando ésta se expresa, en la conciencia autoritaria surge de inmediato la culpa y, de nuevo, la represión de la vida que a cada instante lucha por ser ella misma.

«Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, peor que la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca».


BIBLIOGRAFÍA.
1. Arredondo, Inés. Obras completas. Siglo XXI. México. 2006.
2. Fromm, Erich. Ética y psicoanálisis. FCE. México. 1953.
3. Spinoza, Baruch. Ética. Trotta. Madrid. 2005.




Licencia Creative Commons
Existencia y Autoridad en "La Sunamita", de Inés Arredondo por Mauricio Alonso Enríquez Zamora se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Basada en una obra en agorapoliticafilos.blogspot.com.

lunes, 22 de febrero de 2010

El problema de la Existencia en el pensamiento de Antonio Caso


Introducción.

A continuación haré un breve comentario al ensayo “La existencia como economía, desinterés y caridad”, escrito y reescrito por el filósofo mexicano Antonio Caso en tres ediciones distintas a lo largo de treinta años. Al decir del filósofo José Gaos, ésta debió ser una obra de especial importancia para Caso, en vista del cuidado que tuvo siempre de rectificarla, al incorporar a ella ideas de los avances científicos y filosóficos de que iba teniendo noticia.

Expondré cada una de las formas de existencia de que trata el ensayo por separado. Particularmente, mis comentarios estarán orientados hacia aclarar en qué medida está en consideración, ya sea implícita o explícitamente, la sociabilidad como factor esencial de la existencia propiamente humana, dentro de la argumentación dada por Caso acerca de las distintas formas de existencia, es decir: como economía, como desinterés y como caridad.


La existencia como economía.


Antonio Caso califica a la existencia humana como económica en tanto se ocupa meramente de la satisfacción de necesidades biológicas. La existencia como economía puede ser comparada, en cierto modo, con la existencia animal. Caso ha insinuado en su ensayo esta analogía. Pero, no siendo más que eso (una analogía), es preciso determinar sus límites, esto es, preguntarnos: ¿Hasta qué punto se puede decir que es una forma de existencia propia de las bestias? ¿Acaso no se distinguen, por el mero hecho de ser humanos, los deseos humanos de los apetitos animales?
Caso da primordial importancia a dos funciones biológicas, que son la nutrición y la reproducción, como mecanismos que definen mejor la esencia de la vida. Vivir, en el sentido biológico, implica reformarse constantemente en un proceso de intercambio de materiales, así como de información, con el entorno. Esto es la nutrición, o bien, la percepción, viéndola del lado cognitivo. Es un proceso de apropiación y acaparamiento, de lucha del individuo con el entorno por conservarse. Y, cuando el individuo crece y se desarrolla en este proceso, aumentando sus fuerzas, emplea éstas para la proliferación de la especie, en la reproducción. En esto, a través del deseo sexual del individuo, es la propia especie quien expresa su conato, ya que, como dice Spinoza: «Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser» .

Este esfuerzo por perseverar en el propio ser, que Spinoza considera esencial de toda cosa, Caso lo atribuye exclusivamente a las cosas vivas, dándole además un carácter metafísico, como lo que hace trascender a la vida de la mera materia inerte.

«Nosotros proponemos esta hipótesis: la energía vital, esa realidad original e irreductible, de que trata Driesch, es el egoísmo consciente o inconsciente… Lo que no vive ignora el egoísmo; está “más allá del bien y del mal”. El reino de la vida es el espíritu de dominación. Hace suyo lo inerte, lo inanimado (y lo animado también). Le impone su sello, su forma. Lo tiraniza para ser» .

Egoísmo o esfuerzo por perseverar en el propio ser, eso es la esencia de la vida. Egoísmo inconsciente, en el caso de los animales, y consciente en el caso del ser humano. Para el filósofo mexicano, la consciencia no exime al egoísmo humano de nada y parece equipararlo con el egoísmo animal. La existencia egoísta es la existencia como economía.

Cabe, sin embargo, hacer la siguiente aclaración a lo expuesto por Caso. Aunque es evidente que el ser humano, en tanto que ser vivo, comparte ciertas funciones biológicas con los animales, la consciencia propiamente humana determina una separación considerable entre su conducta y la conducta animal. Su egoísmo será también distinto al egoísmo animal. La consciencia, gestada en medio de una cultura y de la convivencia social, produce en el individuo, desde sus primeros pasos, una separación del mundo meramente natural. Por ello, el egoísmo del hombre, aún el más ruin que pueda haber, es de una naturaleza radicalmente distinta al egoísmo de una bestia.

