domingo, 22 de diciembre de 2013

El bautismo de la Muerte



Os estáis junto al mar que no se calla

Muy quietecitos, con el muerto oído

Oyendo cómo crece la marea, y aquel

Mar que se mueve a nuestro lado, es la

Promesa no cumplida, de una resurrección.

Alfonsina Storni

(Un cementerio que mira al mar)




por Mauricio Enríquez

René Creso era hijo de una familia de comerciantes venida a menos en la crisis económica de los 90’s. Con gran tenacidad había podido superar todos los obstáculos que se presentaron en su ascenso al éxito, dedicando la mayor parte de su vida a una frenética laboriosidad tanto en el trabajo físico como en el estudio. En el fondo de sí guardaba un agudo terror a la pobreza, a la constante incertidumbre por el pan que habría de llevarse a la boca. Logró, sin embargo, todo lo que quiso para evadir esos profundos miedos. Hizo una excelente carrera de administración de empresas, además de conquistar las amistades más propicias para su éxito profesional, incluyendo a Charo, la que sería su esposa. Todo esto, olvidando los lejanos ideales de su inocente niñez.

La había conocido en la universidad, cuando eran estudiantes y compartían las mismas clases. Hija de un conocido empresario de la ciudad, Charo representaba una magnífica coyuntura para acceder rápidamente al mundo de los negocios. En un sentido sexual o moral, Charo no le era indiferente a René, pero lo que más lo movía hacia ella era la necesidad de encumbrarse. En cuanto a ella, sentía un afecto sincero por él, desprovisto de cualquier intención de provecho o utilidad. Además, su familia era rica, poco le faltaba el dinero. Pero tendría que lidiar con un matrimonio en donde ella no era más que una especie de mueble.

Ahora René es Gerente general de la cadena de supermercados de su suegro en el Estado, y como siempre, carece de tiempo para cualquier trato personal que sea un poco más profundo que un saludo o un esporádico intercambio de palabras. Trabaja hasta por la noche, manteniendo en un soterrado abandono a la esposa que con francas ilusiones le había entregado su voluntad. Y a veces, muy raras veces, se da cuenta de cierto hastío que vive en su interior; entonces, su mente vuela a los días maravillosos de su niñez, cuando aún no conocía la amargura de la pobreza y tenía sueños de una libertad pura, de una verdadera libertad. Se mira entonces jugando junto a su hermano menor, él con una guitarrita en las manos, deseando robarle a las cuerdas los acordes más armoniosos, los más bellos. Pero todo eso es, quizás, el débil rescoldo de una ilusión inexorablemente condenada a morir.

***

Cierto día fue Charo a visitar a René en su oficina. Era una de esas jornadas de mucho estrés, por lo que no la atendió como se debía. ¿Qué tendría que decirle? Esta cuestión ni siquiera pasó por la mente de René, absorto en sus negocios. Después, al salir un momento de su oficina, ya por la tarde, se encontró en el pasillo con un hombre que parecía que lo buscaba.

-¿Ha pensado en la muerte alguna vez Sr. Creso? –le preguntó.

René se quedó estupefacto por unos segundos ante la extraña pregunta, luego se puso a inquirir en el rostro de su interlocutor. Éste era lívido, con la piel apergaminada, debajo de la cual se ponían de relieve las formas de los huesos craneales: la mandíbula rematando en un prominente mentón, los pómulos sobresalientes, enmarcando unos ojos tan obscuros que parecían sólo un par de tenebrosas sombras. Iba vestido de un traje negro, y sus modales parecían revelar una cierta educación, aunque esto contrastaba con la crudeza de sus palabras.

-¿Quién es usted? ¿A qué viene esa pregunta?

-¡Oh! Me llamo Mikizli Verdugo y soy un accionista de esta empresa. He venido por un asunto de negocios con la familia y al ver la oportunidad de iniciar una charla con usted, lo he hecho.

-¡Con semejante pregunta! –replicó René, inquieto.

