domingo, 22 de diciembre de 2013

El bautismo de la Muerte



Os estáis junto al mar que no se calla

Muy quietecitos, con el muerto oído

Oyendo cómo crece la marea, y aquel

Mar que se mueve a nuestro lado, es la

Promesa no cumplida, de una resurrección.

Alfonsina Storni

(Un cementerio que mira al mar)




por Mauricio Enríquez

René Creso era hijo de una familia de comerciantes venida a menos en la crisis económica de los 90’s. Con gran tenacidad había podido superar todos los obstáculos que se presentaron en su ascenso al éxito, dedicando la mayor parte de su vida a una frenética laboriosidad tanto en el trabajo físico como en el estudio. En el fondo de sí guardaba un agudo terror a la pobreza, a la constante incertidumbre por el pan que habría de llevarse a la boca. Logró, sin embargo, todo lo que quiso para evadir esos profundos miedos. Hizo una excelente carrera de administración de empresas, además de conquistar las amistades más propicias para su éxito profesional, incluyendo a Charo, la que sería su esposa. Todo esto, olvidando los lejanos ideales de su inocente niñez.

La había conocido en la universidad, cuando eran estudiantes y compartían las mismas clases. Hija de un conocido empresario de la ciudad, Charo representaba una magnífica coyuntura para acceder rápidamente al mundo de los negocios. En un sentido sexual o moral, Charo no le era indiferente a René, pero lo que más lo movía hacia ella era la necesidad de encumbrarse. En cuanto a ella, sentía un afecto sincero por él, desprovisto de cualquier intención de provecho o utilidad. Además, su familia era rica, poco le faltaba el dinero. Pero tendría que lidiar con un matrimonio en donde ella no era más que una especie de mueble.

Ahora René es Gerente general de la cadena de supermercados de su suegro en el Estado, y como siempre, carece de tiempo para cualquier trato personal que sea un poco más profundo que un saludo o un esporádico intercambio de palabras. Trabaja hasta por la noche, manteniendo en un soterrado abandono a la esposa que con francas ilusiones le había entregado su voluntad. Y a veces, muy raras veces, se da cuenta de cierto hastío que vive en su interior; entonces, su mente vuela a los días maravillosos de su niñez, cuando aún no conocía la amargura de la pobreza y tenía sueños de una libertad pura, de una verdadera libertad. Se mira entonces jugando junto a su hermano menor, él con una guitarrita en las manos, deseando robarle a las cuerdas los acordes más armoniosos, los más bellos. Pero todo eso es, quizás, el débil rescoldo de una ilusión inexorablemente condenada a morir.

***

Cierto día fue Charo a visitar a René en su oficina. Era una de esas jornadas de mucho estrés, por lo que no la atendió como se debía. ¿Qué tendría que decirle? Esta cuestión ni siquiera pasó por la mente de René, absorto en sus negocios. Después, al salir un momento de su oficina, ya por la tarde, se encontró en el pasillo con un hombre que parecía que lo buscaba.

-¿Ha pensado en la muerte alguna vez Sr. Creso? –le preguntó.

René se quedó estupefacto por unos segundos ante la extraña pregunta, luego se puso a inquirir en el rostro de su interlocutor. Éste era lívido, con la piel apergaminada, debajo de la cual se ponían de relieve las formas de los huesos craneales: la mandíbula rematando en un prominente mentón, los pómulos sobresalientes, enmarcando unos ojos tan obscuros que parecían sólo un par de tenebrosas sombras. Iba vestido de un traje negro, y sus modales parecían revelar una cierta educación, aunque esto contrastaba con la crudeza de sus palabras.

-¿Quién es usted? ¿A qué viene esa pregunta?

-¡Oh! Me llamo Mikizli Verdugo y soy un accionista de esta empresa. He venido por un asunto de negocios con la familia y al ver la oportunidad de iniciar una charla con usted, lo he hecho.

-¡Con semejante pregunta! –replicó René, inquieto.

-Bueno, es cierto que nadie desea hablar o pensar siquiera en la muerte… Sin embargo, ¡se sorprendería de lo familiar e íntima que es a todos!...

A René le parecía oír esa voz como a través de un sueño, y de nuevo observaba su rostro: sus palabras parecían surgir como del castañear de su manifiesta dentadura, extensa y blanca. Le era imposible calcular su edad. Tan pronto su piel arrugada daba la impresión de tener enfrente a un anciano, como sus labios sonriendo entre la blancura de sus dientes hacían parecer que era un hombre joven o simplemente maduro, o bien, sus ojos profundos y vacíos le recordaban la inocencia de un niño. Aquel hombre parecía no tener edad.

-Ahora no tengo tiempo para seguir esta charla –le dijo René, con un poco de vértigo-. Usted me disculpará.

-No hay ningún problema, Sr. Creso, ya habrá otra oportunidad para tratar el asunto. Sólo recuerde una cosa: la vida es como una joya preciosa, irreemplazable, y su valor, poco o mucho, reside en lo que haga con ella. Usted se lo da.

Y le extendió su mano. Estaba tan insólitamente fría y huesuda que René se estremeció de pies a cabeza al estrecharla. El extraño hombre le dio entonces la espalda y se fue, desapareciendo entre un tumulto que se había formado junto a la ventana. ¿Qué hacía esa gente allí?

-¡Está muerta! –los oía murmurar, mientras se asomaban por la ventana.

Una de las empleadas de la oficina, al ver a René, no pudo ocultar el compasivo asombro que denotaban sus ojos. “¿Qué está pasando?”, pensaba, mientras se acercaba a la ventana para atisbar lo inimaginable. Al llegar, otro de los empleados puso su mano sobre su pecho, como para evitar que se asomara. Pero se asomó, y vio el cuerpo de Charo sobre el pavimento, en un charco de sangre… Se había lanzado desde el quinto piso del edificio.

***

Los días siguientes a la muerte de Charo fueron para René bastante tristes. Coincidieron con el periodo de vacaciones que la empresa le tenía asignado, por lo que la sensación de soledad fue mucho más dolorosa que si hubiese continuado distraído en sus labores y en la superflua compañía de sus colaboradores. Ahora estaba obligado a pensar en ella en todas las horas de su ocio… ¿Por qué había hecho lo que hizo? Él no tuvo nunca ni la más mínima sospecha de que algo como eso pudiera suceder. Ese último acto de Charo la hacía aparecer ante él como una completa desconocida, y sentía un extraño terror al recordar su rostro dormido en el ataúd, rodeada de ese halo de ausencia que tienen todos los muertos, pero con una expresión de burla en los labios. René creía que había algo de odio hacia él en lo que hizo Charo, porque se sentía culpable: “¡Se mató para castigarme!… ¡Para que yo muriera por el resto de mi vida!…”, pensaba, en medio de un agudo estremecimiento.