Ahora bien, es el modo del egoísmo humano lo que aquí interesa describir, como lo que el maestro Caso ha denominado «existencia como economía». Ya queda dicho que no puede limitarse al mero disfrute de los deseos de la nutrición y la reproducción. Puesto que el ser humano ha llevado al límite extremo el prurito vital de la apropiación y la utilización, inventando herramientas con que transformar y dominar su entorno natural, e inventando el lenguaje con que transformarse y dominarse a sí mismo, su existencia es muy compleja. La existencia como economía implica este afán de autoconservación bajo esta condición de un mundo de herramientas y lenguaje para dominar. Por esto, el egoísmo humano tiene un carácter de dominio más perfeccionado que el egoísmo animal, y cualitativamente distinto, pues trasciende la animalidad desde el momento en que se apropia de humanidad con el uso de herramientas y lenguaje, en un contexto social de cooperación.

No obstante esta distinción entre egoísmo consciente e inconsciente, es reconocible la distinción que hace Antonio Caso de la existencia humana egoísta de otras formas de existencia humana. Sin embargo, como trataré de mostrar más adelante, esas formas superiores de existencia, que son el desinterés y la caridad, se fundan necesariamente sobre la condición fundamental de la existencia humana que la separa de la existencia animal: el uso de herramientas y del lenguaje, que originan la consciencia humana.

La existencia económica corresponde a lo que Spinoza denominaba «el orden común de la naturaleza», es decir, a la circunstancia de ser primordialmente determinado el ser humano a actuar por una causa externa. Lo cual implica también, según el filósofo holandés, existir como un individuo pasional o afectivo, y, en el orden del conocimiento, como un individuo imaginativo en vez de racional. Y las circunstancias que expresan la existencia humana como economía no son solamente aquellas en que el ser humano satisface sus necesidades biológicas, individuales, sino también otras en las que tiene que entablar relaciones con otros individuos y que son de carácter cultural. Nuestro medio no es la naturaleza en sí, sino un mundo hecho por el hombre, la naturaleza humanizada.

Particularmente, la existencia económica se expresa en las pasiones humanas. La fórmula de la vida como afán de máximo provecho con el menor esfuerzo, que nos ofrece Antonio Caso, se ajusta perfectamente al fenómeno de las pasiones. Vivirlas, significa estar atado al deseo de evitar el mal y buscar el bien; significa tener una necesidad egoísta. Esto lleva, según Caso, a la lucha o a los conflictos entre los individuos por imponer su propia ley. En términos de la filosofía de Spinoza, esto queda expresado así: «En cuanto que los hombres soportan afectos que son pasiones, pueden ser contrarios entre sí» .

A su vez, Caso expresa lo anterior en los siguientes términos:

«Si se supone un ideal moral construido con datos exclusivamente biológicos (pero postulando la existencia del espíritu, de la mente), para realizar el aprovechamiento máximo […] este ideal se formularía, si no nos equivocamos, en la asimilación del mundo, en el aprovechamiento cósmico, para una economía individual y su descendencia, su raza, su especie, su entidad […] Por esto, la filosofía del imperialismo es la apoteosis de la vida pura, fuera del derecho; de la libertad pura fuera de la justicia; del poder sin verdadero amor ni finalidad moral; de la existencia como economía» .

El ensalzamiento de la vida en sentido biológico, es decir, de la existencia como economía, conduce a una lucha de todos contra todos, a la competencia, al más puro egoísmo humano, o, en pocas palabras: a la guerra.

Rosa Krauze, en su estudio de la filosofía de Caso, expone el vínculo que hubo entre la circunstancia histórica vivida por el filósofo mexicano y esta consideración del egoísmo en su ensayo, publicado en 1915 y en 1919.

«Es natural que en medio de sus disquisiciones filosóficas se hallara presente el egoísmo, con todas sus secuelas y bajo la forma que entonces adoptó en la realidad mexicana. […] Tampoco podía olvidar, por otra parte, los conflictos internacionales. La primera guerra mundial lo conmovió en la misma forma que las guerras de su patria y fue motivo de comentarios y artículos cuyo sólo título nos revela la intención premeditada» .

Ante la realidad histórica contemplada por Antonio Caso, éste hizo una denuncia al modo de pensamiento y de vida centrada en lo económico, es decir, en el egoísmo, que sólo busca tener, hacer del mundo un objeto de consumo o posesión. Y dentro de ese modo de pensamiento se hallaba también la ciencia.