-Bueno, es cierto que nadie desea hablar o pensar siquiera en la muerte… Sin embargo, ¡se sorprendería de lo familiar e íntima que es a todos!...

A René le parecía oír esa voz como a través de un sueño, y de nuevo observaba su rostro: sus palabras parecían surgir como del castañear de su manifiesta dentadura, extensa y blanca. Le era imposible calcular su edad. Tan pronto su piel arrugada daba la impresión de tener enfrente a un anciano, como sus labios sonriendo entre la blancura de sus dientes hacían parecer que era un hombre joven o simplemente maduro, o bien, sus ojos profundos y vacíos le recordaban la inocencia de un niño. Aquel hombre parecía no tener edad.

-Ahora no tengo tiempo para seguir esta charla –le dijo René, con un poco de vértigo-. Usted me disculpará.

-No hay ningún problema, Sr. Creso, ya habrá otra oportunidad para tratar el asunto. Sólo recuerde una cosa: la vida es como una joya preciosa, irreemplazable, y su valor, poco o mucho, reside en lo que haga con ella. Usted se lo da.

Y le extendió su mano. Estaba tan insólitamente fría y huesuda que René se estremeció de pies a cabeza al estrecharla. El extraño hombre le dio entonces la espalda y se fue, desapareciendo entre un tumulto que se había formado junto a la ventana. ¿Qué hacía esa gente allí?

-¡Está muerta! –los oía murmurar, mientras se asomaban por la ventana.

Una de las empleadas de la oficina, al ver a René, no pudo ocultar el compasivo asombro que denotaban sus ojos. “¿Qué está pasando?”, pensaba, mientras se acercaba a la ventana para atisbar lo inimaginable. Al llegar, otro de los empleados puso su mano sobre su pecho, como para evitar que se asomara. Pero se asomó, y vio el cuerpo de Charo sobre el pavimento, en un charco de sangre… Se había lanzado desde el quinto piso del edificio.

***

Los días siguientes a la muerte de Charo fueron para René bastante tristes. Coincidieron con el periodo de vacaciones que la empresa le tenía asignado, por lo que la sensación de soledad fue mucho más dolorosa que si hubiese continuado distraído en sus labores y en la superflua compañía de sus colaboradores. Ahora estaba obligado a pensar en ella en todas las horas de su ocio… ¿Por qué había hecho lo que hizo? Él no tuvo nunca ni la más mínima sospecha de que algo como eso pudiera suceder. Ese último acto de Charo la hacía aparecer ante él como una completa desconocida, y sentía un extraño terror al recordar su rostro dormido en el ataúd, rodeada de ese halo de ausencia que tienen todos los muertos, pero con una expresión de burla en los labios. René creía que había algo de odio hacia él en lo que hizo Charo, porque se sentía culpable: “¡Se mató para castigarme!… ¡Para que yo muriera por el resto de mi vida!…”, pensaba, en medio de un agudo estremecimiento.

La casa le parecía enorme y vacía sin Charo. Varias veces le ocurrió que mientras leía el periódico por la mañana, le parecía escucharla en la cocina haciendo el desayuno, como era su costumbre. Pero al volver la vista sólo alcanzaba a atrapar por un instante el fugaz destello de su imagen, y entonces René se acordaba de que Charo estaba muerta. Y lloraba con amargura. Similarmente, en el lecho donde compartían su sueño, en el automóvil o en la mesa donde se sentaban a comer; en todos los sitios en que cotidianamente compartían momentos felices, el fantasma de Charo reaparecía, primero con la anuencia de René, que deseaba que ella volviera, pero después, al tomar mayor consciencia de la realidad de su muerte, las apariciones se tornaron más lúgubres, como si tuvieran el único fin de atormentarlo.

Con tal de no enloquecer ante el asedio del recuerdo de Charo, René procuró hacer un poco más de vida social. Un sábado por la tarde visitó en su casa a un compañero de trabajo. Charlaron un buen rato acerca de sus respectivas existencias.

