jueves, 15 de abril de 2010

El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo

Por Marco Sanz

Nicolás Maquiavelo nació en Florencia, Italia, el 3 de mayo de 1469. Aunque se sabe poco acerca de los primero años de su vida, es notable que recibió una muy adecuada formación humanística. En 1498, tras los cambios sobrevenidos en Florencia después de la ejecución de Savonarola, el monje que intentó imponer ascéticas formas de gobierno y religión, Maquiavelo fue promovido a ocupar un cargo importante: jefe de la segunda cancillería; contaba tan sólo 29 años de edad. Inicialmente su función estaba referida a los asuntos internos de la República, pero después fue nombrado secretario del consejo ejecutivo de la ciudad. La primera misión importante de Maquiavelo fue la llevada a cabo en 1500 ante la corte de Francia. A su vuelta desempeñó otras tareas diplomáticas. Testigo de las duras acciones llevadas a cabo por César Borgia contra sus enemigos de la ciudad de Sinigaglia, se convirtió admirador y amigo de aquél, creyendo que sus cualidades serían la solución para poner fin al desorden reinante en los estados italianos. Muerto el papa Alejandro vi, padre de César Borgia, y muy poco después su sucesor, fue elegido Julio ii, implacable enemigo de la familia Borgia. Con la venida abajo de la dinastía de los Borgia, Maquiavelo a su vez fue enviado a prisión. Después, elegido Piero Soderini primer magistrado de Florencia, Maquiavelo se convirtió en su mano derecha, inspirando la creación de una milicia y la división del territorio en distritos, bajo su propia supervisión. En 1513, acusado de conspiración, fue encarcelado y sometido a tormento. Libre al poco tiempo, en la total pobreza, Maquiavelo se retiró con su familia a una pequeña propiedad cercana a la ciudad. Fue allí donde escribió su obra más famosa y de la cual hablaremos un poco aquí: El príncipe. Dirigido a liberar a Italia de manos de los bárbaros, este libro es la exposición de la teoría política de Maquiavelo cuya premisa es grosso modo que el príncipe ideal debía establecer un poder absoluto capaz de acabar con la corrupción política y las disensiones internas del estado, y para ello recomendaba todos los medios, incluso la mentira y la violencia.

Muchos podrían estar de acuerdo en que el mayor mérito de Maquiavelo fue el haber diseñado una teoría política basándose en los hechos concretos, es decir, al margen del seductor efecto de las ideas que tienden a perder el suelo. Este aspecto de la contribución del autor florentino representa —para la mayoría—un avance en la materia pues separa de una manera tajante a la política del ámbito moral. Y esto se puede comprender muy bien si a la vez se entiende que El Príncipe es más un manual donde se normativizan la acción y el ejercicio del poder que una obra para la recreación y de inofensivas consecuencias.

Dividido en veintisiete capítulos, este libro se inicia con una abierta dedicatoria a Lorenzo de Médicis por parte de Maquiavelo; es aquí donde se muestra claramente el objetivo al cual apunta la redacción de esas páginas: «discurrir y formular reglas sobre el arte de gobernar de un príncipe».[1]

Entrado en materia, Maquiavelo va a decir que existen dos clases de principados: los hereditarios y los adquiridos o nuevos. Cada una de estas clases reúne ciertas características que facilitan o bien dificultan la manutención del poder. Así, por ejemplo, los principados hereditarios, productos de una continuación dinástica, se mantienen si no se cambian las órdenes de quienes gobernaban anteriormente y la tarea del sucesor consistiría únicamente en contemporizar con los acontecimientos; en este tipo de principado no se tiene el mayor problema pues se trata de continuar un ejercicio del poder ceñido por la tradición. Por otra parte, un principado nuevo se consigue a través de varios medios, a saber: con la ayuda de armas ajenas, gracias a la fortuna o, en todo caso, al valor; por tanto, este tipo de principado padece de cierta fragilidad y su mantenimiento requiere de un extraordinario esfuerzo. Y si se trata de uno que no es nuevo del todo sino que lo es sólo en tanto miembro adherido a un gobierno de mayor antigüedad se lo llama «mixto»; las dificultades de conservar un principado con estas características aumentan si el otro gobierno se diferencia por el idioma, las costumbres y el sistema de normas.

Para Maquiavelo cada decisión, cada gesto, cada guiño que se lleve a cabo dentro de la esfera del poder tiene sus consecuencias, es por eso que traza muy cuidadosamente los lineamientos necesarios para que ningún estrinque quede suelto y la conservación del poder sea tan efectiva como irrebatible. Maquiavelo comienza el capítulo iv haciendo alusión a un hecho histórico con la finalidad de hablar sobre los dos modos en que se gobiernan los principados: «o por un príncipe y todos los demás servidores, los cuales, como ministros, por gracia y concesión suya, ayudan a gobernar aquel reino; o por un príncipe y por barones, los cuales, no por gracia del señor, sino por antigüedad de la familia, tienen aquel puesto».[2] Propiamente en el capítulo v se hace mención de la manera más adecuada de gobernar un estado que, antes de ser ocupado por el príncipe, se regía por sus propias leyes; una de esas maneras es arruinarlos y la otra es yéndose a vivir al nuevo territorio; existe una tercera opción y es la de dejarlo con sus leyes pero creando un control en lo que a tributos y ámbito judicial se refiere a fin de conservar la fidelidad y asumir el control del poder. Un principado que se consigue por medio del valor experimenta dificultades con relación a las nuevas leyes o estatutos que impongan para fundar el nuevo Estado y la seguridad; este tema es tocado en el capítulo vi. En el vii se elucida que aquellos principados conseguidos a través de la fortuna y las armas ajenas presuponen un gran esfuerzo el conservarlos. En el viii se habla de aquel que se consigue por medio de maldades, léanse matanzas, traición, entre otras. Cada medio es ejemplificado por Maquiavelo con acontecimientos históricos y de la época, lo cual hace más comprensible los aspectos que todo príncipe debe de tomar muy en cuenta a la hora de ejercer su poder. Para Maquiavelo la conmiseración no representa un obstáculo cuando el ejercicio del poder se ve amenazado por fuerzas externas: trátese de la agitación producida por el descontento de un sector de los gobernados o la fractura de intereses dentro de la misma esfera que rodea al príncipe, éste no debe ceder y dejarse avasallar por la intriga proveniente de esas fases de su gobierno sino que, por el contrario, debe contrarrestar su efecto con mayores represalias sin que por ello tienda a convertirse en un tirano: el justo equilibrio entre ser temido y querido a la vez es una de las finalidades que todo buen príncipe debe perseguir.