La existencia como desinterés.

Pero, Caso postula, además del afán humano egoísta de poseer, a cierta energía vital excesiva; es decir, que se halla por encima de la necesaria para existir económicamente. Aún en los animales, esta energía se manifiesta en el juego, pero adquiere el fin poco noble de servir para el entrenamiento del animal en sus capacidades útiles para la sobrevivencia. Ni siquiera en esa situación de exceso de energía el animal logra salir de su existencia meramente egoísta. En el hombre, en cambio, este exceso de energía vital condiciona la posibilidad de generar una actividad artística.

La actividad artística es la antítesis de la actividad económica, puesto que sigue la fórmula del máximo esfuerzo realizado con el mínimo provecho. Vista desde la perspectiva biológica, la actividad artística es un despilfarro. El arte se halla orientado hacia la creación desde la actividad propia del individuo, sin condicionamientos por parte de las cosas exteriores, como ocurre en la actividad económica. Por este hecho de no tener su origen en una necesidad por las cosas, se dice que es una actividad desinteresada. Estar interesado equivale a confundirse con el objeto de nuestro deseo y, por tanto, a no conocerlo ni conocernos adecuadamente. Mediante el desinterés se consigue un discernimiento entre uno mismo y los objetos de nuestro deseo. Se ve entonces a las cosas tal como son en sí.

Hay aquí también un punto de coincidencia entre Caso y Spinoza, quien afirmó que: «La idea de un modo cualquiera con que el cuerpo humano es afectado por los cuerpos exteriores, debe implicar la naturaleza del cuerpo humano y, a la vez, la naturaleza del cuerpo exterior» . Y, sólo una forma de conocimiento que tuviera su origen en una determinación interna, es decir, desde el propio individuo, correspondería con un conocimiento adecuado de las cosas y de uno mismo. Pero Spinoza considera a la razón como una de estas determinaciones internas (junto con la ciencia intuitiva). Caso, en cambio, dirá que la razón es interesada; limitada a establecer relaciones entre cosas, no capta a las cosas en su singularidad.

Caso, siguiendo a Schopenhauer, atribuye al arte la intuición como modo de conocimiento de la realidad. La energía que excede a la necesaria en la existencia como economía es tan sólo la base para que se forme esta intuición, como modo de conocimiento. Y, esta energía excesiva en el genio artístico es moderada en el hombre común, aunque también es capaz de contemplación estética. Esto, gracias a que otra condición de la actividad artística es también la lucha librada en la conciencia del individuo acerca de la elección entre una existencia económica o una estética, hasta cierto punto independientemente del exceso de energía vital. Sería por demás contradictorio que una forma de conducta tan distinta de la económica, egoísta o biológica, como es el arte, tuviese por fundamento una mera condición fisiológica; en cambio, la asociación entre individuos humanos, que engendra en cada uno un sentido común de las cosas, también posibilita la actividad desinteresada, desligada del objeto: hombre y objeto toman distancia uno respecto del otro gracias a la asociación entre los individuos humanos. Por ello, no es sólo una condición fisiológica lo que determina la actividad artística, sino también una condición social; el desinterés tiene también su origen en la tendencia humana de autoconocerse en el otro.

Sin embargo, en el arte, el desinterés no es un desprendimiento activo, sino más bien pasivo, puesto que se establece en las condiciones fisiológicas y sociales dadas, localizadas en el individuo. Consiste simplemente en el ejercicio de una facultad ya dada, y sus productos no trascienden la existencia individual.

«En el arte se rompe el círculo del interés vital; y, como consecuencia inmediata, el alma, desligada de su cárcel biológica, refleja el mundo que se ocultaba a su egoísmo. Porque era egoísta no conocía. Porque pensaba en sí misma, porque quería para sus propios designios cuanto existe, lo ignoraba todo. Ahora ha cesado de querer, por eso principia a conocer lo que la rodea y tiene otros bienes» .

En el arte se conocen las cosas de un modo desinteresado, tal como son en sí mismas. Y esto constituye un avance respecto a la existencia biológica, pero no significa que represente el valor humano más elevado. Un desprendimiento perfecto, que dé lugar a un desinterés máximo, ya no es mero desinterés: es la existencia como caridad.


La existencia como caridad.