-Ya se te pasará –dijo el compañero-. Aún la tienes muy presente en tu imaginación.

-Tienes razón… Sin embargo, siento cierta culpa que no sé si se vaya con la misma facilidad. Ella fue a buscarme a la oficina el día en que murió y no la atendí. Ahora nunca sabré lo que quiso decirme.

-Por lo tanto, es inútil que te preocupes por eso… ¡Olvídalo! Mira, pudo haber sido por cualquier cosa sin importancia…

-Pero, ¿y si tuvo que ver con su muerte…?

-Vamos, René, ya no te atormentes, por favor –le exhortó el compañero, mientras daba unas palmadas en su hombro.

Prefirieron dar un giro a la conversación, inclinándose hacia los asuntos de la empresa, las vacaciones y hablar de lo que otros conocidos estaban haciendo entonces, entre otras cosas. Por momentos reían, más relajados. Y así estuvieron hasta las nueve de la noche, hora en que René se despidió.

Justo al salir de casa de su compañero, René se tropezó con Mikizli Verdugo, el extraño sujeto que había conocido en su oficina aquel fatídico día. Este encuentro no le fue nada grato, no sólo por el carácter tenebroso de Mikizli, sino porque lo asociaba fuertemente con la muerte de Charo.

-¡Sr. Creso, qué sorpresa!... Supe de su pérdida… Lo lamento mucho. Reciba mi más sentido pésame.

-Gracias, Sr. Verdugo… Pero, ¿qué lo trae por aquí?

-Vengo, como siempre, por un asunto relativo a mi trabajo. Ha de saber que, además de ser administrador del cementerio local, soy dueño de una funeraria. Y vengo, precisamente, a notificar a su compañero que ya ha concluido con su deuda.

Mikizli sonreía mostrando sus blanquísimos dientes.

-Bueno… Entonces no le quito más su tiempo, Sr. Verdugo.

-No se preocupe, no importa cuanta carga de trabajo tenga, yo siempre dispongo de tiempo para charlar con un amigo…

-¡Hasta pronto! –dijo René dándole la espalda y encaminándose hacia la calle.

-¡Que le vaya bien Sr. Creso! ¡No olvide que tenemos una charla pendiente! –le gritaba Mikizli desde lejos.

René se fue casi corriendo de la presencia de Mikizli. Definitivamente le inquietaba hablar acerca de la muerte, sobre todo después de haber perdido a Charo. Aunque siempre, en el fondo, esa había sido su debilidad: el miedo a morir; y había vivido toda su vida aguijoneado por ese miedo oculto, buscando ante todo sobrevivir, y más: acaparar toda la vida posible en la riqueza. Tal vez, el mayor error de su vida.

***

No obstante las recomendaciones de su compañero de olvidar lo de Charo, René seguía obsesionado con ello. Sentía la imperiosa necesidad de saber qué quería Charo de él en esa última visita a su oficina. Y aunque las apariciones de ella en su casa se hacían menos frecuentes, se incrementaba en la misma proporción esa ignominiosa angustia que lo hería en lo profundo de su ser, en el corazón. En la misma medida crecía en su mente la tétrica intención de visitar a Charo en su tumba e implorarle una respuesta que aliviara su inquietud. Era imposible para René sacarse esa idea de la cabeza, idea que fue cobrando cada vez más y más presencia. Hasta que un día resolvió ir al cementerio.

Decidió ir por la noche, cuando no hubiese posibles testigos de lo que iba a hacer con su esposa muerta. Mágicamente iluminado por el esplendor de plata de la luna llena, en medio del silencio de los sepulcros, tan sólo interrumpido por el recurrente bramido del mar infinito que se hallaba frente al cementerio, René marcaba sus pasos con dificultad en la pesada arena de la playa. Encontró el nombre de Charo y se puso a excavar, impulsado por un demoniaco frenesí, mientras a su espalda, desde la profunda negrura del mar le llegaba una brisa fresca y el sonido estrepitoso de las olas contra las rocas.