En el desarrollo de su obra, Maquiavelo reconoce que un civil también tiene la posibilidad de llegar a convertirse en príncipe a través de dos vías: por medio de maldades o por la aprobación de sus conciudadanos. Sin embargo, «uno que se convierta en príncipe mediante el favor del pueblo debe conservarlo como aliado, lo cual es fácil, porque el pueblo sólo le pide no ser oprimido. Pero el que en contra del pueblo se convierte en príncipe con el favor de los grandes, debe, antes que ninguna otra cosa, tratar de ganarse al pueblo, lo que le es fácil cuando lo toma bajo su protección».[3] Por otro lado, existen los principados eclesiásticos, en los cuales «todas las dificultades se encuentran antes de poseerlos, ya que se adquieren mediante el valor o mediante la fortuna, y se conservan sin uno ni otra; se sostienen por medio de instituciones antiguas de la religión, las cuales son tan poderosas y de tales propiedades, que conservan a los príncipes en su Estado, de cualquier modo que producen y se conduzcan».[4]

En relación a las cualidades que debe reunir un príncipe, Maquiavelo anota la indiscutible necesidad de dominar el arte de la guerra. Son muchos los tópicos que encierra poseer un saber sobre el belicismo y Maquiavelo detalla en cada uno de los que él considera fundamentales para el carácter práctico de la guerra; es necesario conocer las ventajas y desventajas de apoyarse tanto de las diferentes especies de tropas como de las distintas clases de soldados pues según sean sus naturalezas el príncipe puede hacer un balance de las posibles consecuencias. En otros aspectos, un príncipe debe ser avaro pero no en extremo, debe ser temible sin perder el don de la clemencia, debe saber usar la ley y la fuerza cuando sea necesario y no hace falta que posea todas las virtudes pero sí es menester —y sobre todo conveniente—que aparente poseerlas. Maquiavelo entiende que el poder se conserva sólo cuando se logra un equilibrio entre las virtudes y los vicios, de manera que cada acción del príncipe se ejecuta no sin antes haber calculado todos los embates y consecuencias que dicha acción pueda traer consigo. Todas estas cuestiones son tratadas desde el capítulo xiv hasta el xviii, e incluso el xix está dedicado a las formas eficientes para evitar ser despreciado y odiado por parte del pueblo y allegados.

No cabe duda que estamos frente a una obra realista, que toma sus datos no de una disposición puramente especulativa sino de los hechos concretos cuya naturaleza revela esa cara contradictoria y grosera de la realidad. En todo caso, esa fue la intención de Maquiavelo: extraer todo ese material empírico para condensarlo de alguna manera en una especie de manual que no dejara de lado los aspectos determinantes de la vida política de su tiempo. Si en momentos El Príncipe puede parecer demasiado severo es por el hecho de estar basado en la vida real de la política. Contrariamente al carácter ideal y proyectista de la República de Platón, lo que intenta hacer Maquiavelo con esta obra es dar cuenta de los alcances del poder y de cómo éste debe mantenerse cuando se ejerce dentro de una realidad tan compleja y tan sesgada por intereses individuales como lo es un Estado.

Notas:

[1] Nicolás Maquiavelo, El príncipe, trad. Ángeles Cardona, Ediciones Folio, Barcelona, 2006, p. 10.
[2] Ídem., p. 24.
[3] Cfr. Nicolás Maquiavelo, Op. cit., p. 50.
[4] Ibid., p. 55.

jueves, 8 de abril de 2010

Enrique Félix Castro: el carácter romántico del sinaloense


En diversos textos del "Guacho" Félix, escritos a mediados del siglo pasado, alude a un cierto "romanticismo" que caracteriza al sinaloense. ¿Cuál es el sentido exacto que le da a este término? Aunque no deja de tener cierta relación con el movimiento cultural así llamado, que surge en Europa y llega posteriormente a tierras americanas, el Guacho dice que no es sólo por asumir tales valores o ideas que el sinaloense es romántico, sino más bien por una actitud general que lo hace alguien eminentemente afectivo, emotivo, imaginativo. El sinaloense piensa con el corazón. Por esto, hay en él una tendencia constante hacia la fantasía o el ensueño.

Tal caracterización del sinaloense tiene implicaciones tanto positivas como negativas, pero si consideramos que constituye el verdadero ser del sinaloense, al margen de esas cuestiones de valor, es necesario estudiar semejante carácter. Y es en esta perspectiva en que se inscribe la intención del autor al hacer su estudio: "Sinaloa vale mucho, vale poco o no vale nada porque es romántico" (Tendencia romántica de Sinaloa). Es preciso conocer ese carácter romántico para mejorar lo que haya que mejorar.

¿Qué origen puede tener ese romanticismo sinaloense? Enrique Félix Castro no es del todo claro al responder a esta cuestión. Sin embargo, parece atribuir al menos parte de la causa al siguiente hecho histórico:

"La conquista española de nuestro ambiente no tuvo la virulencia de la conquista de la altiplanicie mexicana. Los nahoas fueron sometidos por la explotación del trabajo y por el catecismo cristiano, pero tan mecánicamente, tan circunstancialmente, que podemos afirmar que el mestizaje sinaloense tuvo una formación oscura, silenciosa, indiferente a los sucesos de la etapa de la independencia" (Ídem).

