sábado, 3 de noviembre de 2012

Mundo y Lenguaje




El lenguaje, junto con la consciencia, es uno de los rasgos relevantes de la persona, que permite distinguirlo de las otras criaturas de la Naturaleza. ¿Será posible pensar en el origen del hombre o de la persona a través de las consecuencias ontológicas que conlleva la adquisición del lenguaje? Y es que muchos pensadores clásicos han afirmado que es mediante el lenguaje que el individuo humano en formación logra completar ese proceso de humanización, desarrollando una “segunda naturaleza”, adicional a la naturaleza instintiva o meramente animal.

¿A qué me refiero con consecuencias “ontológicas”? Simple y llanamente a la diferencia cualitativa entre el individuo humano sin habla y el que la posee, diferencia expresada en su conducta hacia los demás, hacia su entorno, y hacia sí mismo. Y para reconocer si se trata de una diferencia cualitativa y no sólo cuantitativa, sirve el criterio de irreversibilidad, es decir: que sea prácticamente imposible el retorno a formas de conducta puramente instintivas. Una diferencia meramente cuantitativa sería susceptible de este retroceso conductual, puesto que significaría el concurso casual de algunos factores o condiciones que hacen parecer la conducta distinta a la animal, pero que en realidad son insuficientes para lograr que esta revolucione a una forma verdaderamente distinta. 

Por otro lado, pensar al lenguaje como condición para el pensamiento consciente no significa negarle su vínculo con el cuerpo, dividiendo al pensamiento en un dualismo entre lo meramente sensible y lo consciente. El hecho de que la consciencia sea cualitativamente distinta del pensamiento sensible no debe entenderse como un divorcio absoluto de la mente humana y el cuerpo. La ruptura entre consciencia y pensamiento sensible que acontece en la persona es de carácter funcional, no “substancial”; y si la llamo “consecuencia ontológica”, es porque la entiendo en el sentido de una diferencia funcional irreversible. En verdad, ningún pensamiento consciente de la persona está exento de afectividad.

Con la emergencia del pensamiento consciente en la persona surge el Mundo, esto es, un conjunto ordenado de relaciones de la persona con las cosas, con otras personas y consigo mismo. Un cierto orden dentro del Misterio de la realidad. Mediante el primer tipo de relaciones, la persona ha hecho posible su relativo dominio sobre la Naturaleza por el conocimiento de sus leyes y por la creación de instrumentos o tecnología. Mediante el segundo tipo, ha creado las instituciones sociales en que puede desenvolver adecuadamente su existencia. Y, por último, mediante el tercer tipo de nexo, el ser humano ha logrado el desarrollo de su autonomía en la creación de valores o ideales no sólo éticos, sino de toda índole. 

Estas conquistas de la persona revelan, además, otro de sus rasgos relevantes: su carácter histórico. Este hay que entenderlo en dos sentidos: primero, como algo que se adquiere y es producto de la actividad de generaciones anteriores; segundo, como la cualidad personal de la creatividad, por la cual se transforman cosas, instituciones y valores presentes en vista de otros futuros. En realidad, el mundo que emerge con la persona es un mundo en constante devenir, es la Historia.

Por último, no está de más mencionar que esta conformación dinámica del mundo se logra en un proceso de confrontación con el misterio. El mundo no podría ser cambiante si no estuviese suspendido en el misterio, en lo ignorado e irrealizado, pero posible. Esta confrontación, sin embargo, no es que se haga literalmente cuando simplemente se piensa en transformar una cosa, un valor o una institución. Existe otra actividad humana en la que sí se establece concretamente esta confrontación: la actitud mística. Hay algo de místico en toda persona creadora, pues la creatividad es indicio de que se ha sentido en cierta forma el misterio, y al ir a él se ha creado. Pero quien tiene como su objeto y fin exclusivo al misterio no crea nada objetivo, sino a sí mismo.


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