Caso inicia su exposición de la existencia como caridad preguntándose acerca del fin último de la existencia humana. Ciertamente, dice, nada que se destruya a sí mismo puede ser un fin en sí. La vida económica no puede serlo, puesto que es insaciable, incrementando ella misma, eternamente, una necesidad. Pero tampoco la vida artística puede ser un fin en sí, pues vale preguntarse: ¿Para qué los triunfos efímeros que el individuo tiene sobre su medio y sobre los demás en la creación estética? Los valores implícitos en estas formas de existencia humana no conducen al bien soberano de que hablaba Spinoza. Este «bien soberano» es siempre un bien individual. Un bien que para el filósofo holandés representaba «el supremo esfuerzo del alma y su suprema virtud» . Mas para el filósofo mexicano, el bien es un entusiasmo. Éste no representa ningún esfuerzo racional, ningún afán.

«La caridad no se demuestra ni colige. Es la experiencia fundamental religiosa y moral. Consiste en salir de uno mismo, en darse a los demás, en brindarse y prodigarse sin miedo de sufrir agotamiento. […] El caritativo no puede querer ser fuerte, porque ya lo es mejor que otro ninguno. Pensar en la propia fuerza es indigno de quien es sobrenaturalmente fuerte […] Sólo quieren más poder los débiles sin ingenuidad, sin caridad, sin humildad; los moralistas del exterminio y la convalecencia»

En la caridad como otra forma de existencia humana se manifiesta de manera más pura aquello que antes había definido como la esencia de lo humano: la sociabilidad. Vivir conforme a esta condición de la existencia propiamente humana debe ser el fin último del hombre. No se trata aquí de la vida contemplativa que planteaba Aristóteles; esa vida conforme a la razón, como lo más propio del ser humano, que era también su virtud. La virtud, la esencia humana, para Antonio Caso, se fundamenta en el amor, en la sociabilidad.

Y en esto tiene también un punto de comparación con el filósofo holandés, quien menciona en su Ética que todas las acciones de los hombres, en tanto que son libres, surgen de lo que él llamó fortaleza .

Ésta se divide a su vez en firmeza y generosidad. La firmeza consiste en la capacidad del individuo de actuar libremente, mientras que la generosidad corresponde con el esfuerzo del individuo por ayudar a los demás hombres y unirlos a sí por medio de la amistad. En tanto se siguen de la libertad del hombre, estas virtudes son el fundamento de toda virtud particular.

La fortaleza del hombre libre no está referida meramente al cuerpo, a lo biológico o físico, sino al hombre mismo en su totalidad, a la persona, que es mente y cuerpo. En cierto modo, es admisible emplear el lenguaje de Caso y decir que es una fuerza sobrenatural, puesto que es expresión de un ente que ha trascendido, aunque relativamente, a la naturaleza.


Bibliografía.

1.-Caso, A. La existencia como economía, como desinterés y como caridad. UNAM. México. 1989.
2.-Krauze, R. La filosofía de Antonio Caso. UNAM. México. 1990.
3.-Spinoza, B. Ética. Trad. Atilano Domínguez. Ed. Trotta. Madrid. 2005.
4.-Spinoza, B. La reforma del entendimiento. Trad. Alfonso Castaño Piñán. Ed. Aguilar. Buenos Aires. 1959.

sábado, 13 de febrero de 2010

Roxana

Roxana me miraba fijamente, como a través de mí. No pude evitar cierta desazón, aunque alegre. Hermosa, erguía su figura frente a mí: sus colgantes senos, como místicos frutos a los que sólo un ser superior podía acceder; y sus torneadas caderas, eran música ardiente a mis sentidos. Pero, era sobretodo la mirada suya, su mejor caricia, una caricia al alma.

Desde que la vi por primera vez cambié completamente mis hábitos cotidianos. Procuraba desayunar en el mismo lugar que ella, en la facultad de ingeniería; fingía leer junto al pasillo donde solía pasar; y soñaba, a toda hora, con ella. Dejé de andar con mis amigos, tornándome más solitario, con el único propósito de verla y, quizás, que ella me viera a mí, como aquella vez. Esta obsesión hizo también que descuidara mis estudios, con sus fatales consecuencias.
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Pero, mis encuentros con Roxana no resultaban como los esperaba. Siempre se hallaba escoltada por sus amigas, además de que me traicionaba un extraño temor. ¿A qué se debía éste? No estaba seguro si era tan sólo por miedo a que si me aproximaba a ella no me aceptaría como yo lo esperaba, o a cierto vituperio de los demás, que imaginaba me sobrevendría por aspirar a los encantos de una mujer tan perfecta. Quizás eran ambas cosas. Así, pues, viví varios meses, que me parecieron eternos, la tragedia de esta contradicción entre mi deseo y mi excesivo pudor.