El encuentro entre españoles e indígenas de la región sinaloense no alcanzó el grado traumático que tuvo con los pueblos de la meseta central que "vieron caer sus templos y a quienes les fue arrasada toda su cultura por los españoles" (Entrevista con el Guacho Félix, por Roberto Hernández), puesto que los sinaloas tenían muy poco que perder como pueblos dedicados a la caza y la pesca, y de costumbres muy rudimentarias. Además, los sinaloas "fueron educados por los sistemas liberales de los jesuitas, mientras que las tribus del interior fueron espiritualmente reprimidas por la mística de los dominicos, franciscanos y agustinos" (Tendencia romántica de Sinaloa).

Estas circunstancias históricas imprimieron en el carácter de los sinaloenses un ánimo alegre, antes que triste, u optimista en vez de pesimista. Pero, por otro lado, atenuaron el proceso del mestizaje, como se mencionó más arriba. Entendiendo por mestizaje no a la simple mezcla biológica de las razas, sino a la toma de conciencia como clase social subordinada. La conciencia que motivó los movimientos de independencia respecto del poder español.

"En la historia sinaloense no se registran hechos ni personajes de importancia en las guerras independientes iniciadas en 1810. [...] Los sinaloenses no tenían plena conciencia de la causa de la Independencia; no hubo sublevaciones populares; no tuvimos héroes. Los sinaloenses fueron simples espectadores del evento nacional. [...] Nuestro mestizaje estaba todavía en integración. Estaba en la etapa de la tutela. Entendía a España como una madre que le daba diversos tratamientos de bondad, de disciplina, de atención, de indiferencia, de educación" (Ídem).

Esta conformidad del alma del sinaloense con la figura de España, sobrellevada en tres siglos de servidumbre, explica su pasividad ante el movimiento de Independencia; explica incluso su carácter alegre y esperanzado, mas no parece claro que por ello deba ser más "emocional" que otros pueblos. Pues lo emocional, ¿no implica, junto con la alegría, la tendencia a la tristeza? Pero esto puede explicarse tomando en cuenta esta ley psicológica: que lo que nos es causa de alegría puede a su vez convertirse en causa de tristeza, y más aún, que si en un principio nos hubiese sido indiferente. Y cuanto más grande sea la alegría original, la tristeza final será mayor.

El sinaloense es romántico porque es predominantemente alegre, porque sus energías anímicas no se ocultan, sino que es franco, sincero. Pero las circunstancias adversas a sus deseos o esperanzas lo afectan de tristeza en una forma drástica. Como un niño, es muy susceptible tanto al amor como al odio.

En entrevista con Roberto Hernández, el Guacho Félix responde a la cuestión del valor de este romanticismo. Estéticamente, dice, es bello, pero en lo que concierne a la buena organización de una sociedad, puede ser algo muy malo:

"[...] la emoción es creadora de grandes ideales, pero también es fuente de profundas aberraciones. Nuestros sentimientos necesitan riendas, Sinaloa necesita una honda educación sentimental. Nuestra emoción debe estar a tono con la realidad económica, política y social" (Entrevista al Guacho Félix).

Junto a esa emotividad, se requiere el ejercicio efectivo de la razón para poder conformar adecuadamente una sociedad. Félix Castro manifiesta cómo el sinaloense ha destacado por lo general en lo que más requiere de la subjetividad, de la introversión, con poca tendencia a la objetividad. Pero es en ésta donde se asienta el desarrollo de la civilización, a través de la ciencia, la técnica y el pragmatismo político. Por esto explica la dificultad del sinaloense para adaptarse a los avances de la civilización.

En su ensayo "Evolución tardía de la provincia" califica el progreso de Sinaloa, al igual que el de la mayoría de las provincias del país, como mediocre:

"Nuestro destino, que venturosamente está repleto de enormes posibilidades, adviene lentamente yugulado por una mediocridad del alma que debemos estudiar a fondo, con el fin de renovar nuestra filosofía de la existencia y asegurar nuevas bases de la felicidad, ya lejanamente apetecida".

Esta mediocridad en el progreso técnico puede a su vez llevar a la mediocridad espiritual. Atribuye al sinaloense, además, la dificultad de asimilar y ampliar las conquistas de la cultura. Dominado por su propia fantasía romántica, el sinaloense se vuelve incapaz de realizar el progreso económico, social y cultural que los pueblos más avanzados han logrado.El romanticismo, esa tendencia a la emotividad, sin las riendas de la razón, hace que los individuos se dispersen, se aislen, que se vuelvan sobre su propia subjetividad. Este aislamiento impide que puedan realizar acciones culturales verdaderas, pues los verdaderos logros culturales han implicado siempre la interrelación y no han sido obras de hombres aislados. Esto mismo ha ocurrido, y con mayor razón, en los avances técnico-económicos.

Así pues, si la fantasía romántica está vinculada al aislamiento individual, la razón debe ser la actitud mental que logra articular los esfuerzos de los individuos en torno a un mismo fin, potenciando las capacidades de los individuos aislados y sacándolos fuera de sí mismos, haciéndolos objetivos. La razón implica la sociabilidad. Desde esta perspectiva, el problema del carácter romántico del sinaloense no es sólo un problema psicológico, sino también político. Es preciso también conocer las circunstancias objetivas que lo aislan, orillándolo a su vida romántica. Desde ambos aspectos, tanto el psicológico como el político, debe afrontarse el problema.

Esta consideración del aspecto político como factor del romanticismo sinaloense no era algo que el Guacho desconociera. Y si concentró su atención por "renovar nuestra filosofía de la existencia y asegurar nuevas bases de la felicidad", lo hizo para que asumiéramos el compromiso de construir una ética propia que nos colocara a la vanguardia de la civilización, estudiando a fondo nuestro carácter social.

Por otro lado, el romanticismo sinaloense evoluciona, no es algo fijo, y en parte de nuestra historia ha jugado un rol positivo. Una de las sublimaciones más fecundas de este romanticismo lo ha sido la fundación del Liceo Rosales, el 1o de marzo de 1874, por el entonces gobernador Eustaquio Buelna. Éste, como se sabe, es el antecedente histórico de la actual Universidad Autónoma de Sinaloa.