La casa le parecía enorme y vacía sin Charo. Varias veces le ocurrió que mientras leía el periódico por la mañana, le parecía escucharla en la cocina haciendo el desayuno, como era su costumbre. Pero al volver la vista sólo alcanzaba a atrapar por un instante el fugaz destello de su imagen, y entonces René se acordaba de que Charo estaba muerta. Y lloraba con amargura. Similarmente, en el lecho donde compartían su sueño, en el automóvil o en la mesa donde se sentaban a comer; en todos los sitios en que cotidianamente compartían momentos felices, el fantasma de Charo reaparecía, primero con la anuencia de René, que deseaba que ella volviera, pero después, al tomar mayor consciencia de la realidad de su muerte, las apariciones se tornaron más lúgubres, como si tuvieran el único fin de atormentarlo.

Con tal de no enloquecer ante el asedio del recuerdo de Charo, René procuró hacer un poco más de vida social. Un sábado por la tarde visitó en su casa a un compañero de trabajo. Charlaron un buen rato acerca de sus respectivas existencias.

-Ya se te pasará –dijo el compañero-. Aún la tienes muy presente en tu imaginación.

-Tienes razón… Sin embargo, siento cierta culpa que no sé si se vaya con la misma facilidad. Ella fue a buscarme a la oficina el día en que murió y no la atendí. Ahora nunca sabré lo que quiso decirme.

-Por lo tanto, es inútil que te preocupes por eso… ¡Olvídalo! Mira, pudo haber sido por cualquier cosa sin importancia…

-Pero, ¿y si tuvo que ver con su muerte…?

-Vamos, René, ya no te atormentes, por favor –le exhortó el compañero, mientras daba unas palmadas en su hombro.

Prefirieron dar un giro a la conversación, inclinándose hacia los asuntos de la empresa, las vacaciones y hablar de lo que otros conocidos estaban haciendo entonces, entre otras cosas. Por momentos reían, más relajados. Y así estuvieron hasta las nueve de la noche, hora en que René se despidió.

Justo al salir de casa de su compañero, René se tropezó con Mikizli Verdugo, el extraño sujeto que había conocido en su oficina aquel fatídico día. Este encuentro no le fue nada grato, no sólo por el carácter tenebroso de Mikizli, sino porque lo asociaba fuertemente con la muerte de Charo.

-¡Sr. Creso, qué sorpresa!... Supe de su pérdida… Lo lamento mucho. Reciba mi más sentido pésame.

-Gracias, Sr. Verdugo… Pero, ¿qué lo trae por aquí?

-Vengo, como siempre, por un asunto relativo a mi trabajo. Ha de saber que, además de ser administrador del cementerio local, soy dueño de una funeraria. Y vengo, precisamente, a notificar a su compañero que ya ha concluido con su deuda.

Mikizli sonreía mostrando sus blanquísimos dientes.

-Bueno… Entonces no le quito más su tiempo, Sr. Verdugo.

-No se preocupe, no importa cuanta carga de trabajo tenga, yo siempre dispongo de tiempo para charlar con un amigo…

-¡Hasta pronto! –dijo René dándole la espalda y encaminándose hacia la calle.

-¡Que le vaya bien Sr. Creso! ¡No olvide que tenemos una charla pendiente! –le gritaba Mikizli desde lejos.

René se fue casi corriendo de la presencia de Mikizli. Definitivamente le inquietaba hablar acerca de la muerte, sobre todo después de haber perdido a Charo. Aunque siempre, en el fondo, esa había sido su debilidad: el miedo a morir; y había vivido toda su vida aguijoneado por ese miedo oculto, buscando ante todo sobrevivir, y más: acaparar toda la vida posible en la riqueza. Tal vez, el mayor error de su vida.

***

No obstante las recomendaciones de su compañero de olvidar lo de Charo, René seguía obsesionado con ello. Sentía la imperiosa necesidad de saber qué quería Charo de él en esa última visita a su oficina. Y aunque las apariciones de ella en su casa se hacían menos frecuentes, se incrementaba en la misma proporción esa ignominiosa angustia que lo hería en lo profundo de su ser, en el corazón. En la misma medida crecía en su mente la tétrica intención de visitar a Charo en su tumba e implorarle una respuesta que aliviara su inquietud. Era imposible para René sacarse esa idea de la cabeza, idea que fue cobrando cada vez más y más presencia. Hasta que un día resolvió ir al cementerio.

Decidió ir por la noche, cuando no hubiese posibles testigos de lo que iba a hacer con su esposa muerta. Mágicamente iluminado por el esplendor de plata de la luna llena, en medio del silencio de los sepulcros, tan sólo interrumpido por el recurrente bramido del mar infinito que se hallaba frente al cementerio, René marcaba sus pasos con dificultad en la pesada arena de la playa. Encontró el nombre de Charo y se puso a excavar, impulsado por un demoniaco frenesí, mientras a su espalda, desde la profunda negrura del mar le llegaba una brisa fresca y el sonido estrepitoso de las olas contra las rocas.

Abrió el ataúd, descubriendo el cuerpo de su mujer ataviado con un vestido blanco, como de novia. Y lo cargó en brazos, increíblemente flexible y tibio, sin descomposición, pese a los días transcurridos desde su muerte, como si en verdad estuviera vivo. Entonces, lo sacó a la superficie. Y mientras se incorporaba él mismo fuera de la fosa le pareció sentir que algo extraño pasaba afuera. De pronto había callado todo: el rugir de las olas y las voces de los insectos nocturnos, y ni siquiera el aire se oía. Al repentino silencio siguió una risa, primero mesurada como un murmullo al oído, pero que luego se avalanzó hacia la hilaridad, llenándolo de un escalofrío en todo el cuerpo. Al levantar la vista reconoció frente a él a Mikizli Verdugo.

-¿Qué cree que hace aquí Sr. Creso? –preguntó Mikizli, todavía dominado por la risa.

René se sentía como un sordo, aunque escuchaba la voz de Mikizli en su oído, o quizás dentro de su cabeza. En medio de la sorpresa por encontrarse con él allí, buscaba en vano el cuerpo de Charo, que había desaparecido.

-¿Dónde está? –se dijo a sí mismo, con la mirada extraviada en el suelo, justo en el sitio en que la había colocado.

-¿Quién?

-¡Charo…!

-¿Su mujer?... Ella está muerta, Sr. Creso… Está usted parado junto a su sepulcro.

