La
palabra virtud está en desuso en la actualidad. Asociada por lo general a lo
religioso connota el sentido de “santidad”. Sin embargo, el sentido del término
tiene un origen griego en la palabra areté,
cuyo significado es “excelencia” en alguna clase de actividad humana, o bien,
simplemente: excelencia humana. De hecho, en la antigua Grecia se hablaba de
virtudes políticas, intelectuales y morales, así como en los distintos oficios
que desempeñaban los griegos, lo cual indica su naturaleza mundana y no
precisamente divina. Para los griegos, la educación era el medio por el cual se
formaban en los ciudadanos esas virtudes necesarias para mantener el orden
social existente.
Platón y Aristóteles fueron quienes
dieron en ese tiempo la mejor precisión filosófica del término. El primero
hablaba de cuatro virtudes fundamentales en la polis griega: valentía, templanza, prudencia y justicia. Las tres
primeras correspondían, por decirlo así, a tres clases sociales: la de los
guerreros, la de los artesanos y la de los gobernantes. La justicia, en cambio,
es inherente a todo el cuerpo de la polis, como la armonía entre las diferentes
clases, y donde cada integrante de su clase social cumple adecuadamente su
función. La justicia, por esto, tiene el carácter de virtud fundamental, ya que
su existencia depende de la existencia de las otras tres. Pero, además, Platón
considera que cada virtud corresponde con una parte del alma del individuo: la
valentía con su parte irascible, la templanza con su parte concupiscible y la
prudencia con su parte racional. De aquí que Platón considere implícitamente
que la perfección moral del individuo no puede lograrse si este se ciñe a una
sola clase social con su sola virtud, sin desarrollar la virtud fundamental de
la justicia, que aboga por el bien común de la polis en su totalidad.
Por su parte, Aristóteles definió la
virtud como la actitud proporcionada del individuo o ciudadano en lo que
respecta a su conducta o emociones, además de tener la capacidad de desarrollar
tal actitud de manera libre y consciente. Lo contrario a las virtudes, para
Aristóteles, son los vicios; éstos son la desproporción, ya sea en las acciones
o en las emociones. Por ejemplo, la valentía es una virtud porque corresponde a
una actitud proporcionada respecto a la emoción del miedo. El valiente no
incurre en una debilidad de carácter al actuar cobardemente, es decir, al
dejarse dominar por el miedo y no afirmar su racionalidad. La virtud moral se
funda en la racionalidad, en la consideración objetiva de las situaciones y
saber qué hacer en función de ello. Y esta consideración objetiva debe valorar
tanto los excesos como los defectos: si la cobardía (exceso de miedo) es el
vicio contrario a la valentía, también lo es la temeridad. En esta el hombre
yerra por defecto del sentimiento del miedo, siendo tan irracional como el
cobarde.
En la era moderna nos encontramos
con una definición de virtud que contempla más de cerca la naturaleza
individual del hombre antes que su naturaleza social, aunque sin dejar de hacer
esto último. Spinoza define la virtud del individuo humano como su potencia, su
poder, la capacidad que tiene de autoconservarse y afirmarse, expresado en lo
que él llama conato ó deseo. El deseo es el esfuerzo
consciente del hombre por perseverar en su ser y es su esencia, al igual que su
virtud. Y, no obstante que esta definición parece equiparar a la virtud con el
egoísmo, no es así; en todo caso, la virtud es compatible con el amor a sí
mismo, que no es contrario o excluyente con el amor a los demás. Lo más digno
de amor para un ser humano sano es otro ser humano sano, antes que cualquier
otra cosa de la realidad, ya sea viva o de naturaleza inerte. Y esto ocurre
porque sólo en la relación humana el ser humano se realiza como ser humano, es
decir, afirma sus potencialidades, lo que está en su ser y quiere realizar.
Para Spinoza sería una falsa alternativa la de amarse a sí mismo o amar a
nuestros semejantes.
