Carlos Marx planteó en sus “Manuscritos económico-filosóficos de 1844” el problema de la “enajenación” del hombre. Para algunos, esta cuestión fue de radical importancia en toda la obra de Marx, implícita en todas sus reflexiones acerca de la posibilidad de construir una mejor sociedad. Concretamente, en los Manuscritos, define las distintas formas en que la enajenación se da en el ser humano, y de su análisis explica el origen mismo de la propiedad privada; con esto, Marx hace una consideración filosófica, humanista, de la economía, develando el origen humano de los fenómenos económicos.
Al iniciar su análisis de la enajenación, Marx parte de un hecho económico: la situación del obrero que vende su fuerza de trabajo al capitalista. En esta situación se observa que en la medida en que el obrero da valor con su trabajo a las mercancías que produce, él mismo se desvaloriza, puesto que ha gastado sus energías en producir una cosa que no le pertenece y, además, en un trabajo forzado. El análisis de esta situación arroja como resultado tres modos de enajenación del obrero: 1) la enajenación del obrero en su producto, 2) la enajenación de la misma actividad productiva (del obrero con respecto a sí mismo) y 3) la enajenación del obrero respecto del género humano. Veamos en qué consisten cada una de ellas.
El primer modo consiste en el hecho de que lo producido por el trabajador es la objetivación de su trabajo, de su vida, de su fuerza, y se vuelve algo independiente de su voluntad que lo afecta. Aunque es fruto de su trabajo, la mercancía producida es ajena al trabajador, extraña a su ser. Y esto implica también el hecho de que no le pertenezca. En palabras del propio Marx:
El primer modo consiste en el hecho de que lo producido por el trabajador es la objetivación de su trabajo, de su vida, de su fuerza, y se vuelve algo independiente de su voluntad que lo afecta. Aunque es fruto de su trabajo, la mercancía producida es ajena al trabajador, extraña a su ser. Y esto implica también el hecho de que no le pertenezca. En palabras del propio Marx:
La enajenación del trabajador en su producto no significa solamente que su trabajo se traduce en un objeto, en una existencia externa, sino que ésta existe fuera de él, independientemente de él, como algo ajeno y que adquiere junto a él un poder propio y sustantivo; es decir, que la vida infundida por él al objeto se le enfrenta ahora como algo ajeno y hostil.[1]
Este proceso de enajenación en el producto de la actividad práctica del hombre parece fundarse en la doble naturaleza de las cosas y del mismo ser humano: su capacidad de afectar y ser afectado, de acción y de pasión. Según lo cual, puede decirse que el hombre es pasivo, o apasionado, mientras se enajena en su producto, mientras se deja dominar por él; y es activo o libre, mientras produzca sin volverse objeto de sus propios productos.
El uso que hacemos actualmente de los diversos productos que consumimos implica también, según esta definición, la enajenación. La radio, la televisión, el teléfono, el automóvil, etc., simbolizan para nosotros un poder del cual no podemos prescindir, pero que nos parece ajeno. Sabemos vagamente que el ingenio y el trabajo humano han sido los artífices de estas cosas, pero nos limitamos a usarlas, y más ciertamente nos parecen con vida propia, independientes de nuestros poderes humanos, que creación humana. Esto demuestra que la enajenación respecto de los productos del trabajo humano no sólo es exclusiva del trabajador que los produce, sino que también es vivida por cualquiera que los posea y los utilice.
El segundo modo en que podemos ver la enajenación consiste en el extrañamiento en que cae el hombre con respecto de su propia actividad, es decir, sintiéndose separado de ella misma, ajeno a ella. Esta es la enajenación del hombre respecto de sí mismo:
¿En qué consiste, pues, la alienación del trabajo?-escribe Marx.
En primer lugar, en que el trabajo es algo exterior al trabajador, es decir, algo que no forma parte de su esencia; en que el trabajador, por tanto, no se afirma en su trabajo, sino que se niega en él, no se siente feliz, sino desgraciado, no desarrolla al trabajar sus libres energías físicas y espirituales, sino que, por el contrario, mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. El trabajador, por tanto, sólo se siente él mismo fuera de su trabajo, y en éste se encuentra fuera de sí. Cuando trabaja no es él mismo y sólo cuando no trabaja cobra su personalidad. Esto quiere decir que su trabajo no es voluntario, libre, sino obligado, trabajo forzoso. No constituye, por tanto, la satisfacción de una necesidad, sino simplemente un medio para satisfacer necesidades exteriores a él.[2]
En la situación del obrero que vende su fuerza de trabajo para sobrevivir, su propio trabajo, su vida, no le pertenece porque no puede hacer un uso libre de ella. Su vida es un medio para el fin de seguir viviendo, de sobrevivir meramente. Esta situación, evaluada desde el punto de vista ético, constituye francamente una inmoralidad, puesto que se trata al ser humano, al obrero, como un medio y no como un fin en sí mismo. La autonomía o libertad del ser humano es negada en la enajenación del trabajo. En todo caso, Marx verá que el único fin que se impone es el del Capital, es decir, el de la riqueza producida por los trabajadores que adquiere una personalidad propia y domina al hombre, tanto al trabajador como al no trabajador; asimismo, se impone también esta forma enajenada del trabajo. El Capital, que es el producto enajenado del trabajo, se reproduce a sí mismo en la enajenación del trabajo, es decir, del trabajador con respecto a su propia actividad productiva.