Y volvió la vista al sepulcro que se hallaba a un lado de la fosa que había cavado, confirmando que era el nombre de Charo el que allí aparecía. Entonces, miró otra vez la lápida en que creía haber leído antes el nombre de su esposa muerta. Leyó: “René Creso (1974-2004)”, y debajo un epitafio con el siguiente pasaje bíblico: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. (Mateo 16:25.)

-Sr. Creso, es la primera vez que veo que alguien cava su propia tumba… Casi siempre es un trabajo que a mí me toca. Y soy muy celoso de él.

Al terminar estas palabras, Mikizli estaba a un paso de René, quien todavía estaba en la orilla de la fosa, confundido de terror al ver su propio nombre en la lápida. Y entonces, René sintió cómo las huesudas manos de Mikizli lo impulsaban al interior de la tumba con una fuerza avasalladora, imposible de repeler. Mientras caía volvió a ver, ahora en la blanca redondez de la luna llena, aquel niño músico que era él y que había olvidado casi por completo en el trajinar de su existencia.

***

Al abrir los ojos, la luna llena era sólo una lámpara en el techo de un hospital. Había despertado oyendo una voz que lo llamaba: “¡Renato!”. El terror aún no se marchaba de su cuerpo y, cuando al fin pudo ver a Charo junto a él, al lado de Mikizli, no pudo evitar que sus ojos se arrasaran de lágrimas. Eran lágrimas de alegría porque, al menos por entonces, la muerte era sólo un sueño. Estaba entubado, por lo que no pudo decir una sola palabra.

Era un milagro estar vivo; entonces lo entendió perfectamente. Aquel día, después de despedir a Charo de su oficina, justo cuando salió al encuentro con Mikizli, René había sufrido un derrame cerebral, derivado de un aneurisma. En realidad nunca supo el nombre real de quien creyera llamarse Mikizli Verdugo, un hombre común y corriente que había visitado ocasionalmente su empresa. 

Autor: Mauricio Enríquez. 

domingo, 1 de diciembre de 2013

Radio y Cultura


Reflexiones sobre la Radio como medio de comunicación y sus posibilidades culturales.

TEXTO:

La radio se destaca por ser uno de los medios de comunicación de mayor audiencia en el momento. Al igual que otros medios masivos, como la televisión, el cine o la prensa, tiene o debería de tener como uno de sus objetivos la promoción de la cultura o cierta función de carácter educativo. ¿Realmente es así? Si hay algo de cierto en ello, ¿en qué medida lo es? ¿Cuáles podrían afirmarse como los efectos reales o posibles de una radio educativa o cultural? ¿Cuáles son los retos a que se enfrenta este tipo radiofónico en su existir? A continuación haré una serie de reflexiones en torno a estos problemas para vislumbrar al menos la situación de nuestra radio cultural.


En tales reflexiones es preciso aclarar previamente el significado de algunos términos implicados en estas cuestiones, es decir, conceptos como: comunicación, medio, cultura, y radio, principalmente. Posteriormente a esta aclaración de términos, dilucidaré la conexión posible entre la radio y la cultura, comparándola con el nexo real que se manifiesta en nuestra radio actualmente o el que ha tenido en el pasado. Esto es, en realidad, entrar en un proceso de valoración de lo cultural en nuestra radio. Con esta valoración, quizás, podrán delinearse posibles acciones a futuro.




Conceptos preliminares

Aunque, como parece sugerir Pierre Guiraud en su libro “La semiología”, el concepto de comunicación puede extenderse incluso hasta la identificación con la percepción, “porque según la etimología arcaica, sentir, 'dirigir', significa 'poner en línea (y por lo tanto en comunicación)' el objeto percibido y los órganos sensoriales”1, aquí simplemente me referiré a la comunicación como la transmisión de un mensaje de una persona a otras. Dicho mensaje podrá adquirir formas diversas, según se halle orientado hacia transmitir un dato objetivo de la realidad, una emoción, una orden, etc.


En el proceso de la comunicación humana podemos distinguir cinco elementos: emisor, receptor, mensaje, código y medio. Me aprestaré a definir sólo este último, por su vinculación directa con nuestro tema. El medio es el vehículo o soporte físico que sirve para que una persona (emisor) transmita un determinado mensaje a otra (receptor), bajo un cierto código, es decir, un cierto sistema de significación. Este medio es, en el más simple de los casos, la propia voz humana escuchada directamente del emisor. Pero la historia de la tecnología ha permitido que esa transmisión de un mensaje entre seres humanos trascienda cada vez más ese contacto directo, cara a cara, que ya he mencionado. Así, medios como la escritura, el telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión, pueden servir al mismo propósito comunicacional que la voz humana, aunque de manera más mediata y con mayor amplitud. 
 

La Radio es el medio de comunicación por el cual es transmitida la voz humana a distancia sin el uso de cables, sino a través de ondas hertzianas, descubrimiento científico y técnico que ha tenido inéditas repercusiones políticas, económicas y socioculturales. Aunque los orígenes de la radio, a principios del siglo XX, se vinculan a la telegrafía y telefonía inalámbricas requeridas con fines militares2, y las primeras emisoras de radio fueron promovidas por radioaficionados, muy pronto pasó a significar una fuente de interés para los capitalistas de todas las naciones, así como para sus gobiernos. Un poco a la zaga, otros actores sociales como las universidades, los grupos religiosos, escuelas, sindicatos, entre otras instituciones, entraron en la participación de este medio con aportaciones de tipo educativo o cultural.


Es aquí donde se vuelve necesario precisar el significado de la palabra cultura3. Por ella entiendo el conjunto de creencias, conocimientos, hábitos, actitudes o acciones forjadoras de valores que comparten los individuos de una sociedad, y que ésta es capaz de reproducir en las sucesivas generaciones a través de procesos educativos. Y cabe destacar de la cultura un elemento importantísimo: el lenguaje. Sin este elemento, el resto de sus aspectos característicos, como la religión, la vida social, la ciencia, la moral, etc., nos parecen imposibles. Pero, además de ser un instrumento fundamental que posibilita la cultura, no deja de ser también una parte de ella. Existe una acción recíproca entre la cultura y el lenguaje que deriva en un proceso de transformación de ambos. En cuanto elemento de una cultura sirve de instrumento de transmisión de una herencia social que las nuevas generaciones deben adquirir; pero, en su función más auténtica, más genuina, por conservar su carácter originario, el lenguaje es forjador de nuevos valores. A esto se halla asociado, por supuesto, la actividad del entendimiento o pensamiento colectivo.