Podría enunciar en otros términos el
concepto spinoziano de virtud de la siguiente manera: “virtud es la capacidad
del individuo de actuar conforme a su deseo cuando tiene de sus pasiones una
idea clara y distinta”. En las pasiones, no es el individuo quien determina en
forma libre su conducta, sino las afecciones que hay en él de las cosas
exteriores. Estas afecciones operan en él de manera automática sin que sea
consciente de cómo se originan. Pero cuando a través del pensamiento el
individuo toma consciencia de las causas que originan sus afecciones, entonces
dejan de ser pasiones y pueden ser acciones, es decir, el hombre puede tener control
sobre esas energías que lo dominan. En esto consiste la libertad humana. No
obstante, aunque la realización de la libertad pasa por la comprensión de sus
determinaciones afectivas, ello no es suficiente: las pasiones sólo pueden
reducirse o anularse por oposición con otras pasiones. Sólo cuando nuestro
conocimiento de las pasiones que nos esclavizan puede generar otras pasiones
contrarias a ellas, sólo entonces puede realizarse la libertad del individuo.
No basta saber lo que es bueno para ser bueno. El conocimiento es una
herramienta útil para el perfeccionamiento moral, es decir, del carácter, pero
sólo en la capacidad de reorganización adecuada de este último podemos hablar
de virtud.
Platón y Aristóteles coinciden en un
planteamiento objetivista de las virtudes, basado en la consideración de que
éstas provienen del orden social existente, de la polis. Poco podemos encontrar
en ellos un fundamento psicológico de la virtud, no obstante algunas de sus
afirmaciones acerca del alma humana. Esto se debe al limitado desarrollo de la
psicología en ese tiempo. En Spinoza, por otro lado, vemos ya una
fundamentación psicológica de la virtud. Respecto de las sociedades, Spinoza se
atreve a sugerir que algunas de ellas pueden hacer parecer una virtud lo que en
realidad es un vicio; por ejemplo, afirma que la ambición o la avaricia, en
algunas sociedades pueden verse como actitudes normales, de ningún modo dignas
de sanción moral, pero ser en realidad enfermedades mentales por el perjuicio
que hacen al desarrollo de las potencialidades propiamente humanas. Así, el
consenso social (la opinión pública) no puede ser el único criterio de la
validez de las virtudes, sino que ha de estar en constante diálogo con el
conocimiento que se tenga del alma humana. Someterse acríticamente es, en cierto
sentido, promover el autoritarismo.
Virtud,
Deber y Autoridad.
El
deber es algo que está implícito en
las consideraciones anteriores de la virtud, tanto en los griegos como en
Spinoza. Cuando la persona no ha desarrollado aun la virtud necesita tomar un
modelo de conducta y obligarse a seguirlo. Estas normas o modelos de conducta
son lo que denominamos valores o ideales, son los proyectos de vida de un
individuo o de un pueblo. Y para garantizar tanto su validez como su realización
efectiva se precisa de una autoridad.
La autoridad, sin embargo, falla
cuando no vela realmente por el interés de sus subalternos, sino por su propio
interés. Entonces, la realización de lo que propone como autoridad se comprende
como una acción violenta, autoritaria.
Acción que se lleva a cabo en el marco de una cierta institución social que
encabeza dicha autoridad. Porque es necesario precisar que las virtudes han de comprenderse
siempre dentro de un marco institucional, entendiendo asimismo a la Sociedad o
Estado como la totalidad de dichas instituciones vinculadas entre sí. En cuanto
a las manifestaciones personales de esas virtudes, son producto de la
interiorización en el individuo a través de su práctica y constituyen su manera
peculiar de ver el mundo y de ser en él.
En esa interiorización de los
valores propuestos por una sociedad a través de sus autoridades se forma en el
individuo la conciencia. No sólo entendida ésta como conciencia moral, como la
capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo socialmente modelados, sino
como el conjunto de funciones psicológicas propiamente humanas, que nos
distingue de los animales. (Igualmente, hasta aquí el concepto de virtud no ha
estado acotado al de virtud moral). Siguiendo a Erich Fromm podemos distinguir
entre dos tipos de conciencia: una humanista y la otra autoritaria. La
conciencia humanista se caracteriza por ubicar al individuo en las acciones que
debe hacer para afirmar su ser, para desarrollar sus capacidades en la alegría
y la felicidad; en cambio, la conciencia autoritaria impone el deber por el
deber, sin considerar los efectos de sus valores sobre la persona. Mientras que
la conciencia humanista afirma y propone en la persona valores que sirven a su
desarrollo, la conciencia autoritaria sólo impone el valor de la obediencia: la
primera está fundada en un conocimiento adecuado del hombre, mientras que la
segunda en la mera necesidad de mantener un cierto orden social de dominación y
explotación.