Abrió el ataúd, descubriendo el cuerpo de su mujer ataviado con un vestido blanco, como de novia. Y lo cargó en brazos, increíblemente flexible y tibio, sin descomposición, pese a los días transcurridos desde su muerte, como si en verdad estuviera vivo. Entonces, lo sacó a la superficie. Y mientras se incorporaba él mismo fuera de la fosa le pareció sentir que algo extraño pasaba afuera. De pronto había callado todo: el rugir de las olas y las voces de los insectos nocturnos, y ni siquiera el aire se oía. Al repentino silencio siguió una risa, primero mesurada como un murmullo al oído, pero que luego se avalanzó hacia la hilaridad, llenándolo de un escalofrío en todo el cuerpo. Al levantar la vista reconoció frente a él a Mikizli Verdugo.

-¿Qué cree que hace aquí Sr. Creso? –preguntó Mikizli, todavía dominado por la risa.

René se sentía como un sordo, aunque escuchaba la voz de Mikizli en su oído, o quizás dentro de su cabeza. En medio de la sorpresa por encontrarse con él allí, buscaba en vano el cuerpo de Charo, que había desaparecido.

-¿Dónde está? –se dijo a sí mismo, con la mirada extraviada en el suelo, justo en el sitio en que la había colocado.

-¿Quién?

-¡Charo…!

-¿Su mujer?... Ella está muerta, Sr. Creso… Está usted parado junto a su sepulcro.

Y volvió la vista al sepulcro que se hallaba a un lado de la fosa que había cavado, confirmando que era el nombre de Charo el que allí aparecía. Entonces, miró otra vez la lápida en que creía haber leído antes el nombre de su esposa muerta. Leyó: “René Creso (1974-2004)”, y debajo un epitafio con el siguiente pasaje bíblico: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. (Mateo 16:25.)

-Sr. Creso, es la primera vez que veo que alguien cava su propia tumba… Casi siempre es un trabajo que a mí me toca. Y soy muy celoso de él.

Al terminar estas palabras, Mikizli estaba a un paso de René, quien todavía estaba en la orilla de la fosa, confundido de terror al ver su propio nombre en la lápida. Y entonces, René sintió cómo las huesudas manos de Mikizli lo impulsaban al interior de la tumba con una fuerza avasalladora, imposible de repeler. Mientras caía volvió a ver, ahora en la blanca redondez de la luna llena, aquel niño músico que era él y que había olvidado casi por completo en el trajinar de su existencia.

***

Al abrir los ojos, la luna llena era sólo una lámpara en el techo de un hospital. Había despertado oyendo una voz que lo llamaba: “¡Renato!”. El terror aún no se marchaba de su cuerpo y, cuando al fin pudo ver a Charo junto a él, al lado de Mikizli, no pudo evitar que sus ojos se arrasaran de lágrimas. Eran lágrimas de alegría porque, al menos por entonces, la muerte era sólo un sueño. Estaba entubado, por lo que no pudo decir una sola palabra.

Era un milagro estar vivo; entonces lo entendió perfectamente. Aquel día, después de despedir a Charo de su oficina, justo cuando salió al encuentro con Mikizli, René había sufrido un derrame cerebral, derivado de un aneurisma. En realidad nunca supo el nombre real de quien creyera llamarse Mikizli Verdugo, un hombre común y corriente que había visitado ocasionalmente su empresa. 

Autor: Mauricio Enríquez. 

2 comentarios:

  1. Interesante el cuento. No leo mucho cuento de suspenso o de terror. Poe, Maupassant a lo mucho. Su derrame cerebral le hizo tener un sueño que produjo monstruos, pero también verdades desdeñadas por la premura de sobrevivir. El sí tuvo la oportunidad de cambiar el rumbo de su existencia. ¿Cuántos no se dan esa oportunidad? Saludos.

    Atte: Genaro

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