Dado este papel sobresaliente que tiene el lenguaje tanto en la conformación como en la transformación de la cultura, cualquier medio de comunicación debe tener una función cultural intrínseca. La radio es, quizás, después de la Prensa, el medio que más radicalmente ha trastocado los modos establecidos de comunicación. Mientras esta última posibilitó el acceso popular a los frutos de la cultura, aquella los ha multiplicado más, aunque con la característica de fugacidad de la palabra hablada. ¿Bajo qué formas puede la radio influir culturalmente? ¿Cómo lo ha hecho efectivamente? Trataré enseguida estas cuestiones.




Posibilidades culturales del medio radiofónico

En la misma historia de la radio, además del uso comercial de ella, como ya mencioné anteriormente, se ha hecho también un uso político y cultural. Este último, a cargo de los grupos religiosos, las universidades o las escuelas. Pero, si nos atenemos a una concepción de lo cultural como la descrita más arriba, debemos admitir que la función cultural de la radio puede ser no sólo la que formalmente se desarrolla en la promoción de las ciencias, las artes, la historia y la filosofía, propia de las radios universitarias y educativas. También en las radios generalistas, donde se programa una diversidad amplia de contenidos, se transmite al escucha una cierta herencia social manifiesta en la música popular o regional, en el folclore, en los hábitos cotidianos de conducta y del habla, etc. La superficialidad de un programa de noticias, que se limita a dar meros datos, o las opiniones vertidas por un periodista de la radio en torno a un cierto tema, llevan en sí una forma específica de valorar que es propia de la comunidad. Sin embargo, se suele dejar de lado en las radios comerciales y del estado, la posibilidad de elevar la educación del pueblo, haciendo que experimente y profundice los frutos de la cultura. 
 

Mientras las radios comerciales no alcanzan un rango apropiado de “culturales” por su frivolidad, las del estado ofrecen en el mejor de los casos contenidos cuidadosamente esterilizados de la posibilidad de elevar la autoconsciencia ciudadana; en cambio, sirven como un vulgar instrumento de patrocinio político. Las mismas radios culturales, como son ejemplo las universitarias, se ven afectadas por esta inclinación antidemocrática de las radios comerciales y estatales, al adoptar una forma de ser similar a estas últimas: confundiendo la cultura con un mero conjunto de productos, entendiéndola como una mercancía y no como un proceso. Pues, si se viera como un proceso, se tendría en cuenta a los sujetos que lo realizan. Así que, no puede haber una radio propiamente cultural si privilegia los resultados de la cultura por encima de sus creadores, de la gente. La radio cultural debe ser intrínsecamente popular.


En este sentido, tal vez sean más culturales las radios comunitarias o las creadas por asociaciones civiles. En ellas importan más los sujetos que los objetos culturales, como actores de la cultura, y no meros receptores pasivos. En ellas existe un encuentro verdadero entre los miembros de la comunidad, que es el fin de la comunicación, y que paradójicamente se pierde en las radios comerciales y públicas. Quizás sean más culturales porque en ellas la cultura adquiere su forma más noble, más genuina, al trascender su función de meras transmisoras de la herencia social y proponer la creación colectiva de nuevas formas de vida, más adecuadas a su existencia. 
 



La Radio Cultural en México

La gestación de la radio en México no tuvo un destino muy diferente al de otras naciones, al estar estimulada principalmente por intereses de tipo comercial. La radio comercial es la que domina cabalmente por casi cuarenta años, desde su aparición en 1923, cuando salen al aire las primeras emisoras: la CYL, llamada “El Universal ilustrado-La Casa del Radio”, y la CYB, “El buen tono”; pasando por las que en la década de los treintas serían las dos más grandes de la industria: la XEW, que nace en 1930, y la XEQ, fundada en 1938; hasta la década de los sesenta, cuando el gobierno mexicano se decide a participar como emisor en forma reglamentada, a través de la promulgación de la Ley Federal de Radio y Televisión, en la que se especifica que el Estado cuenta con el 12.5% del tiempo de transmisión de los canales comerciales4. Luego, a partir de la década de los setentas, comienza también a impulsarse el surgimiento de radios públicas, ya sean del Estado o universitarias.


El desarrollo de la industria radiofónica mexicana, según Fátima Fernández Christlieb, se cimentó en la conjugación de capital mexicano y extranjero. El primero de estos capitales lo aportaron miembros de las clases ricas porfiristas que, al ser vencidos políticamente en la Revolución Mexicana, encontraron en la industria de la Radio una forma de invertir su capital sin ser afectados por las nuevas leyes constitucionales. Y la inversión de capital extranjero, de origen estadounidense, se estimuló por la necesidad de fomentar la instalación de estaciones comerciales radiofónicas en México, ante el pobre mercado que era para la comercialización de receptores de radio, producidos por los mismos dueños de la industria de la Radio en Estados Unidos. La compañía NBC (National Broadcasting Company), que se constituyó como la primera en el ramo en ese país, participó en la conformación de la XEW, en 1930, así como también la CBS (Columbia Broadcasting System) tuvo que ver en la aparición de la XEQ, en 19385
 

En medio de esta preponderancia comercial de la radio mexicana, surgen en los años 30's las dos primeras radios universitarias: Radio Universidad Nacional, en 1937, y Radio Universidad de San Luis Potosí, en 1938. Es notable que estas emisoras sobreviviesen en medio del mar de emisoras comerciales, aportando contenidos tan distintos al de estas últimas. Radio UNAM, por ejemplo, afirma que sus contenidos comprenden lo a) cultural, b) lo educativo, c) lo informativo y d) lo crítico6. La radio comercial, en cambio, que dedica alrededor de la mitad de su tiempo de transmisión a la publicidad, no destaca por emplear el resto en programas con fines educativos. 
 

Es, quizás, en ese aspecto crítico que dice expresar Radio UNAM donde se pone de manifiesto lo propiamente cultural de la radio universitaria, no tanto en la transmisión de formas culturales fijas, sean ideas, música, obras literarias, hechos históricos o políticos, etc. Mediante la crítica se percibe la realidad como algo problemático, no como algo acabado, perfecto o imperfecto, sino perfectible. En ella es donde se expresa más propiamente la verdadera esencia humana, por lo que al practicar la crítica, el preguntar racional sobre el qué y el por qué de las cosas, el ser humano se encuentra a sí mismo, se realiza. 
 