Por regla general, es en la
contradicción entre las normas impuestas por una mala autoridad y las de un
puñado de autoridades humanistas cuando se da la ocasión para un cambio en los
valores establecidos y la posibilidad del desarrollo de “nuevas” virtudes, más
adecuadas al ser del hombre, más auténticas. Y el espacio en que esto ocurre es
el de las instituciones. Dentro de ellas, podría decirse, se da una
reconstrucción cuando la participación democrática (de una multitud de
conciencias humanistas) derrota a la imposición autoritaria. Generalizando esto
a todas las instituciones podríamos afirmar la pertinencia de los llamados “pactos
sociales”, de que han escrito algunos filósofos de la política. Podemos decir
que dichos pactos son factibles bajo estas circunstancias, puesto que transformar
el conjunto total de instituciones es transformar al Estado.
Esta lucha entre dominación y
liberación, lucha de valores distintos, se configura del lado de la liberación
gracias a la unidad entre autoridades humanistas (por lo general no oficiales,
en el sentido de no estar insertadas en el seno de los poderes del Estado, y
que fundan su autoridad en su competencia) y los ciudadanos comunes, pero que
reconocen la necesidad de liberación y lo adecuado del proyecto que les ofrecen
las autoridades humanistas. Estas autoridades aportan el valor intelectual de
sus ideales, mientras que los ciudadanos les ofrecen su voluntad, la fuerza física
necesaria para la transformación efectiva.
Virtud
y Felicidad.
Según
la definición spinoziana de virtud, ésta implica la actividad del individuo de
acuerdo con su naturaleza o deseo, actividad que es tanto psíquica como física.
Pero Spinoza también define en su Ética
que la alegría es el tránsito del
alma de un estado de perfección a otro de mayor perfección, y esto es inherente
a la afirmación del ser del hombre, de su deseo. Por esto es que la práctica de
la virtud implica en sí misma la alegría. Pero, como el mismo Spinoza dice, es
un estado transitorio del alma humana, tan sólo vigente mientras se es activo.
La felicidad, por otro lado, ha de
ser un estado del alma constante, que una vez adquirido por la persona se
mantiene en ella. Más que ser intrínseca a actividades humanas específicas lo
es con relación a la actividad general de ser creativo o productivo, de ser
“virtuoso”. Si la pensamos en términos cuantitativos sería la medida de nuestra
virtud. Entonces, la felicidad perfecta sería aquella que corresponde a una
virtud perfecta, o la perfecta realización de la totalidad de potencialidades
humanas en una persona. En cualquier otro caso estaremos frente a una mera
alegría o simplemente una pequeña felicidad.
En Aristóteles, a diferencia de esta
definición de Spinoza, la felicidad (así como la perfecta virtud) está limitada
a la actividad puramente intelectual y se confirma en el tiempo, en la
totalidad de la vida vivida por alguien conforme a la virtud. De tal modo, para
Aristóteles sólo se alcanza la verdadera felicidad al morir.
Conclusiones.
En
nuestros días podemos y debemos plantear una definición de la virtud que
comprenda tanto su dimensión política o sociológica (Platón y Aristóteles) como
su dimensión psicológica (Spinoza). La Ética debe buscar apoyo en ambas
ciencias del hombre para formular sus conceptos y sus principios normativos. Sobre
todo en estos días, en que quizás se ha hecho más necesario que en otros
tiempos el progreso conjunto, armónico, de la vida social y personal. Que una
cosa no excluya a la otra. Por ello, la síntesis del pensamiento de estos
filósofos clásicos puede aportarnos algo.
Pero también se ve en lo dicho hasta
aquí que es muy importante saber describir la dinámica del desarrollo ético,
tanto a nivel social-histórico como a nivel individual o personal. Hemos discernido
que este proceso se verifica en la contradicción entre lo individual y lo
colectivo, entre la opresión y la libertad, entre la mala autoridad y la
autoridad humanista, en el marco de las instituciones sociales. La Ética ha de
tener cabida en todas ellas, puesto que en todas ellas están la virtud y los
valores. La familia, la economía, el gobierno, la educación, los medios de
comunicación, la ciencia, etc., todos ellos son ámbitos en los que la Ética
puede y debe aplicarse en tanto que corresponden a algún aspecto de las potencialidades
humanas, que puede estarse afirmando o negando, propiciando tristeza o alegría,
felicidad o infelicidad.
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