"La Universidad de Sinaloa es un parto romántico de 1873. Nació en la boca de los fusiles liberales urgidos de inmortalidad, al cruzarse la inquietud madura de Eustaquio Buelna y la victoria polvosa y sangrienta del epónimo Antonio Rosales. [...] La Universidad es romántica. Porque es el albergue de la juventud [...] La juventud es romántica porque es intuición. Porque es balbuceo y sollozo. Tanteo y zozobra. Avance en la madrugada. [...] Es el monstruo ideal de todos los tiempos. Es la edad pura del corazón" (Chuy Andrade y la tradición romántica de la Universidad de Sinaloa).

El romanticismo que funda la Universidad es positivo porque "en ella se plasmó la conciencia sinaloense dentro de la unidad espiritual mexicana. El Colegio Civil Rosales es el mejor intento de la organización emotiva del hombre de nuestro solar" (Tendencia romántica de Sinaloa). Con lo cual se busca forjar la racionalidad sinaloense en el equilibrio entre corazón y cerebro.

Figuras como las de Teófilo Noris, Domingo Rubí, Juan B. Sepúlveda, Jesús G. Andrade y Rafael Buelna, entre otros, están íntimamente ligadas a la vida universitaria, compartiendo con ella el mismo espíritu romántico. La universidad representa, por esto, el corazón de la historia de Sinaloa.

Esta consideración comparada de lo bueno y lo malo del romanticismo sinaloense definido por Félix Castro nos deja, como principio general de conducta, la búsqueda de ese equilibrio entre la emoción y la razón: la reorganización emotiva del sinaloense. Y si ésto ha de ser a través de un proyecto educativo, como lo es la Universidad, implica que por ella se renueven críticamente lo valores y las virtudes que conforman nuestra alma:

"En la Universidad de Sinaloa, los estudiantes y maestros empiezan a recoger la onda emocional de pueblo; la de ayer, la de hoy y la de mañana. Las puertas universitarias están abiertas a la realidad de nuestro tiempo. Hay ímpetus románticos pero renovados en la conciencia dolorosa del hombre que está urdiendo un mundo mejor" (Chuy Andrade y la tradición romántica de la Universidad de Sinaloa).



Textos:
1. Chuy Andrade y la tradición romántica de la Universidad de Sinaloa.
2. Entrevista con el Guacho Félix, por Roberto Hernández.
3. Evolución tardía de Sinaloa.
4. Tendencia romántica de Sinaloa.

Fuente:
1. Félix Castro, Enrique. Evolución tardía de la provincia. Ed. UAS. Culiacán. 1985.

viernes, 2 de abril de 2010

Spinoza y el problema de la Educación


Por Mauricio Enríquez

Baruch de Spinoza (1632-77)

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1. Introducción.


Una concepción de la educación desde la perspectiva filosófica de Spinoza implica la revisión de su teoría de la sociedad y de su teoría del individuo; ambas cosas son factibles, puesto que dichos temas son centrales en su pensamiento. Implica, por otro lado, una cierta concepción del "valor", propia de dicho autor.


Considero que tal concepción spinozista del valor reside en su concepción general de los afectos, lo que hace del valor un hecho estructural e inmanente. Así definido, el valor carece de cualidades sustanciales o trascendentes, volviéndose algo correlativo a la existencia concreta de los individuos, al conjunto de relaciones que éstos establecen con su entorno, particularmente con otros individuos humanos.

En una primera sección de estos comentarios expongo la concepción general de la sociedad que aparece en la Ética, así como el planteamiento de lo que llamo "valores sociales", es decir, los fines que la sociedad se propone en tanto que es sociedad. En una segunda sección trataré acerca de los fines que guían la educación del individuo y los que deberían de guiarla. Es decir, se analizarán los aspectos "ideológicos" y "utópicos" de la educación. Se proponen, además, algunos criterios útiles a la práctica educativa, derivados de la concepción de educación interpretada en la Ética de Spinoza.

2. Sociedad y valores sociales.
¿En qué momento o en qué circunstancia la educación se convierte en objeto para la reflexión filosófica? Remitiéndonos al primer testimonio de ello, hallamos a Platón y su República. En esta obra, su autor plantea el problema de la justicia, es decir, el de cuál ha de ser la mejor sociedad, y, ligado a ello, el problema de cómo formar a los individuos para realizar dicha sociedad. Platón establece allí cierto paralelismo entre la forma o estructura del alma del individuo y la estructura de la sociedad. La mejor sociedad sólo podrá existir cuando se formen los mejores individuos, provistos de las virtudes propias de su clase social. Así, pues, con Platón, el problema de la educación emerge de la necesidad del desarrollo político.

Ya en la época moderna, nos encontramos con Juan Jacobo Rousseau y su Emilio. Los motivos de su propuesta educativa no difieren mucho de los de Platón: capacitar al individuo para su vida en sociedad. Pero, por supuesto, muy diferente es aquí la concepción que se tiene del individuo, en relación con la concepción griega clásica. La autoconsciencia del individuo tiene mayor presencia, lo cual acarrea nuevas dificultades al problema de la educación. El individuo es ya un fin en sí mismo.

Dicha autoconsciencia es característica de la época moderna desde sus inicios. Y, dentro de ella está ubicada la figura de Spinoza. A pesar de que este filósofo no dedicó especialmente sus esfuerzos a la construcción de una teoría educativa, no era ajeno al fenómeno de la educación; y, a través de su propuesta política y ética, podría indagarse su postura respecto de dicho tema. Y es que hemos de asumir que la reflexión filosófica en torno a la educación tiene su origen, o guarda estrecha relación con los fines políticos y éticos, así como con su interrelación. Por ello, primeramente, expondré el concepto de sociedad que es propio de la filosofía de Spinoza.