Yo trataba de paliar el dolor de mi tragedia con la poesía. Un sinnúmero de poemas caían en mi entorno como las hojas muertas de un árbol de otoño, en medio de mi desesperación. Hasta que un día todo eso se me acumuló en el alma y lo expresé en un solo grito, certero y escueto, llamándola a mi lado, pronunciando la mágica palabra, su nombre: Roxana. Sabía que mi llamado había subido hasta el cielo, que había sido escuchado, y me levanté seguro, con la certeza de que ella estaría conmigo, no sabía cómo ni cuando, pero lo sabía y no podía dudarlo.

Ese día fue el resplandor de su voz que me dijo desde sí: “Aquí estoy, fiel a tu deseo”. Maravilloso. El mundo entero era mío: Roxana era mía. Y era un día común, igual que ahora.


El tiempo junto a Roxana no parecía transcurrir, como si no existiera. Sólo su imagen llenaba mi conciencia. Toda mi vida giraba a su alrededor. Y sin embargo, esta vida era riquísima en sorpresas: nos descubríamos a diario, y a diario volvíamos a sernos extraños. En el Parque, en el Malecón o en las veces que salíamos de la ciudad a conocer otros lugares, y sobretodo en los relieves de nuestros actos y de nuestras palabras, se gestaba nuestro mundo. Ciertamente, cuando no estaba con Roxana, pensaba en alguna actitud suya o en algunas frases que me hubieran sido extrañas. Reflexionaba sobre su persona, y cuando volvía a verla y surgía el tema, le revelaba esas ideas que le eran desconocidas a pesar de tratar sobre ella misma; y Roxana terminaba por aceptar algo de verdad en ellas, sorprendida.

Un día, yo la esperaba con incertidumbre en la Plazuela Rosales. No estaba seguro si habíamos hecho cita o no, o si realmente era en ese lugar. Era extraño. Era como si Roxana no existiera físicamente, sino que fuera una especie de fantasma, una especie de ilusión de mi conciencia. Dudaba de todo ese mundo que creía haber construido junto con ella o, más bien, no me resultaba del todo satisfactorio si no lo podía palpar; necesitaba una certeza sensible de ello. Sólo el contacto físico, carnal, podía aliviar aquella angustia que me sofocaba. Cuando ella llegó, advertí que había experimentado la misma incertidumbre.

Inadvertidamente estuvimos el primer día en mi habitación estudiantil. Roxana llevaba un vestido de seda, ligero, suave y cálido como un aliento humano. Y su calor, convertido en un vapor celestial, nos envolvió a los dos juntos, en un solo cuerpo. El beso, nuestro beso, fulguraba en nuestras cabezas como un relámpago en la oscuridad, profundo, queriendo anidarse en nuestras entrañas. Yo sentía la forma de su cuerpo en mis manos y eso me devolvía la certeza de su existencia, y la mía propia. Era cierto, ya no podía dudarlo. La mujer de mis sueños era una realidad.

Mi dicha era perfecta, aunque no la compartía con nadie. Sólo éramos ella y yo; lo demás no importaba. Por ello, el momento en que me encontré con aquel viejo significó un mal augurio. Era un profesor de la facultad de quien nunca fui su alumno; tampoco me constaba que hubiese sido maestro de otros. Daba la impresión de no existir, es decir, de ser como un eco de un pasado ya extinto, casi olvidado. Pero su voz la escuché muy clara: “¿Acaso crees, infantilmente, que hay un Destino?” Sin que hubiese tenido ninguna conferencia con él, sabía lo que pensaba, seguramente porque me había observado con ella, sin que me diera cuenta. Sus comentarios me exasperaban, sobretodo por calificarme de “infantil”. Sin embargo, la novedad de su discurso despertaba la curiosidad de mi espíritu y me hacía escucharlo con atención, sopesando sus palabras:

-La impotencia más vil en el hombre nace del amor por la ilusión de un Destino. Por tal causa se es capaz de matar. Y esto significa también la propia muerte. No creas en ninguna ilusión de destino realizado, sino que debes, ante todo, trabajar constantemente, incesantemente, por realizar tus deseos.