Este carácter problemático-crítico de las radios universitarias guarda con respecto al fenómeno de las radios comunitarias ciertas similitudes en cuanto a su naturaleza cultural. Éstas últimas se organizan en torno a un grupo social que las emplea como herramientas para plantearse y abordar las soluciones posibles de sus peculiares problemas de grupo. Con esto también se gana en el fortalecimiento de una identidad como grupo social. Pero el tratamiento que dan a su problemática no posee necesariamente un ingrediente filosófico o científico formal como el de una radio universitaria, sino que recurren simplemente a su experiencia y fortalecen sus convicciones en el consenso o valoración colectiva.


En nuestro país son significativos los esfuerzos realizados por grupos marginados en torno a la organización de radios comunitarias, sobre todo por las trabas gubernamentales de que han sido víctimas. “La Voladora Radio”, ubicada en Amecameca, Edo. de México., que inició sus emisiones con el objetivo de informar oportunamente sobre la actividad del Popocatépetl, ha terminado por ser más que un simple medio informativo: un espacio para la discusión de los políticos en campaña frente a la opinión de la población, entre otras funciones. Otro ejemplo es “Teocelo Radio”, en Veracruz, donde de manera periódica se rinden informes por parte de las autoridades hacia la población y, a su vez, ésta expresa sus demandas, dudas, opiniones o sugerencias. “Radio Bemba”, en Hermosillo, Sonora, que a principios de 2007 ha participado con el ayuntamiento en talleres de radio en las colonias con mayores conflictos, donde los jóvenes debaten en torno a temas como las adicciones, la violencia y la salud sexual y reproductiva7. Y podríamos mencionar otros casos en diversas latitudes del país.


Conclusiones

Retomo las cuestiones planteadas en la introducción: ¿existe realmente la Radio Cultural en México? Se puede afirmar que pese a los intereses comerciales que han primado en este medio, se ha mantenido una cierta presencia de lo cultural con las radios universitarias y comunitarias. Sin embargo, en proporción con la radio comercial, resulta ser ínfima esta presencia, sin la influencia que debiera tener para conformar una sociedad culta y democrática. Y no está de más decir que la responsabilidad de este hecho no recae principalmente en ellas sino en el Estado, que en vez de promover su existencia las limita. 
 

Por otro lado, la categoría de “cultural” aplicada tanto a las radios universitarias como a las comunitarias requiere de una detallada inspección, en busca de los rasgos propios de lo cultural, a saber: a) la transmisión de cierta herencia social inherente a la comunidad a que va dirigida la radio, pero, a su vez, b) el ejercicio consciente de una crítica o revaloración de esa misma herencia por los sujetos que han de asumirla. Debe ponerse el acento sobre todo en estos sujetos hacedores de la cultura, y no tanto en sus productos. Las radios universitarias pueden caer en el pecado de invertir este orden de importancia e hipostasiar a la cultura en sus productos: entonces todo se vuelve un mero exponer, como en un museo, las obras relevantes de la historia humana, marginando a la persona que los ha creado. Por otro lado las radios comunitarias, envueltas en su problematicidad concreta, se pueden ver limitadas a una inmediatez carente de horizontes conceptuales o axiológicos, al no considerar los frutos del quehacer humano global en sus soluciones específicas. Estas son las dificultades a que deben sobreponerse cada uno de estos géneros de radio para alcanzar el genuino estatuto de culturales.


Pero también tienen el reto de exigir al Estado la apertura de mayores espacios culturales en la radio, incentivando la creación de más emisoras universitarias y coadyuvando a las comunitarias. Simplemente, no dejar pasar la oportunidad de hacer de este medio de comunicación un eficaz instrumento de educación y edificador de la identidad social.









Bibliografía:

  1. Albert, P.; Tudesq, A.J. Historia de la radio y la televisión. FCE. México. 1982. Trad. Diana Irene Galak C.
  2. Fernández Christlieb, F. Los medios de difusión masiva en México. Juan Pablos Editor. México. 1982.
  3. Guiraud, P. La semiología. Siglo XXI. México. 1997. Trad. María Teresa Poyrazian.
  4. Linton, R. Estudio del hombre. FCE. México. 1972. Trad. Ramón F. Rubín de la Borbolla.
  5. Mier, R. Radiofonías: hacia una semiótica itinerante. UAM. México. 1987.
  6. Primera reunión internacional de radiodifusoras universitarias, culturales y educativas. UNAM. 1981. Curiel Defosse, F. Sintonizando Radio UNAM.



Páginas Web:

1) http://radiomex.blogspot.mx/search/label/Radio%20comunitaria

domingo, 17 de noviembre de 2013

Medios alternativos de comunicación


Breve reflexión sobre los medios masivos de comunicación y la internet.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Delincuencia y Poder Político


 

En el siglo XIX, Carlos Marx afirmó que los gobiernos no son más que los consejos administrativos de las clases dominantes de una sociedad (en nuestro tiempo, la Burguesía). Y la función de estos gobiernos, antes que la realización del Bien Común o de la Justicia, es más bien amortiguar los choques violentos entre las clases antagónicas que coexisten al interior de las sociedades; mantener cierto “orden”, que es el que conviene a las clases dominantes. Aún en nuestros días no es esto algo ajeno a la realidad que vivimos: nuestros gobiernos sirven en sus acciones a unos y organizan la explotación de otros.

Pero hay algunas características en nuestros actuales gobiernos que despiertan una mayor indignación que la ya mencionada condición histórica de toda sociedad dividida en clases: que los gobiernos sirvan a intereses delincuenciales. El servicio del gobierno a una clase social puede ser hasta conveniente si esta expresa en su existir ideales de perfeccionamiento humano, como lo han sido en la historia todas las clases en ascenso económico, político y cultural. Pero, ¿por qué habría de convenir a quienes ejercen una hegemonía política el contubernio entre gobierno y delincuentes? ¿No son estos últimos, por definición, contrarios al orden legal que garantiza la existencia de una sociedad capitalista? ¿Cómo explicar entonces que haya surgido este contubernio? Trataré enseguida de formular algunas hipótesis.

Es, quizás, Juan Jacobo Rousseau el primero en exponer explícitamente una definición de la corrupción política. En su obra “El contrato social”, escrito en 1762, el pensador ginebrino señala lo siguiente: “Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno se esfuerza continuamente contra la soberanía”. Cada individuo es, a la vez, un ciudadano. En cuanto lleva en sí el deber de las normas civiles, y es fiel a ellas en sus acciones, es un ciudadano; pero también es un individuo con intereses propios, incluso egoístas, y estos intereses luchan siempre contra el interés general o bien común expresado en las leyes de la sociedad. Igualmente, quienes conforman el gobierno, aunque con una mayor responsabilidad de cumplir con la ley, son individuos de la misma naturaleza, susceptibles de salirse del cauce de lo legal. Así, Rousseau coloca en el mismo plano al delincuente y al político corrupto.