De manera general, se puede decir que el concepto de sociedad humana, igual que el de individuo, deriva de la definición spinoziana de una cosa singular:

Por cosas singulares entiendo las cosas que son finitas y tienen una existencia determinada. Pero, si varios individuos concurren a una misma acción, de tal manera que todos a la vez sean causa de un solo efecto, en ese sentido los considero a todos como una cosa singular. [1]

El individuo humano es un cuerpo compuesto por diversas partes, las cuales guardan entre sí cierta relación de movimiento y de reposo. Esta relación es la que constituye la forma propia de cada individuo singular; en cuanto dicha relación cambia radicalmente, el individuo dejará de ser el mismo y será otro[2]. Análogamente, se puede decir que la sociedad, compuesta de individuos que se interrelacionan, conservan su identidad en tanto cierto conjunto de relaciones sociales se mantengan. Esta noción de proporción adecuada en las relaciones sociales recuerda un poco aquella idea aristotélica de la virtud como un justo medio entre dos extremos. Pero, en nuestro caso, Spinoza se refiere a todo tipo de relaciones sociales y no sólo a las que competen a la moral. Otras esferas de esas relaciones entre individuos humanos las constituye, por ejemplo: la vida económica, la vida política y la vida cultural. En estas esferas se funda eso que denominamos “instituciones”. Las costumbres y los códigos morales, el modo de producción peculiar de una sociedad, sus formas de participación política y sus leyes, su ciencia y su arte, etc., son sólo algunos ejemplos de esas instituciones.

Además, bajo la existencia de estas instituciones subyacen ciertos valores, es decir, ciertos fines convenientes al orden propio de cada sociedad. Por esta última característica de dichos valores les llamaremos inmanentes. Tales valores, pues, no tienen un carácter absoluto, universal o trascendente, sino que se fundan en el ser concreto de las sociedades. Esta noción de valor inmanente tiene su fundamento en lo que Spinoza denomina conato: "Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser"[3]. Las sociedades, lo mismo que los individuos, poseen este conato. En los individuos, que son conscientes de él, se denomina deseo[4].

Los valores sociales serán aquellos que sirvan principalmente para la conservación de las instituciones, al margen del deseo del individuo. No obstante, éste último participa de ellos en tanto que es parte de la sociedad y no puede existir totalmente al margen de ella. Pero, evidentemente, existe o puede existir cierta divergencia entre los valores sociales y los deseos individuales. Y, es precisamente en este punto, en esta siempre latente contradicción valorativa, donde cobra sentido el problema de la educación.

Según lo anterior, la educación consiste en el proceso que sirve para conformar cierto tipo de valores sociales en el individuo, el cual nace con su mente y sus deseos apegados al estado de naturaleza, y no al estado civil. Educar al individuo significa civilizarlo. Pero, esta educación del individuo a través de la conformación de valores sociales se puede presentar de dos formas distintas. En una de ellas, que llamo ideológica, se pretende la conservación de las formas institucionales ya establecidas y que constituyen la tradición de una comunidad. La otra, en cambio, que denomino forma utópica de la educación, consiste en toda propuesta de transformación radical del individuo y de la sociedad: consiste en crear un hombre nuevo, al menos en la teoría. Ambas formas, en realidad, deben ser sólo aspectos parciales de toda propuesta educativa seria.

Spinoza expone en la Ética la dinámica de los valores éticos, los cuales son parte de esa categoría general que he llamado valores sociales. El conocimiento de esta dinámica condiciona el modo de operar de la acción educativa, al igual que el conocimiento de la dinámica de los valores económicos, políticos y culturales. A continuación doy muestra de algunos de aquellos valores éticos que Spinoza expresa en la Ética, así como su dinámica.

El mecanismo general de los valores sociales gira en torno del conato o deseo, que ya he definido antes. Todo aquello que tiende a hacer perseverar la existencia del individuo se asociará a un valor positivo llamado alegría; en cambio, lo que sea contrario a esto, es decir, que tienda a disminuir el poder de existir del individuo, será un valor negativo denominado tristeza. El deseo, la alegría y la tristeza son los afectos que Spinoza considera fundamentales, de los cuales se derivan muchos otros[5]. Y los valores sociales son ejemplos de ello. Éstos son casos particulares de alegrías y tristezas asociadas a situaciones de interacción entre diversos individuos.

La alegría y la tristeza, cuando se experimentan asociadas a la idea de un objeto externo como causa de ellas, constituyen un tipo especial de valores llamados amor y odio, respectivamente. Sobre todo, estos valores son los que generan los valores sociales, ya que éstos implican siempre la relación entre dos personas. Algunos ejemplos de ello son la envidia y la misericordia. La primera no es más que el odio mismo, que hace al individuo alegrarse del mal de los otros y entristecerse por su alegría. La segunda es el amor mismo, en cuanto afecta de manera que el individuo se alegra del bien de otro y se entristece por su mal. O también podemos mencionar aquí a los celos, que no son más que una mezcla de odio hacia una persona amada junto con envidia hacia un tercero[6].

Estos tres ejemplos de valores sociales no son más que pasiones colectivas[7], es decir, pasiones que involucran la participación de un cierto conjunto de individuos humanos. Pero, según Spinoza, en tanto que los individuos estén sometidos a pasiones no pueden concordar en naturaleza, es decir, no pueden garantizar la conservación de la unidad del individuo colectivo que conforman. Por ello, estos ejemplos de valores sociales corresponden a los individuos en su estado natural. El estado civil implica siempre cierto tipo de valores que necesitan inculcarse en forma deliberada y de manera específica. Rousseau, en cierto modo, hizo referencia a esta situación del hombre al escribir:

La educación es efecto de la Naturaleza, de los hombres o de las cosas. La de la Naturaleza es el desarrollo interno de nuestras facultades y nuestros órganos; la educación de los hombres es el uso que nos enseñan éstos a hacer de este desarrollo; y lo que nuestra experiencia propia nos da a conocer acerca de los objetos cuya impresión recibimos, es la educación de las cosas. [8]

Las pasiones derivan tanto del poder que la naturaleza ha dado a los individuos para conservarse como del ambiente en que se desenvuelven, correspondiendo con la enseñanza de la naturaleza y de las cosas, pero no con la enseñanza que dan los hombres. Y es en esta última donde, según Rousseau, el ser humano tiene mayor autonomía. La educación que es propia de la naturaleza y de las cosas corresponde al estado natural del hombre, mientras que la educación de los hombres corresponde a su estado civil. Por esto, en el proceso de civilización del individuo que se halla en estado natural, necesariamente habrá la mediación de otro individuo humano; las cosas por sí mismas, que afectan al individuo, o su mero desarrollo orgánico, no son suficientes para civilizarlo o humanizarlo. De un individuo pasional debe pasar a ser un individuo racional.