Creí entender vagamente el oráculo que, sin embargo, despreciaba. No podía permitirme romper con la alegría que mi amor por Roxana significaba, tan sólo por los desvaríos del viejo. No obstante, un cierto vestigio de cautela se atisbó en mi conducta desde entonces.


Lo que había entrevisto en la actitud de Roxana algunas veces como una mera inclinación natural, que no representaba ningún peligro para nuestra relación, se fue revelando poco a poco en su verdadero sentido. Éramos tan unidos, que a cualquier cosa que la afectase yo era sensible en ese momento y tenía conciencia de ello. Sus ojos, la expresión de su cara, un leve cambio en su conducta, me lo decían todo con claridad. En muchos sitios donde nos reuníamos había advertido que Roxana deseaba a cierto tipo de hombre, muy distinto de mí, por cierto. Pero, aunque vacilaba un poco en mi interior la fe en ella, enseguida, su mano estrechada por la mía, su frente sobre mi pecho y su sonrisa abierta hacia mí, me devolvían cualquier confianza que le hubiese perdido. Roxana era mía.

En cierta ocasión, en la facultad, estábamos ella y yo conversando con sus amigas, y una de ellas nos presentó a su novio. Correspondía a su prototipo, por lo cual advertí su reacción cuando lo miró. Se trataba de un médico recién egresado.

-¿Y ya trabajas? - Preguntó ella, en un tono de meloso interés.

Las miradas que se cruzaban entre ellos eran profundas, y esa actitud de Roxana en mi presencia me dolió bastante. Parecía que yo ya no importaba, que ni siquiera existía. En cuanto a él, de momento, podía tener mi indulto, puesto que no sabía cuál era la situación.

-Roxana, tenemos que irnos, ¿o ya lo olvidaste? – Le dije, con la voz un poco lastimera.

Y nos fuimos. Pero nuestra relación se hallaba petrificada por un muro de silencio. La sonrisa que me obsequiaba era sólo por hábito; de nada valía cuando interiormente ya no éramos los mismos. Fue entonces cuando por fin me atreví a hacerle notar su gusto por esos prototipos de hombres. Ella lo negó, aunque con cierta reserva. Igual cuando le hice ver su inclinación hacia el médico.

-No seas tonto, Emanuel… Fíjate en lo que estás haciendo. –Me contestó con cierto aire de tristeza y temor, que pude percibir en su voz y la expresión de su rostro.

De verdad, Roxana no tenía conciencia de aquello de que le hablaba. Sin embargo, no tardó en darse cuenta que había mucho de cierto en ello. Pero, aún así, me juraba fidelidad, pues “ella me había escogido a mí”. ¡Qué endeble era para mí esa razón! Para mí: un creyente del destino del deseo. Si ella era predestinada para mí, no tenía por qué pasar aquello. Y ahora creía ver que su destino no era yo. Esto me produjo un dolor indescriptible, que iba creciendo en la misma medida en que constataba sus amoríos con el médico.


Llegó el fin de semestre, el inicio de las vacaciones, y yo volvería a mi terruño, a la casa de mi madre. Eran los días de las posadas. Y los alumnos de nuestra facultad celebraríamos una en la Isla de Orabá. Allí estuvimos Roxana y yo, y el otro, que acompañaba a su novia. La fiesta empezó a las cinco de la tarde, con el crepúsculo. Mientras ella charlaba con sus amigas y ayudaba en la colocación de la piñata, yo recordaba el sentido que para mí había adquirido un momento así desde que conocí a Roxana: el suave velo de la noche que se anunciaba despertaba en su faz una extraña sonrisa, dulce y temible. Era el preámbulo de los besos y caricias que la luz del sol, en cierto modo, proscribía.

Me acerqué al margen del río, y lo contemplé largo rato. Me dejé hipnotizar por su carrera muelle y silenciosa, incesante… Con las sombras que se cernían sobre él, se asemejaba a un monstruo dormido, divagante, caótico. De súbito, sentí un escalofrío, como si algo terrible se acercara. Oí unos pasos a mi espalda y volví la vista. Era el médico, que venía con un aire de seguridad hacia mí. No le bastaba haberme privado del amor que Roxana había puesto en mí: ahora quería burlarse, reírse en mi cara.

-¿Cómo estás? ¿Saboreando la melancolía del río crepuscular? – Y soltó una risita burlona. - ¡Vamos, viejo, no seas niño!