Según lo anterior no es de sorprenderse que un político corrupto se alíe con delincuentes civiles, siendo ambos individuos quebrantadores de la legalidad. Lo que sí sorprende es que se establezca este contubernio delincuencia-poder para crear prácticamente una forma clandestina de actividad económica que compite lo mismo con las actividades industriales y comerciales, que con el sector primario. Y lo más indignante es el tipo de mercancía que presumen estos “nuevos burgueses”: la vida humana. Como si arribaramos a una especie de “neoesclavismo”. El secuestro y la extorsión, la trata de personas, la prostitución, la administración de la pobreza y la compra de votos son sólo algunos de los nuevos negocios que han despuntado dentro del mercado mexicano. En todos ellos, como es evidente, hay un atentado contra la dignidad humana.

Parece que la corrupción política (y su impunidad) es un factor determinante para la proliferación de estas actividades delictivas y, sin embargo, no es el único factor. A menos que en el futuro próximo se quiera legislar la esclavitud humana o hagamos valer nuestras leyes actuales, seguiremos viviendo esta contradicción profunda entre la práctica del poder político en México y la esencia de una sociedad liberal, cuyo fin sea el desarrollo económico y socio-cultural. Pero para hacer valer nuestras leyes es preciso: primero, que éstas sean realmente expresión de la voluntad de los ciudadanos, que verdaderamente sirvan a las necesidades nacionales; y segundo, que haya instituciones fuertes que eviten su transgresión. Y ambas cosas exigen la participación activa de los ciudadanos.

De lo anterior se deduce otro factor primordial de la alianza delincuencia-poder: la ausencia de un sujeto histórico-social que ofrezca un proyecto de desarrollo nacional, la ausencia de una verdadera burguesía mexicana que dirija el país. Lo que se tiene es una clase parasitaria del erario público que, cuando no actúa según su propio interés, está sometida a otros intereses particulares (civiles) que no significan desarrollo o, en el peor de los casos, está sometida a intereses extranjeros. Y lo que han creado todos estos “sujetos sociales” es un caos en México. Ninguno de ellos sirve como clase dirigente ni puede sostener una hegemonía política real, es decir, duradera, estable. Es cuestión de tiempo para que sucumban y pasen al “basurero de la historia”, pero ese no es el problema, sino quién los ha de sustituir. 
 
El esfuerzo de los pocos y verdaderos ciudadanos mexicanos debe encaminarse primero hacia la consolidación de una independencia económica, es decir, hacia la ruptura de todo lo que nos hace dependientes de las potencias trasnacionales. Generar una industria nacional en todos los sectores posibles. Paralelamente a ello es necesario que se conforme una cultura del trabajo y de la creatividad, que se plasmen en el lenguaje y en la actividad práctica los ideales nacionales. Esta es una labor pedagógica, aunque tenga que realizarse fuera del ámbito de la escuela o de la universidad. Si la ciudadanía mexicana logra conquistar de este modo sus propios espacios, organizada en unidad identitaria, obtendrá por añadidura el poder político o estará más cerca de ello. Esperando que entonces triunfe la dignidad humana.

Versión en video: Delincuencia y Poder Político (youtube).

sábado, 8 de junio de 2013

El origen náhuatl de la humanidad






Uno de los mitos náhuas que expresan el origen del Hombre cuenta acerca del viaje que hace Quetzalcóatl a Mictlan, al lugar de los muertos. Luego que los dioses náhuas reunidos en Teotihuacán crearon el sol y la tierra se preocuparon por quién había de habitar esta última. Entonces Quetzalcóatl viaja al Mictlan y pide a Mictlantecutli y Mictlancíhuatl, el Señor y la señora de Mictlan, los huesos de los hombres para volverlos a la vida:



Y le dijo Mictlantecutli: ¿Qué harás con ellos Quetzalcóatl?

Y una vez más dijo (Quetzalcóatl): los dioses se preocupan porque alguien viva en la tierra.

Y respondió Mictlantecutli: Está bien, haz sonar mi caracol y da vueltas cuatro veces alrededor de mi círculo precioso.

Pero su caracol no tiene agujeros; llama entonces (Quetzalcóatl) a los gusanos; estos le hicieron los agujeros y luego entran allí los abejones y la abejas y lo hacen sonar.

Al oirlo Mictlantecutli dice de nuevo: Esta bien, tómalos.

Pero, dice Mictlantecutli a sus servidores: ¡gente del Mictlan! Dioses, decid a Quetzalcóatl que los tiene que dejar.

Quetzalcóatl repuso: Pues no, de una vez me apodero de ellos.

Y dijo a su nahual: ve a decirles que vendré a dejarlos.

Pero, luego subió, cogió los huesos preciosos: Estaban juntos de un lado los huesos de hombre y juntos de otro lado los de mujer y los tomó e hizo con ellos un ato Quetzalcóatl.

Y una vez más Mictlantecutli dijo a sus servidores: Dioses, ¿De veras se lleva Quetzalcóatl los huesos preciosos? Dioses, id a hacer un hoyo.

Luego fueron a hacerlo y Quetzalcóatl cayó en el hoyo, se tropezó y lo espantaron las codornices. Cayó muerto y se esparcieron allí los huesos preciosos que mordieron y royeron las codornices.

Resucita después Quetzalcóatl, se aflige y dice a su nahual: ¿Qué haré nahual mío?

Y este le respondió: puesto que la cosa salió mal, que resulte como sea.

Los recoge, los junta, hace un lío con ellos, que luego llevó a Tamoanchan.

Y tan pronto llegó, la que se llama Quilaztli, que es Cihuacóatl, los molió y los puso después en un barreño precioso.

Quetzalcóatl sobre él se sangró su miembro. Y en seguida hicieron penitencia los dioses que se han nombrado: Apantecuhtli, Huictlolinqui, Tepanquizqui, Tlallamánac, Tzontémoc y el sexto de ellos, Quetzalcóatl.

Y dijeron: han nacido, o dioses, los macehuales (los merecidos de la penitencia).

Porque, por nosotros hicieron penitencia (los dioses).



Es digno de resaltar en este pasaje poético sobre el origen mítico del Hombre (es decir, de los macehuales, de la gente), que hay un interés en los mismos dioses por que los seres humanos existan, por que habiten la tierra. Sin embargo, también se advierte la lucha que combaten distintos dioses, Quetzalcóatl por un lado y los dioses del Mictlan por otro. Quetzalcóatl representa una faceta del Dios dual Ometéotl en que se afirma su capacidad de crear la existencia humana, por lo que también es símbolo de la sabiduría.