La envidia, la misericordia y los celos son pasiones, son “enseñanzas” que la naturaleza y las situaciones determinan en los individuos. Y, aunque no constituyen los fines racionales que una sociedad pueda proponerse (puesto que si así lo hiciera le valdría su disolución como sociedad), de alguna manera se puede afirmar que cierto conjunto de este tipo de valores le dan a las sociedades ciertas características distintivas. Pero no pasan de ser valores sociales pasivos, puesto que las acciones de los individuos no son determinantes. Por ello, los valores sociales que la educación debe promover son aquellos que son invención de los individuos humanos.

La educación de los hombres (siguiendo la terminología de Rousseau), es decir, la educación formal, es de por sí un factor de desarrollo para los individuos, puesto que los hace humanos. Pero es también reaccionaria o conservadora cuando se subordina a cierta forma de educación de las cosas, es decir, a conformar al individuo con el estado de cosas establecido. En este último caso, los individuos, aunque humanizados, se ven limitados en el desarrollo de sus potencialidades, impidiéndoles el ejercicio de la razón y de la libertad.

Infiriendo un sentido de la educación del pensamiento de Spinoza, diríamos que la educación es el proceso que sirve al individuo para acceder a una forma racional de vida. Esto implica la transformación de las pasiones humanas en acciones, lo que no es otra cosa más que el desarrollo de las potencialidades físicas y cognitivas de los individuos. Y en este desarrollo juega un papel importante la mediación de otros individuos humanos, distintos al que está siendo educado, como lo considera Rousseau.

Así, pues, un niño aprende a hablar por imitación de las palabras que oye, a la vez que por el desarrollo adecuado de su órgano fónico, pero sobre todo, por el valor que adquieren las palabras en el contexto en que las escucha, el cual proviene de la mediación de los padres; el escolar no podrá aprender el sentido de una ecuación algebraica, que por primera vez en su vida ha visto, con sólo verla, sino que requiere que alguien que ya comprende su valor se lo explique; el individuo, en fin, que pasa por momentos emocionales difíciles en que no se entiende a sí mismo, también requiere de alguien más que pueda ayudarle o al menos escucharlo y comprenderlo. Los valores implícitos en estas situaciones (lingüísticos, epistemológicos o morales), son todos valores sociales, y su conformación en el individuo constituye el proceso de la educación. A ellos se opone solamente el deseo individual, y esta oposición es lo que constituye uno de los problemas principales de la educación.

3. Los fines de la educación del individuo.
Spinoza hace referencia a la educación en varios pasajes de la Ética, relacionados todos con la educación dentro del seno familiar. Y, en estos pasajes la educación referida no es una educación racional, sino más bien fundada en la manipulación de las pasiones humanas. Y, esta misma forma de educación la atribuía este autor a la impartida dentro de las universidades. El propio pensador holandés hubo de rechazar una cátedra en la Universidad de Heidelberg por no verse en la situación de poner en riesgo su libertad de pensamiento. Como ya se mencionó más arriba, estas formas de educación, aunque sirven para la adaptación a la vida social de los individuos limitan también el despliegue completo de sus potencialidades. Se refieren más que nada a ese aspecto de la educación que he calificado como ideológico.

Aunque ya he definido a la educación como el proceso de conformación de los valores sociales en el individuo, y éstos corresponden a un espectro muy amplio, para efecto de ejemplificación recurriré sólo a los valores éticos en el contexto de la familia, puesto que son los ejemplos que se pueden extraer de la obra de Spinoza. No obstante, creo válidas las generalizaciones que hago con respecto a otros tipos de valores sociales como los económicos, políticos o culturales, cuya internalización en el individuo contribuye también de manera importante a su desarrollo; pero la consideración específica de estos valores es susceptible de un tratamiento particular que no podría desarrollar aquí. Por ello, me limitaré a la ejemplificación de los valores éticos en la familia, exponiendo el modo como se conforman en el individuo y haciendo una evaluación de dicho proceso.

En cuanto a los valores del odio y de la envidia, se dice en la Ética que:

Está claro, pues, que los hombres son proclives al odio y a la envidia por naturaleza, a la cual se añade la misma educación, ya que los padres suelen incitar a sus hijos a la virtud con el único estímulo del honor y de la envidia. [9]

El odio y la envidia son pasiones, determinaciones que el individuo sufre por parte de su propia naturaleza, en relación con las situaciones que sostenga con otros individuos en un momento dado. Y estas pasiones se hacen más fuertes si son inculcadas por otros individuos. En este caso, la intervención de otros individuos no cambia cualitativamente las valoraciones que se hacen desde el estado natural. Y, como se indica al final de la cita anterior, es posible que en nombre de la misma “virtud” se inculquen valores como estos, más bien cercanos al vicio, puesto que no desarrollan las capacidades del individuo, ni lo hacen más racional.