No pude constreñir el deseo imperioso de borrarlo de mi vista. Loco de ira y de venganza levanté mi brazo esgrimiendo un cuchillo que había tomado de entre los enseres de la fiesta, y lo clavé con furia en su corazón. Sentí en mi mano los espasmos de su muerte, como una corriente eléctrica que me sacudía, mientras me miraba aún con aquella mirada de ironía que ahora estaba hueca, sin vida. Mis labios empezaron a temblar, en un acceso de miedo, a punto del sollozo por haber matado a un semejante, y de una ira más que salvaje hacia tan odiado objeto. Entonces, saqué el cuchillo y con renovada furia cercené su garganta. Mis manos recibían el baño de su cálida sangre con un gozo delirante, frenético. Y lo arrojé al río, donde las oscuras aguas consumieron al bermejo, cómplices de mi locura.

-¡Emanuel! – Se escuchó lejano el grito de Roxana, llamándome.

Entonces desperté de mi espanto. Estaba con el agua arriba de las rodillas, pero mojado hasta la cabeza, en medio de la noche. En cuanto me fue posible, reaccioné y pude salir de mi ignominia, de mi delirio. Así me presenté frente a Roxana y él, empapado. Ya habían pedido posada, María y José, y los pastores, y ya habían roto la piñata. Y yo, Emanuel (qué singular sonaba ahora mi nombre), me sentía aún poseído por la pesadilla de que acababa de emerger.

-¿Qué estabas haciendo? – Me preguntó ella, mientras me veía de pies a cabeza, sorprendida de mi estado. El médico también se miraba confundido.

Yo sólo los miré con cierto ánimo de piedad. El viejo oráculo había tenido razón. Si ella estaba ahí, junto a él, era por mi propia culpa. Roxana no era mía; Roxana era Roxana. Y yo, por primera vez juzgado y redimido, tenía la oportunidad de ser yo mismo. Roxana era Roxana, y yo, Emanuel. Dos personas libres.

lunes, 8 de febrero de 2010

El concepto magonista de la libertad

Los escritos de Ricardo Flores Magón, fundador del Partido Liberal Mexicano (PLM) y uno de los precursores intelectuales de la Revolución Mexicana, son una fuente importante para el análisis de sus ideas filósoficas. He seleccionado aquí algunos de dichos escritos con el fin de indagar el sentido exacto de ciertos conceptos fundamentales que el pensador oaxaqueño dejó plasmados, la mayoría del diario oficial del PLM: Regeneración.

Uno de esos conceptos centrales es el de "libertad". Flores Magón hizo mucho énfasis en distinguir entre "libertad política" y "libertad económica". Para él, la segunda es la base de todas las libertades, mientras que la primera es sólo una expresión de los derechos constitucionales, que la clase trabajadora mexicana no pudo gozar nunca durante el régimen porfirista: "[...] la inferioridad social del proletario y del pobre hace completamente ilusoria la libertad política, esto es, no puede gozar de ella" (Regeneración, noviembre 12 de 1910). Así, pues, la ignorancia y la miseria del trabajador constituyeron (y constituyen siempre) un gran obstáculo para el gozo de derechos ciudadanos como la libre emisión del pensamiento o el ejercicio independiente de un oficio o una profesión. El régimen de Díaz se encargaría de mantener ese estado de cosas, como así lo expresa Flores Magón:

"Un tirano no confía tanto la estabilidad de su dominio en la fuerza de las armas como en la ceguera del pueblo. De aquí que Porfirio Díaz no tome empeño en que las masas se eduquen y se dignifiquen. El bienestar, por sí solo, obra benéficamente en la moralidad del individuo; Díaz lo comprende así, y para evitar que el mexicano se dignifique por el bienestar, aconseja a los patrones que no paguen salarios elevados a los trabajadores" (En pos de la libertad, discurso pronunciado en la sesión del grupo Regeneración, 30 de octubre de 1910).

En otra parte de este mismo texto se puede vislumbrar una categoría, ya no meramente política, sino ética, e incluso de orden gnoseológico: la conciencia. Flores Magón expresa que existe una gran diferencia entre dos actos aparentemente iguales, como la declaración de la huelga por un obrero, si tenemos en cuenta la subjetividad del obrero, sus motivaciones. Así, no es lo mismo que éste se manifieste urgido por la necesidad de ganar algo más de dinero, inconsciente de la justicia de su demanda (movido sólo por su instinto de conservación), a que lo haga sabiendo que su acción va encaminada a "restar fuerza moral al pretendido derecho del capital a obtener ganancias a costa del trabajo humano". Éticamente, este segundo acto tiene mayor valor.