Desde una perspectiva antropológica, la enajenación del trabajo significa su deshumanización, puesto que el hombre sólo puede tenerlo como algo exterior, no como algo que sea expresión libre de la esencia del hombre. Y esto es válido tanto para el proletario como para el capitalista. Pero en el caso del obrero esta situación se expresa de modo particular, sintiendo éste el valor de su personalidad tan sólo fuera del trabajo y sintiéndose fuera de sí en él, lo que muestra que el trabajo enajenado orilla al trabajador a una existencia individualista, limitada a la satisfacción de necesidades elementales como el descanso, el comer y el beber, entre otras. Igualmente, tiende a alejarlo de la vida propiamente humana, la que se desarrolla en colaboración con los demás.
Esto último que he mencionado se halla en estrecha relación con el tercer modo de enajenación que Marx describe en los Manuscritos: el de la enajenación del individuo respecto del género humano. Para él, el hombre es un ser genérico “por cuanto se comporta hacia sí mismo como hacia el género viviente actual, por cuanto se comporta hacia sí como hacia un ser universal y, por tanto, libre”[3].
El animal –explica Marx- forma una unidad directa con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre, en cambio, hace de su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su consciencia. Despliega una actividad vital consciente. No es una determinabilidad con la que directamente se funda. La actividad vital consciente distingue al hombre de los animales. Y eso y solamente eso es precisamente lo que hace de él un ser genérico.[4]
Toda producción humana se distingue de toda “producción” animal por el acto de la consciencia. Pero este acto de la consciencia implica desde un principio la colaboración, es decir, ciertas relaciones sociales que potencian la producción humana. La invención del lenguaje, por ejemplo, no puede ser concebida sin pensar en una convención de sentido entre diversos individuos y, por tanto, ciertas relaciones entre ellos. Y esta posibilidad de un marco común de representación de la experiencia a través del lenguaje permite que los individuos disciernan entre sus representaciones particulares y las de ese marco común, pasando del “nosotros” al “yo”. Y no digo que del “yo” al “nosotros”, porque sólo puede inaugurarse el acceso a la distinción entre el ser genérico y el ser individual sobre la base de lo hecho en común, como he puesto por ejemplo al lenguaje. Pero, claro, además del lenguaje, está también la utilización social de herramientas, que con la organización del trabajo posibilita, aunque en menor medida que con el lenguaje, el desarrollo de la consciencia. Por esto dirá Marx que ha sido a través del trabajo organizado primero, y luego con el uso del lenguaje, que el hombre se ha hecho humano.
Podemos decir, entonces, que la enajenación del hombre en el producto de su trabajo y con respecto a su propio trabajo, que son esencialmente hechos sociales, en los que se expresa la esencia genérica del hombre, implican, pues, una enajenación del individuo respecto de la humanidad en general. Pero, además, en esta enajenación está implícita también la oposición entre los seres humanos, como explica Marx del siguiente modo:
[Cuando el hombre] se comporta hacia el producto de su trabajo, hacia su trabajo materializado, como hacia un objeto ajeno, hostil, dotado de poder e independiente de él, se comporta hacia ello como hacia algo de que es dueño otro hombre, un hombre ajeno a él, enemigo suyo, más poderoso, e independiente de él. Cuando se comporta hacia su propia actividad como hacia una actividad esclavizada, se comporta hacia ella como hacia una actividad puesta al servicio, bajo el señorío, la coacción y el yugo de otro hombre.[5]
De aquí resulta también que la propiedad privada es consecuencia de la enajenación del trabajo, y no tanto su causa. Marx compara esto con el hecho de que “los dioses, originariamente, no fueron la causa, sino el resultado del extravío de la inteligencia humana. Más tarde esta relación se trocará en interdependencia”[6]. Y es que la creencia en los dioses es para Marx una forma de enajenación, en que el hombre proyecta sus poderes vitales en seres imaginarios, pero atribuyéndoles una realidad independiente del mismo hombre que los ha inventado. Aquí, no son esos dioses causa de sí mismos, sino la enajenación humana; igualmente, la propiedad privada, que es en cierto modo la sacralización del derecho de poseer, tiene su origen psicológico en la enajenación del trabajo humano.
Pero, por lo expuesto anteriormente, la enajenación también trae por consecuencia la oposición del hombre contra el hombre, es decir, su división en clases sociales. Cada clase diferente de hombres tiene diferentes intereses, diferentes pasiones. Y en tanto los hombres vivan sometidos a sus pasiones no pueden concordar en naturaleza y establecer una sociedad verdaderamente justa. Es esta una de las razones por la que es importante hacer este análisis de la enajenación humana.
¿Qué conclusiones finales se pueden extraer de lo anterior? En su análisis de la enajenación del trabajo, Marx no esclarece el origen de esta enajenación, aunque parece ser un propósito que él expresa en las líneas finales de su primer manuscrito. Sin embargo, parece plausible afirmar que el hombre cae en la enajenación por su propia naturaleza de ser pasivo y activo frente a las cosas creadas por él mismo.
El efecto más importante de la enajenación, además de la deshumanización de la cultura, de todo lo creado por él, sean objetos o relaciones sociales, es la oposición del hombre contra el hombre. Es el hecho de que la enajenación esclaviza al ser humano por sus propias criaturas y lo divide en clases sociales, impidiendo su plena realización. Por esto, superar la enajenación significa un proceso de liberación humana, que es también el proceso de la historia. Y aunque después de la liberación es muy probable que el hombre vuelva a caer en otro tipo de enajenación, el proceso de la liberación del hombre a través de la historia, puede tal vez hacerlo cada vez más apto para conquistar la libertad definitiva.
Fuente: Podcast Filosofía
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