Luego de su intento fallido de sacar del Mictlan los huesos de los hombres, Quetzalcóatl no puede abandonar su propósito, por más transgresor que sea. Y es que este es otro atributo de Quetzalcóatl, que comparte en realidad con la raza humana: la de romper con lo establecido mediante la creatividad o invención. Entonces es cuando lleva los restos de los huesos a Tamoanchan que es también Omeyocan, el lugar del Dios de la dualidad, Ometéotl, donde se origina todo. El lugar por excelencia para crear, el lugar mítico desde donde nacen los nonatos al mundo. Allí, en un rito que refleja el proceso de la creación, Cihuacóatl (también llamada Tonantzin) y Quetzalcóatl trabajan juntos, cada uno a su manera, para producir la raza humana. Este trabajo es entendido como una “penitencia” de los dioses, por lo que los seres humanos son denominados “macehuales”, que significa “los merecidos de la penitencia”.



Así, pues, Quetzalcóatl y Tonantzin son en cierto modo los dioses fundadores de los náhuas, los padres creadores de las gentes náhuas. 


Bibliografía: 
León-Portilla, M. La filosofía náhuatl. UNAM. México. 1983.

domingo, 5 de mayo de 2013

El despertar del mal



por Mauricio Enríquez
Mi nombre es Tristán, y escribo esta historia en medio de la locura (recluido en un manicomio desde hace cinco años), como un fiel testimonio de mi desgracia. Y aunque lo que aquí me trajo ocurrió hace cinco años, sé que debo empezar mi relato por los días de mi temprana niñez, o más allá, en la inconsciente infancia, si me fuera posible recordarla. Porque el espíritu que ahora quiero describir ha existido desde el origen mismo de la raza humana.


Como tantos otros niños, fui objeto de múltiples abusos físicos y psicológicos por parte de algunos adultos. Les reprocho a mis padres no haberme cuidado lo suficiente. Asimismo, denuncio a la sociedad entera por engendrar esos monstruos que fueron mis explotadores. Porque, debido a su pernicioso influjo, mi carácter adoptó una actitud huraña ante las personas ajenas a mi círculo familiar. Carecí completamente de amigos, en la escuela y fuera de ella. Mis padres eran mis únicos amigos, mi única fuente de humanidad.


Con mis hermanos menores me comportaba como un tirano, llegando a veces a la violencia física, además de la psicológica, que era constante. En contraste, fuera de mi casa me convertí en defensor de los débiles: de las niñas de mi clase que eran hostigadas por mis compañeros, de los animales (o incluso plantas) que eran maltratados, entre otras acciones. Fui el paladín de los débiles y explotados, adquiriendo el mote de “el boxeador” entre los demás escolares.


La primera herida amorosa la sentí a los once años, en el último grado de la escuela primaria. No sé si fue por emular a mis compañeros que enfocaban sus miradas hacia ella y me decían: “¡Ve qué buena se ha puesto!”, después de lo cual ella volteaba a vernos como si nos hubiera escuchado; o fue que ellos sabían que yo le gustaba, y me invitaban a quererla también. El caso es que me enamoré de ella con un amor pusilánime. Me limitaba a verla a la distancia, ardiendo en el deseo de recorrer la fina curvatura de su cuerpo con mis manos; considerándome afortunado de recibir solamente una mirada de sus grandes ojos nocturnos.


En el último festejo del “Día del niño” que tuvimos, otro mocito tuvo el valor de invitarla a ser su pareja en el baile de graduación. Siempre había sido mi rival con ella. Desde entonces, en medio de ese extraño dolor que a penas conocía, entendí que la rivalidad amorosa es una maldición eterna e implacable. Siempre habrá otro acechando o en posesión efectiva de la mujer deseada.


De esta manera se había desenvuelto mi niñez, sin tener plena consciencia que detrás de todas mis actitudes estaba un miedo profundo, olvidado, cuya génesis se hallaba en aquellas primeras vivencias de humillación.


***


Al paso de los años, cuando inicié mis estudios de bachillerato, tuve que cambiar de ambiente. Mis padres me enviaron a la capital, por lo que me busqué un techo donde pasarla.


Encontré disponible un cuarto en una casa grande, cuya dueña era una viuda enferma. Además de mí, Doña Bárbara tenía otros tres inquilinos. A sus sesenta años era todavía una mujer de carácter duro, aunque amable, a veces irónico.

-Joven Tristán –solía decirme-, deje ya esa patética timidez. Aquí, ¡el que no habla se friega!


Mi habitación se hallaba en la azotea, adonde los demás huéspedes subían a lavar su ropa. E inevitablemente pasaban por mi cuarto. Doña Bárbara me había advertido de este pequeño inconveniente que, sin embargo, acepté.


La casa era algo vieja, con muchos pasillos y habitaciones. Pero los pasillos y lugares públicos como la sala de estar, la biblioteca, la cocina, el patio y el jardín, estaban permanentemente vigilados por cámaras de seguridad. Igual el cuarto de la señora. Sólo las habitaciones de los inquilinos y los baños estaban fuera de esa vigilancia.


Los fines de semana, durante el día, eran idóneos para hacer mis labores escolares en mi modesto cuarto. Aunque muchos de esos días, sobre todo los domingos, acostumbraba salir a pasear por los parques y plazas de la ciudad. Y en las noches, generalmente frescas, rara vez me era difícil conciliar el sueño. Pero cuando esto ocurría, constataba lo que contaban los otros huéspedes, acerca de ciertos ruidos que se oían en las paredes.


-Sí, parece que es la tubería –les dije-. Debe estar muy deteriorada.


Esos eventos fácilmente explicables no significaban para mí preocupación alguna, como otro que me ocurrió. Desperté en medio de la noche sintiendo un miedo glacial en todo el cuerpo y sin poder moverme. El terror sólo me permitía mover los ojos. Mi respiración era agitada, al igual que mi ritmo cardiaco. A mi derecha, como a dos metros de mis pies, estaba la puerta de salida a la azotea. Mi campo visual no me alcanzaba para verla, pero sentía cómo desde allí se propagaban hacia mí una especie de corrientes etéreas que al tocarme daban la sensación de miedo. Y sabía que desde allí me miraba alguien… ¡Era el Diablo! Eso pensé, a pesar de que no creía en él… Pero sabía que sólo el Diablo podía causar ese miedo tan profundo. De pronto, la habitación se fue llenando de la fragancia del sexo femenino, y mi cuerpo se empezó a liberar, poco a poco, hasta que pude levantarme de la cama.