Pero los trabajadores que poseen esta conciencia son una minoría entre ellos, que en un momento oportuno pueden guiar a las masas inconscientes a la conquista de su emancipación política y social, sobre la base de la posesión de la tierra y de otros bienes privados que sirven para la producción de riqueza. La libertad se conquista entonces a partir de la emancipación económica y gracias a la organización de los trabajadores, unidos en el deseo de bienestar y la conciencia de sus dirigentes. No obstante, Flores Magón expresa de manera recurrente su rechazo por las figuras de autoridad e incita a todos, a la masa, a ser concientes, y no quedarse en el mero entusiasmo por la lucha:

"Compañeros, para conquistar la libertad y la felicidad se necesita algo más que un corazón bravo y un arma en la mano: se necesita una idea en el cerebro. [...] Si otro piensa por ti, no te asombre ver seguir, como si retoñase el negro edificio que aplastaste, otro más negro aún, más pesado, de donde asomen defensores más siniestros, y entre esos flamantes defensores del futuro despotismo reconocerás a los que hoy te aconsejan que tomes un fusil y te rebeles; pero omiten hacerte comprender tus intereses como pobre para que por ellos, y no por tus intereses, des la vida" (Regeneración, diciembre 24 de 1910).

La existencia de dirigentes (ya sea en los movimientos sociales o en el gobierno) que sólo ven por su interés o el de los explotadores y no despiertan la conciencia de las masas, es contrario a las condiciones para una verdadera libertad, pues implica la manipulación, el tomar a los hombres como medios y no como fines. La resuelta crítica de Flores Magón a los actos de Francisco I. Madero se orienta en este mismo sentido (véanse los artículos de Regeneración: Francisco I. Madero es un traidor a la causa de la libertad, febrero 25 de 1911; Diferencias con Madero, abril 15 de 1911; y El rebaño inconsciente se agita bajo el látigo de la verdad, marzo 4 de 1911).

De todo lo expuesto se infiere que la "libertad" magonista implica diversos elementos que se hallan estrechamente vinculados. Por un lado, la garantía de la supervivencia económica a través de la propiedad común de la tierra, que a su vez se expresa en un bienestar que hace al ser humano de una naturaleza buena. En esto, Flores Magón concibe que el crimen tiene su origen en la tristeza y opresión de la vida a que da lugar la existencia de la propiedad privada y el derecho de propiedad, o al menos su muy desigual concentración. Y el Gobierno no tiene razón de ser sin la propiedad privada, la desigualdad, y la explotación del hombre por el hombre; por lo que rechaza reiteradamente la existencia de todos ellos. La lucha de los pobres no ha de orientarse a encumbrar a ningún individuo en el gobierno, sino simplemente a poseer la tierra y organizarse libremente, bajo un decreto común establecido por todos. Por otro lado, la conciencia es otra dimensión importante de la libertad. Esta no es más que la manifestación anímica (en ideas y sentimientos) del deseo mismo de libertad en el hombre. Son raros quienes la poseen, pues implica la suma de una experiencia muy particular del individuo de lo que es bueno y justo con una especial constitución de fortaleza.

"Concebir una idea es comenzar a realizarla. Permanecer en el quietismo, no ejecutar el ideal sentido, es no accionar; ponerlo en práctica, realizarlo en toda ocasión y momento de la vida es obrar de acuerdo con lo que se dice y predica. Pensar y accionar a un tiempo debe ser la obra de los pensadores; atreverse siempre y obrar en toda ocasión debe ser la labor de los soldados de la libertad" (Revolución, junio 1o. de 1907).

En conclusión, la libertad magonista se compone tanto de elementos de índole social (distribución justa de la propiedad) como de índole individual o psicológica (conciencia del trabajador junto con su capacidad para realizar sus ideales). Y dichos elementos, aislados, no son suficientes para lograr la verdadera libertad, sino cuando mucho una efímera ilusión de ella. La unidad de dichos elementos es lo que constituye la organización social, el poder de la multitud, la verdadera democracia. Podría decirse que Flores Magón, además de combatir la noción ordinaria de Autoridad o Gobierno, apoyaría el ideal de un poder de la multitud como verdadera expresión de democracia, donde no gobiernen unos cuantos en su propio interés, sino todos en el interés de todos.

Para consultar los artículos periodísticos de Ricardo Flores Magón, así como otras de sus obras, recomiendo la página web abajo mostrada, recientemente construida por el INAH.