En cierto modo, toda educación contiene en sí cierta dosis de manipulación afectiva, sobre todo cuando se trata de instruir a quienes carecen de un adecuado desarrollo racional. Estos individuos sólo perciben las cosas afectivamente y, por ende, se emplean estrategias que los lleven a determinadas acciones movidos por ese que es su único motor: la afectividad. Y, en esta clase de individuos no se encuentran solamente los niños, puesto que entonces no sería necesaria ningún tipo de fuerza pública para hacer valer los derechos de los individuos. Es decir, que la educación como manipulación afectiva no es privativa de la educación infantil, sino que también los adultos son dirigidos por medio de castigos y recompensas en sus actividades económicas, o aguijoneados por las pasiones del miedo y la esperanza por los políticos y los religiosos, y con tanta mayor facilidad como en su crecimiento los niños han sido habituados a estos medios de persuasión.

Esto, como ya lo mencioné más arriba, corresponde a la dimensión ideológica de la educación. Pero, existe también la dimensión utópica, y de ella forma parte la razón. Y es que Spinoza considera que la existencia de la razón es un hecho raro. Se hallaba más inclinado a considerar a los individuos humanos más propensos a las pasiones que a la acción racional. La razón y la sociedad racional no son más que la “utopía” spinozista. Y, además, la razón se halla ligada a otra cosa: la libertad. El individuo racional es el individuo libre. El individuo pasional es un esclavo. Así que la educación spinozista en su dimensión utópica no es más que la afirmación en el individuo de su razón y su libertad.

Pero, de nuevo, esto se logra en la asociación de los seres humanos; es la educación que los hombres se ofrecen, no la que la naturaleza o las cosas en su contacto con el individuo aislado le den. Es, precisando, la educación que sólo los hombres racionales pueden ofrecer. El hombre racional funge aquí como un modelo a seguir. Y, esto se puede expresar tanto refiriéndonos al papel que juega el maestro en el aula, como refiriéndonos a una mera construcción teórica (un modelo de hombre libre y racional) por aplicar o realizar. A continuación cito el siguiente pasaje de la Ética para sustentar este argumento:

Nada puede concordar más con la naturaleza de una cosa que los demás individuos de la misma especie. Y por tanto, no se da nada que sea más útil al hombre para conservar su ser y gozar de una vida racional, que el hombre que se guía por la razón. Además, como entre las cosas singulares no hemos conocido ninguna que sea más excelente que el hombre que se guía por la razón, en nada puede mostrar mejor cuánto vale su habilidad e ingenio, que en educar a los hombres de tal suerte que, al fin, vivan según el mandato de su propia razón. [10]

He aquí uno de los fines de la educación utópica de Spinoza: hacer que los individuos vivan según el mandato de su propia razón. Desarrollar en ellos la razón a través de la guía de hombres también racionales, los cuales no han de emplear medios manipulativos para formarlos, sino que han de estimularlos a emplear libremente sus capacidades en su proceso educativo. Y esto se aplica tanto a la educación familiar como a la escolar. Respecto de la institución matrimonial Spinoza ha escrito que:

En lo que concierne al matrimonio, es cierto que está acorde con la razón, si el deseo de mezclar los cuerpos no es engendrado por la sola belleza, sino también por el amor de procrear hijos y de educarlos sabiamente; y si, además, el amor de ambos, a saber, del varón y de la hembra, tiene por causa no sólo la belleza, sino también y principalmente la libertad de ánimo. [11]

Según esto, aún en la institución matrimonial, la razón (y no la pasión) debe ser lo determinante; esto es un buen principio para la formación racional de los hijos. No obstante, siendo la razón algo raro en los individuos, ¿cómo garantizar lo anterior? Una vez que ya se ha planteado que la educación ha de consistir en la conformación de los valores sociales en la conciencia y el carácter de los individuos de acuerdo con la razón, hemos logrado definir el qué de la educación, sus fines, pero ahora se nos plantea el problema del cómo lograr esto. Lo cual equivale a explicar el tránsito de la imaginación[12] a la razón, de una conducta pasional a un comportamiento activo. Y esto cae dentro del campo de la teoría del conocimiento, donde se exprese el desarrollo paralelo de la conciencia y del carácter libre.

Tanto los valores éticos, como el resto de los valores sociales, deben adquirirse de la manera más racional posible, es decir, con un mínimo de manipulación afectiva. Pero aprender los valores es conocerlos, incorporarlos a la conciencia (y conducta) del individuo. Por ello deben conocerse a través de lo que Spinoza denominó nociones comunes. Éstas se hallan implícitas en la siguiente proposición de la Ética: “La idea de aquello que es común y propio del cuerpo humano y de algunos cuerpos exteriores por los que él suele ser afectado, y que está igualmente en la parte y en el todo de cualquiera de ellos, también será adecuada en el alma.” [13] Las nociones comunes son ideas adecuadas de lo que es común entre el cuerpo humano y otros cuerpos que suelen afectarlo. Por ello, corresponden a propiedades parciales de las cosas. Y, aunque no son esencias de las cosas, es posible construir a partir de ellas una definición adecuada de las cosas. Las nociones comunes son el fundamento del conocimiento racional.

Los valores sociales pueden conocerse adecuadamente a través de las nociones comunes. Sobre todo, porque al implicar aquellos la relación triangular con los objetos y otros individuos, el individuo que conoce encuentra en estos últimos el medio idóneo (ya que es semejante a ellos) para adquirir una noción común de los objetos, tanto como de sí mismo y de los otros individuos. Por ello, es de vital importancia indagar el modo específico como pueden formarse estas nociones comunes para los distintos objetos de aprendizaje a que es sometido el individuo en su formación, esto es, para la diversidad de valores sociales.