Tardé en volver a dormir y, al amanecer se volvió a trastornar mi espíritu al reparar en que me hallaba acostado en una posición inversa: con los pies en la cabecera de la cama. A pesar del miedo que me producían estos extraños hechos, no se los platiqué a nadie en la casa.


***


Varios meses después de haber iniciado las clases de la prepa organizamos en nuestro grupo un intercambio de regalos. Recuerdo que lo realizamos un viernes en la ribera del río Culiacán. Y me sirvió de pretexto para acercarme a una muchacha que me venía gustando.

 


-¡Gracias! ¡Qué bonito! –exclamó Eve, al recibir el oso de peluche que le obsequié.


Aproveché el momento para charlar con ella, sentados sobre la hierba fresca y contemplando el paso del río, que por momentos llevaba sobre sí algunas ramas secas de los árboles.


-¿Estás a gusto donde vives ahora? ¿No extrañas tu casa, a tus padres? –me preguntó, como para romper el hielo.


-A veces sí, pero ya me estoy acostumbrando… y, sobre la casa, no me puedo quejar. Lo único es que…


-¿Qué? –inquirió Eve, mirándome con curiosidad. Y entonces le conté lo que ya me había ocurrido varias veces por las noches, omitiendo de mi relato, por pudor, lo del olor a sexo femenino.


-¡Ah!... Dicen que eso pasa cuando un fantasma se relaciona con uno… sexualmente.


-Pero yo no vi ningún fantasma. Además, el Diablo, que tampoco lo vi, ni es un fantasma ni tampoco creo que quisiera sexo conmigo…


-Pero, ¿por qué crees que no te podías mover? Era un fantasma encima de ti. ¿No escuchaste algún gemido? ¿Percibiste algún olor u otra sensación?


-¡No!


Aunque Eve era la primera persona de quien recibía semejante explicación (era, en realidad, la primera a quien se lo confiaba), nada de lo que me dijo me sorprendió. Como si de algún modo ya lo supiera. Pero, más que el hipotético fantasma, me preocupaba el Diablo, acechándome para destruirme si ninguna justificación, salvo la de ser esa su naturaleza: destruir. 


***


Ese fin de semana se distinguió por la ausencia de Doña Bárbara, que fue a Mazatlán a visitar a uno de sus hijos por un par de días. Pero llegó el domingo y no se tenía noticia de ella.


-No la he visto desde el jueves por la noche. Ni siquiera vi a qué hora se fue el viernes –dijo en un tono preocupado uno de los inquilinos.


-Debe estarla pasando bien… No tiene mucha prisa por volver –replicó otro.


El lunes, volviendo de la escuela, miré un vehículo de la policía afuera de la casa. Un agente estaba interrogando a los huéspedes.


-¿Qué pasa? –pregunté al llegar con mis vecinos de cuarto.


-Doña Bárbara, Tristán… La asesinaron… -me dijo uno de ellos, mientras el agente indagaba con una fría mirada mis reacciones.


-¿Cómo? ¿Dónde?


-¡Aquí mismo! Estaba oculta en el armario... Hasta que empezó a heder nos dimos cuenta… ¡Es horrible!


No podía creer semejante atrocidad. Los hijos de Doña Bárbara lucían desconsolados y amenazantes a la vez, porque nosotros, quienes compartíamos la casa con su madre éramos los primeros en la lista de sospechosos. Pero, ¿qué motivo podíamos tener? El trato con la señora siempre había sido respetuoso, no faltaba dinero ni joyas, además de que todos permanecíamos en la casa. Entonces cruzó por mi mente una imagen que me estremeció. Habría quizás un intruso, un inquilino que pasaba desapercibido.


La policía no pudo hallar el arma homicida, ni una huella, ni el video de seguridad que el asesino debió robarse. No obstante, todos los huéspedes éramos sospechosos. Y cuando se me ocurrió mencionar lo del Diablo me empezaron a ver con un interés especial.


***


Dormí plácidamente por varios días, sin las visitas recurrentes del Diablo. Pero una mañana me despertó la voz de los agentes de policía en mi recámara: 

 


-Tristán, acompáñenos a la delegación. Está usted detenido.


Y me llevaron allí, acusado del asesinato de Doña Bárbara, sin poder entenderlo. Juraba no ser el asesino, y no cedía ante sus incitaciones a que confesara mi supuesto crimen. Entonces fue cuando encendieron el monitor de una T.V. y me hicieron ver un video.


-¿No dirás, ahora, que el que aparece allí no eres tú?


Era yo, u otro muy parecido a mí, no lo sé… Y seguí negando haber hecho lo que veía en la grabación. Había bajado en la madrugada desde mi cuarto hacia la cocina, donde tomé un cuchillo; llevaba puestos ya unos guantes de látex.  Después subí al cuarto de la señora y la miré dormir por unos segundos, hasta que al oprimir su boca con mi mano izquierda y asestar las primeras cuchilladas con la derecha, Doña Bárbara abrió sus ojos de espanto y dolor, mirándome con una interrogación que ya nunca tendría respuesta.


Estaba atónito, con una angustia que me desbordaba el alma, como si yo mismo hubiera sido el acuchillado. No era posible tanta saña y tanta frialdad. Porque después de semejante acción sobre una persona, me dispuse tranquilamente a limpiar la escena del crimen y esconder el cadáver. Me vi entrar al baño para lavar meticulosamente el cuchillo ensangrentado y tirar los guantes por el retrete. Finalmente, estaba en la biblioteca, el centro de control de las cámaras de seguridad. Eché una mirada hacia la cámara, el silencioso testigo de mi barbarie, y recogí la última prueba de mi delito.


Seguí negando mi crimen. Dije que el video había sido editado para inculparme. Los agentes se vieron entre sí con enfado y soltaron un ligero suspiro. Entonces llamaron a alguien que se hallaba tras una puerta.


-Señorita, salga, por favor.


Y miré salir a Eve, con el osito de peluche que le había regalado en sus manos. Sus ojos estaban algo enrojecidos, como si hubiera llorado, y al verme empezó a hacerlo copiosamente.


-Esta muchacha dice que tú le regalaste el muñeco, ¿es cierto?


-Sí.


-Pues, dentro del muñeco se encontraron los discos del video de vigilancia. ¿Niegas haberlos puesto allí tú mismo?


Sentí que mi consciencia se internaba en una espesa bruma para siempre. Sólo pude exclamar a Eve, con un dejo de amargura, como para reivindicarme; ante su rostro contraído en una mueca de dolor y espanto por mi locura, y ante la estupefacción de los policías:


-¡El Diablo!... ¡Fue él!... ¡El Diablo la mató!