Un criterio que es útil tanto para evaluar como para guiar la práctica educativa, a través de la construcción de nociones comunes de los valores sociales, es el hecho de que esta construcción de nociones comunes corresponde afectivamente con el sentimiento de alegría. Ciertamente, por ser las nociones comunes ideas de lo común entre el cuerpo humano y otros cuerpos que lo afectan, afirman el esfuerzo del cuerpo por perseverar en su ser; esto es, producen alegría. Por tanto cualquier manifestación de tristeza significa un obstáculo en la construcción de las nociones comunes. Esto es lo que Spinoza expresa en la siguiente proposición:

Mientras no soportamos conflictos de afectos que son contrarios a nuestra naturaleza, tenemos la potestad de ordenar y de concatenar las afecciones del cuerpo según un orden relativo al entendimiento. [14]

En el proceso educativo, el educando debe ser afectado “de acuerdo con su naturaleza”, lo cual se evalúa afectivamente por la evidencia de sentimientos de alegría. Pero, sobre todo por la evidencia de la actividad del individuo; puesto que la educación, si es racional y no manipulativa, debe promover el desarrollo de las potencialidades vitales y cognitivas del individuo. Como escribe Spinoza: “El alma humana es apta para percibir muchísimas cosas y tanto más apta cuanto de más modos pueda ser dispuesto su cuerpo.” [15] La actividad es un elemento clave para el desarrollo de las mismas capacidades mentales. El desarrollo de la experiencia concreta promueve paralelamente el desarrollo de la capacidad de la mente para entender. Por lo que, además de enumerar a la alegría y las afecciones “de acuerdo con su naturaleza”, podemos mencionar a la “experiencia activa” como otro criterio importante que sirve de guía en la práctica educativa basada en la formación de nociones comunes.

4. Conclusiones.
Partiendo de una definición común de la finalidad de la educación en Platón y en Rousseau, nos hemos encontrado que también encaja dentro de la concepción spinozista de la sociedad y el individuo. Por ello, la educación se propondrá como primera finalidad la conformación de los valores sociales de una cierta comunidad en el individuo. Pero, la noción moderna del individuo concibe a éste como una entidad autoconsciente, y que se respeta como un fin en sí mismo. Por ello, la educación moderna debe tener también como principio fundamental el desarrollo de la libertad del individuo. Con lo cual se contraponen los dos aspectos básicos de la educación: el ideológico y el utópico.

La educación tendrá también como rasgo fundamental el hecho de ser motivada esencialmente por la interacción social. Aún cuando podamos hablar, como lo hizo Rousseau, de una educación impartida por la naturaleza y por las cosas mismas, éstas son imposibles sin la mediación humana. Lo cual parece estarse olvidando hoy en día, al exagerar la importancia de las “tecnologías” educativas, o como se ha hecho desde hace tiempo (basados en la pedagogía de Piaget) al ponderar en exceso la importancia de los estadios de maduración orgánica del individuo en la acción pedagógica. En realidad, éstos son sólo algunos “medios” útiles para la educación, y se olvida el más importante, que es el de la intervención del educador. Éste debe ser un modelo de persona a seguir, así como alguien capacitado para desarrollar en los educandos la razón, y no solamente el hábito de la obediencia o la adaptación social.

En las pocas referencias spinozianas explícitas sobre la educación figura más que nada la educación moral en la familia, que en realidad es la primera educación del individuo humano. Pero, de su teoría de los afectos y del conocimiento, se puede extraer como principio fundamental de la educación, la formación de individuos racionales y libres, así como algunos criterios que sirvan como medios para la aplicación de este principio básico. Estos criterios son el de evaluar afectivamente el proceso educativo, con el propósito de formar en el educando las nociones comunes de los valores sociales, así como el de promover la experiencia activa del individuo en dicho proceso.

Como en toda propuesta educativa, ésta no carece de un trasfondo político-antropológico, es decir, de cierta finalidad de crear un cierto tipo de sociedad y un tipo correspondiente de individuo humano. Es la utopía spinozista de la sociedad libre y racional, y del individuo igualmente libre y racional, la que nos propone Spinoza en su Ética.



5. Bibliografía recomendada.
1. Platón. Diálogos [La República]. Ed. Porrúa. México. 2003.
2. Ramos-Alarcón Marcín, L. Aproximaciones a la educación moral en Spinoza. XIX Coloquio Nacional sobre la Enseñanza de la Filosofía “Ética y Bioética como patrimonio de la humanidad”. Veracruz. 2007. (http://www.galeon.com/cmpf/XIXColoquio/RamosAlarconXIX.pdf)
3. Reale, G.; Antiseri, D. Historia del pensamiento filosófico y científico, tomos 1 y 2. Ed. Herder. Barcelona. 1995. (pp. 126-155 del tomo 1 y pp. 635-652 del tomo 2.)
4. Rousseau, J. J. Emilio ó de la educación. Ed. Porrúa. México. 2002.
5. Spinoza, B. Ética. Ed. Trotta. Madrid. 2005.





Notas:

[1] Ética, II, Def. 7.
[2] Véanse los axiomas, lemas y postulados que plantea Spinoza respecto a los cuerpos en la parte II de la Ética, después de la proposición 13.
[3] Ética, III, Prop. 6.
[4] Véase el escolio de Ética, III, Prop. 9.
[5] Consúltense las definiciones de alegría y tristeza dadas en el escolio de Ética, III, Prop. 11.
[6] Para una revisión más completa de los afectos o “valores”, como yo los llamo, consúltese el apartado de “Definiciones de los afectos”, dado al final de la parte III de la Ética.
[7] Spinoza define la pasión como un afecto del cual el individuo no es una causa adecuada, es decir, que no se deriva principalmente de su naturaleza y es sólo una causa parcial de él (Ética, III, Def. 1 y Def. 3).
[8] Rousseau, J. J. Emilio o de la educación. p. 2.
[9] Ética, III, Prop. 55, Escolio 1.
[10] Ética, IV, Cap. 9. (El subrayado es mío.)
[11] Ética, IV, Cap. 20.
[12] Spinoza define tres géneros o tipos de conocimiento: 1) la imaginación, 2) la razón y 3) la ciencia intuitiva. La imaginación corresponde a un conocimiento confuso y mutilado de la cosas, basado en la mera experiencia afectiva, sin una mediación suficiente o adecuada del propio poder del entendimiento (forma pasiva de conocimiento). (Véase Ética, II, Prop. 40, Escolio 2.)
[13] Ética, II, Prop. 39.
[14] Ética, V, Prop. 10.
[15] Ética, II, Prop. 14.